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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (8 page)

—Hacia el sol, señor —dijo Diocles—. Helios, brillante guerrero, sé nuestro guía.

—¡Proa en el arroyo! —gritó el vigía.

—¡Perdemos fondo! —oyeron decir al marinero que manejaba la marsopa en la proa—. ¡Veo la arena!

—La barra —masculló Diocles antes de la sacudida.

La barra de arena los golpeó como un hombre fornido que golpeara un escudo; los hizo cabecear pero mantuvieron el equilibrio, y oyeron el susurro de la arena a lo largo de la quilla. El impulso del casco les permitió superar la barra, seguramente abriendo un surco en el fondo con su avance, aunque la proa se estaba inundando demasiado deprisa para poder salvar el casco.

—Se muere —dijo Diocles entre dientes.

—No, llegará al final de la carrera —repuso Sátiro—. ¡Todos los hombres a popa! ¡Ya! —Sátiro había estado esperando a que la popa se sumergiera al salir de la barra de arena, y entonces lo notó, como un jinete nota el cambio de peso en un caballo que se dispone a saltar—. ¡A popa! ¡Por vuestras vidas!

Los marineros se apiñaron en popa y los siguió el resto de la tripulación, entre la disciplina y el pánico, y la proa se alzó saliendo del agua; no mucho, pero emergió, mostrando las feas cicatrices del espolón perdido y las firmes cuadernas rotas, como huesos tras una amputación.

Diocles le sonrió.

—Muy logrado. Desde luego, aprendes deprisa —comentó.

Con la proa alta y la popa baja, se deslizaron una eslora más, y luego otra, y, finalmente, con un suspiro, la quilla chirrió y se clavó en el fondo. El cese del movimiento fue tan gradual que ni un solo hombre perdió el equilibrio.

—¡Zeus Sóter! —gritó Sátiro, y todos los remeros y marineros respondieron a su llamado.

Los marineros se descolgaron a tierra provistos de cuerdas y sacaron a los remeros, conduciéndolos a la playa que cortaba el riachuelo, y los hombres se arrodillaban y besaban el suelo mientras otros comprobaban sus equipos.

Tardaron media hora en desembarcar a todo el mundo y montar un campamento provisional. Terón se llevó a un par de infantes de marina y se adentró en la playa para ver si el humo avistado un rato antes procedía de una granja.

Sátiro observaba el
Halcón
, hundido en un metro largo de agua, con sentimientos encontrados. Por un lado, el barco era salvable; bastarían dos días de trabajo para sacarlo del agua. Pero la sensación de fracaso por la derrota del día anterior aún persistía, junto con la tensión de saber que los barcos de guerra enemigos les darían caza al amanecer.

—Armad a los remeros y que construyan una empalizada con estacas o lo que sea —dijo Sátiro a Diocles.

Diocles negó con la cabeza.

—Con el debido respeto, señor, no hay diez árboles en cincuenta estadios. Aquí solo hay un mar de hierba, o eso me han dicho. Tú te criaste aquí, ¿no?

Sátiro asintió con abatimiento.

—Cierto es, amigo mío, pero cavar trincheras en la playa parece una insensatez.

—Ahí vienen Terón y un granjero —anunció Diocles.

El granjero, un anciano con la espalda muy tiesa, miró a Sátiro a los ojos sin pestañear.

—Alejandro —dijo, tendiéndole la mano—. Aquí el caballero dice que eres el hijo de Kineas de Atenas. Tienes su mismo aspecto.

Sátiro tuvo que sonreír.

—¿Conociste a mi padre?

—Solo estuve con él dos días —contestó el granjero, asintiendo—. Me bastó para conocerlo bien. ¿Eres de la misma estirpe? ¿O eres un raptor que ha venido a saquear mi morada?

Sátiro se mantuvo erguido.

—Soy digno hijo de mi padre —sentenció—. Ayer combatimos contra Eumeles de Pantecapea y salimos mal parados. Mi barco perdió el espolón. Tengo que reparar el
Halcón
y no caer en las fauces de los chacales de Eumeles.

El granjero Alejandro se rascó la barba de chivo.

—¿Ves ese hito? —preguntó.

Sátiro asintió.

—Lo veo.

Alejandro asintió a su vez.

—Es el túmulo de uno de los hombres de tu padre; murió aquí durante una escaramuza. De eso hará unos veinte años.

Sátiro, maravillado, meneó la cabeza.

—¡Ya sé quién eres! ¡Vendiste grano a mi padre! ¡Esa es la tumba de Graco!

—Graco, en efecto, así se llamaba. —Alejandro asintió—. Si vienes a jurar sobre su tumba y en nombre de tu padre que no me harás daño, abriré mis graneros a tus hombres.

—¿Y si no? —preguntó Diocles.

Alejandro sonrió.

—Siempre es mejor conocer las dos partes de un trato, ¿eh? Si no, encenderé la hoguera de señales y mis amigos vendrán desde el mar de hierba a ver por qué necesito ayuda.

Sátiro se rio.

—¡Asagatje! —exclamó. De súbito, el día fue más claro.

Diocles meneó la cabeza pero Terón se acercó.

—El pueblo de su madre. Los Manos Crueles de los asagatje.

Sátiro cogió a Alejandro de la mano.

—Vayamos a prestar juramento sobre la tumba del amigo de mi padre.

4

Alejandría, 311 a.C.

Los hombres, al menos la clase de hombres que mantenía a sus mujeres enclaustradas y les prohibían estudiar y gozar de compañía, quizá se habrían sorprendido ante la celeridad con que Safo, Nihmu y Melita planearon el derrocamiento de Eumeles.

Antes de transcurrida una hora desde que Fiale les diera la noticia ya tenían bosquejado su plan.

—Que los antiguos dioses del Caos se mantengan al margen —dijo Safo, con los labios manchados de tinta. Estaba escribiendo listas—. Dejamos muchas cosas al azar.

Nihmu hacía el equipaje, deprisa y en silencio, entrando y saliendo de la habitación para apilar bolsas contra una pared. Hizo una pausa para comparar dos arcos y eligió uno de ellos.

—Siempre queda algo al azar —dijo.

Safo mordió la pluma.

—¿Dónde desembarcaréis? —preguntó.

Nihmu se detuvo como si no se le hubiese ocurrido pensarlo.

—Donde podamos conseguir caballos de inmediato —contestó.

Melita se debatía con la idea de que iba a dejar a su amado bebé con un ama de cría para embarcarse. La indecisión la atormentaba. La emoción de la aventura que tanto tiempo había anhelado pesaba exactamente lo mismo que el dolor de abandonar aquel cuerpecito que había crecido hasta llenar su vida en tan solo dos meses.

—Podríamos atracar en el templo de Heracles —propuso—. ¿Te acuerdas, Coeno?

Coeno asintió.

—Lleva razón, por todos los dioses, y qué tonto he sido al olvidarlo. La vieja sacerdotisa, quieran los dioses que siga imponiéndose, aunque me temo que a estas alturas ya habrá cruzado el río, odia a Eumeles. Gorgipia, seguro. Podemos comprar una docena de caballos y adentrarnos en territorio meote antes de que Eumeles reciba noticia de nuestra llegada.

Safo escribió una nota.

—Ojalá tuviéramos tiempo de distraerlo en la costa occidental del Euxino antes de vuestra partida —dijo—. ¿De veras pensáis que vosotros tres os bastáis para sublevar todo el este?

Nihmu asintió.

—Sí —dijo—. Escucha, es muy simple. Buscamos a Ataelo, que todavía está tierra adentro, y en cuanto demos con él, mandamos aviso a todos los clanes.

Safo asintió, si bien como si no estuviera completamente convencida.

—Ataelo lleva diez años combatiendo contra los sármatas —objetó—. ¿Qué te induce a pensar que en un verano es capaz de levantar a todos los asagatje?

Nihmu se encogió de hombros.

—Cuando yo era profeta, dije que Marthax dominaría en las llanuras hasta que las águilas volaran —contestó—. Ese momento ha llegado. Sátiro intentó ir como un griego; con una flota para abrir camino al ejército. Melita lo hará como una sakje. Levantará al pueblo, y el pueblo le entregará el mar de hierba. —Nihmu se agachó y besó al bebé—. Pero debe ir en persona. Los sakje seguirán a una persona, no a un nombre. Si Melita se queda aquí, no podré hacer nada. Y Ataelo tampoco. Pero tú sí puedes, dulzura.

Coeno se mordió el labio.

—Seguirás necesitando un ejército —dijo—. Eumeles tiene cuatro mil soldados de infantería y más
peltastai
y tracios de los que debería. Es capaz de defender una plaza amurallada indefinidamente y, por más que respeto a los sakje, no pueden tomar una ciudad. Y una ciudad puede mantener una flota, y esa flota tendrá que ser vencida para que podamos desembarcar a nuestro ejército.

Nihmu asintió.

—Eso son razonamientos griegos —dijo—. Y son buenos. No soy tan tonta para desdeñarlos. Pero soy sakje. Melita y yo iremos y pondremos el mar de hierba bajo las pezuñas de nuestros caballos, y Eumeles oirá el estruendo. —Sonrió—. Cuando Melita sea reina de todos los asagatje, habrá llegado el momento de enviar una flota y un ejército.

Safo asintió.

—Estoy de acuerdo. Escribo a Diodoro para que permanezca donde está; sin León, necesitaremos esos ingresos.

Diodoro comandaba los hippeis de Tanais, una unidad de caballería mercenaria conocida como los Exiliados, y también un
taxeis
de infantería macedonia reclutado entre los prisioneros tomados tras la batalla de Gaza, en la que Tolomeo aplastara al ejército de Demetrio el Rubio.

Melita se inclinó sobre la carta de Safo.

—Una vez que contemos con el apoyo de los sakje —dijo—, podemos tener cualquier puerto que queramos. Quizá los sakje no sean capaces de tomar Pantecapea, pero Olbia se pronunciará a favor nuestro en cuanto tengamos una fuerza sobre el terreno. —Al ver el semblante de Coeno, meneó la cabeza—. ¡Es lo que Sátiro y Diodoro dijeron!

—Dudo mucho que Olbia se subleve —dijo Coeno—. Y circulan rumores de asesinatos. De amigos nuestros, matados en público.

—Eran muy pocos barcos —terció Safo—. León no las tenía todas consigo antes de zarpar, pero el tiempo apremiaba. Esto hay que hacerlo mientras Antígono esté perjudicado, mientras su hijo se esté lamiendo las heridas, pues de lo contrario Eumeles guarnecerá sus murallas con macedonios y nunca lo venceremos.

Coeno negó con la cabeza.

—León envió a un chico a hacer el trabajo de un hombre —opinó—. O se llevó demasiados barcos para un reconocimiento, o demasiado pocos para una invasión.

Melita encontró frustrantes tanto a Safo como a Coeno.

—¡El tío León hizo lo mejor que pudo con lo que tenía! —exclamó—. Escuchadme. Sea cual sea la verdadera situación en Olbia, los sakje pueden tomar cualquiera de los puertos menores. Una vez que tengamos el mar de hierba, los días de Eumeles estarán contados. ¡No va a enviar un ejército a las llanuras para liberar un puerto!

Coeno le puso una mano en el hombro.

—Recuerda la lección de Esparta —dijo—. Mientras Eumeles domine el mar, puede enviar refuerzos a la ciudad que quiera. León lo sabía.

Nihmu no había parado de preparar sus cosas. De pronto se levantó.

—Sea como fuere —dijo—, cuando oiga nuestros cascos en sus pesadillas, sabrá lo que es el miedo. Y entonces cometerá errores.

Melita abrazó a Nihmu.

—De tus labios a los oídos de los dioses —dijo.

Coeno se encogió de hombros.

—Siempre será mejor que quedarse cruzados de brazos. —Miró a Nihmu—. ¿Cómo rescatamos a León? Si presionamos mucho a Eumeles, amenazará al chico… o lo matará.

—Cuando Eumeles oiga a nuestros caballos, se le helará la sangre en las venas —insistió Nihmu—. Los hombres asustados cometen errores. Ya llegará el momento.

—¿Vuelves a ser vidente, Nihmu? —preguntó Coeno.

—Soy una mujer que conoce la guerra —contestó Nihmu.

El pentekonter parecía que fuera a hundirse en el atracadero, pero el factor jefe de León insistió en que estaba en condiciones de navegar, llenó el casco con los mejores remeros de León y puso como tripulantes a media docena de oficiales de la exitosa flota de Marsella, de modo que el espantoso barquito tenía el aire de un navío de la armada rodia.

Casi toda la marinería demostraba abiertamente su inquietud por llevar mujeres, sobre todo mujeres que habían subido armas a bordo, pero los oficiales sabían que se trataba de la esposa de su patrono, un personaje de leyenda, y todos ellos conocían a Coeno, uno de los guerreros más temidos y reverenciados de Alejandría.

Cardias era el timonel, un navegante rodio que había dirigido la escuadra entera en la expedición a Marsella, y no se sintió degradado por tener que capitanear una chalana de cincuenta remeros en un crucero por la costa de Asia.

En la playa que se extendía bajo la ventana de su dormitorio, Melita se despidió de su tía Safo con un abrazo y estrechó contra su pecho a su hijo, consciente de que quizá no volvería a verlos nunca más, y sabiendo, también, que por más que sostuviera ser sakje, su juventud, gran parte de su vida, estaba vinculada a las bochornosas calles de Alejandría. Había tenido intención de acudir una vez más al mercado nocturno, pero no le dio tiempo.

Idomeneo, el hombre que el año anterior había estado al mando de su unidad de arqueros en Gaza, se personó y le rodeó la cintura con el brazo.

—Joven madre —dijo con su acento cretense.

—Cabronzuelo —respondió Melita, sonriendo—. ¿Qué haces aquí?

Idomeneo señaló a Coeno con el mentón.

—Me ha contratado para que me encargue de los arqueros de este barco. —Sonrió—. ¿Hay algún arquero en este pesquero?

Coeno se aproximó. Había una hoguera encendida en la playa y los hombres llegaban de todas direcciones. La cita se había fijado con discreción para impedir que circularan rumores sobre su partida.

—Ocho —dijo Coeno—. Y tú eres uno de ellos. Cretenses, ¿qué más puedo decir? —Coeno estrechó la mano del cretense—. Gracias por venir.

Idomeneo sonrió.

—Habría ido donde hiciera falta —dijo—. Lamenté enterarme de lo de tu hijo. Era un valiente.

Coeno no torció lo más mínimo el gesto.

—Lo era —confirmó—. Ojalá su hijo sea tan bueno como su padre. —Coeno miró al bebé que Melita llevaba en brazos—. Mi corazón abriga dudas, dulzura. Creo que deberías quedarte.

Melita se irguió y le dio el bebé a Safo, que a su vez se lo dio a Calisto.

—Las tribus no se alzarán por ti, Coeno —sentenció.

Nihmu se mostró de acuerdo con un ademán.

Idomeneo enarcó una ceja.

—¿Y bien? Partimos en una misión, supongo.

Coeno asintió.

Idomeneo se rio.

—No hace falta que me digas nada. Los cretenses nos criamos con estos juegos —agregó, y se encogió de hombros.

—En el mar —dijo Coeno. Luego se dirigió a Melita.

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