Tirano IV. El rey del Bósforo (16 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

—Sería blasfemia si dijera que no creo en Zeus —respondió—. Sería
hubris
[6]
si me negara a obedecer su deseo de que llevara pantalones. De hecho, tengo la certidumbre de que si me cruzara con un magistrado megaro en esta región de labriegos, lobos e invierno, olvidada de la mano de los dioses, seguiría pareciendo un hombre civilizado.

Melita no pudo evitar echarse a reír porque Coeno, pese a sus modales y a su acento, era el mejor compañero de caza que cupiera imaginar, un hombre que había adquirido, con esfuerzo, grandes conocimientos sobre las plantas y los animales de las tierras vírgenes, un hombre capaz de cabalgar del amanecer al ocaso sin quejarse. Coeno era un buen jinete, incluso para los sakje.

Solo que no llevaba pantalones.

—Mi madre solía decir que mi padre llevaba pantalones —dijo Melita.

—Tu padre estaba enamorado de tu madre —repuso Coeno—. El amor lleva a las personas a hacer cosas raras. —Se encogió de hombros, como admitiendo que él mismo estaba haciendo algo raro en aquel momento.

—Irías más cómodo —apuntó Nihmu.

Coeno rio y se rascó un muslo desnudo, enrojecido por el frío.

—Has dado en el clavo —dijo—. Precisamente, no iría nada cómodo.

Siguieron cabalgando hacia el este.

El día siguiente vieron una manada de ciervos y mataron uno, rodeando a la manada para ponerla al alcance del arco de Nihmu, a la manera sakje. Coeno meneó la cabeza ante semejante desperdicio: tenía ganas de galopar entre los ciervos con sus jabalinas, pero tuvo que aguantarse. Necesitaban carne, no deporte.

Las flechas de Nihmu cumplieron su misión. Coeno despiezó al cervatillo y siguieron adelante, manchados de sangre, con carne fresca en las bolsas de malla de sus monturas. Aquella noche se dieron un festín de venado y luego tuvieron que montar guardia para proteger de los lobos el resto de la carne. Por la mañana se levantaron temprano, encendieron un fuego y volvieron a comer. Las aldeas y granjas de las tierras altas habían desaparecido. Estaban en un territorio desierto por el que antaño cabalgaban los sakje.

—Cada día que pasa me siento más sakje —dijo Nihmu.

Coeno no respondió. Estaba en cuclillas, contemplando el fuego. Melita se fijó en la frecuencia con que ponía los ojos en Nihmu y viceversa.

—Tendremos que volver a cazar dentro de tres días —dijo Coeno—. Y los caballos necesitarán algo mejor que esta hierba si queremos llegar hasta las tierras altas del Tanais.

Nihmu le puso una mano en la mejilla, un gesto muy íntimo, tratándose de ella, y que puso tensa a Melita.

—Calla. Te preocupas demasiado, griego —dijo Nihmu.

Ambos rieron, mirándose, y Melita se sintió sumamente incómoda.

Volvieron a cabalgar hacia el este el día entero, y al atardecer el Hipanis parecía suficientemente estrecho para vadearlo, tanto más cuanto que ya se habían empapado al cruzar dos afluentes durante la jornada. Había un minúsculo asentamiento; tres cabañas de piedra y un mojón. Los campesinos del vado dijeron que el mojón y el
kurgan
, uno muy grande y centenario, se llamaban Tiblissa.

—De niña estuve aquí —dijo Nihmu. Encendieron una hoguera a los pies del
kurgan
, usando un hoyo que contenía tanta ceniza como Coeno estuvo dispuesto a sacar—. Tip-lis fue un cacique de la antigüedad, cuando el pueblo marchó sobre Persia para guerrear contra los medos y el Gran Rey. Es el custodio de este vado.

Melita se caía de sueño, arrullada por el sonido de los caballos comiendo grano adquirido con dinero en efectivo a los campesinos del vado.

—Deberíamos preparar los sacos de dormir —dijo Nihmu.

Melita se incorporó.

—Ya lo hago yo —dijo.

Ninguno de los otros dos se opuso, de modo que situó el suyo entre los de ellos.

No protestaron ni miraron con recelo el arreglo, y Melita se sintió culpable por sus sospechas. Tenía más calor del que era de su agrado, casi aplastada por el peso de los durmientes que tenía a ambos lados, pero finalmente se durmió.

Por la mañana se adentraron en el vado entre salpicaduras, llevando en alto el equipaje para que no se mojara, y enseguida que lo hubieron cruzado, Coeno encendió una hoguera muy grande, secaron todo lo que estaba húmedo y se cambiaron. Hacía demasiado frío para montar vistiendo cuero y lana mojados.

Incluso los caballos se arrimaron al fuego.

—Aún faltan varias semanas para el invierno —dijo Nihmu, y Coeno gruñó. Nihmu se estaba calentando junto al fuego, desnuda. Coeno le sonreía, y Melita tuvo ganas de gruñirles. ¿Flirteaban o iban en serio?

—El invierno llegará bastante pronto —dijo Coeno. Acercó las manos al fuego—. Más pronto para unos que para otros —agregó. Era quince años mayor que Nihmu y treinta mayor que Melita.

Una hora después ya habían reanudado la marcha, saliendo del valle del Hipanis y dirigiéndose al norte, al invierno.

Aquel mismo día nevó, no tanto como para enterrarlos pero lo suficiente para preocuparlos. Siguieron adelante bajo la nevada y acamparon en los espesos bosques del cerro más alto que habían encontrado hasta entonces, al que tardaron un cuarto de jornada en ascender. Habían dejado atrás los territorios poblados, se hallaban en los altiplanos por los que solo viajaban los sakje, y Nihmu reconoció que sentía cierta consternación. No había indicios de fogatas ni otro rastro que seguir.

—Aguarda unos días —dijo Coeno.

—Los Caballos Perro deberían estar acampados en ese valle —dijo Nihmu, pero se encogió de hombros y comió venado de tres días antes.

Al caer la noche Melita se encontró con que Coeno había construido un refugio de broza y ramas; muy bajo, pero acogedor y caliente. Se mostraba muy orgulloso de él, a la manera de los hombres, pero Melita tuvo que admitir que realmente estaba muy logrado. Removió el fuego para apilar un montón de brasas en la boca del refugio y los tres se metieron dentro. Fue entonces cuando Melita se percató de que lo había construido en torno a sus mantas, y que las de Nihmu estaban en el medio.

Le pareció un sinsentido protestar. Melita había resuelto no pensar más en ello. Después pensó en quedarse despierta para ver qué pasaba. Sin embargo, cuando volvió a abrir los ojos vio la luz grisácea de la mañana y oyó el crepitar del fuego que Coeno alimentaba con ramas del refugio. Melita se levantó, enrolló las mantas y las ató formando tres fardos idénticos. Recobraba los hábitos de su juventud sin apenas darse cuenta, y miró en derredor buscando a Nihmu.

—Está bañándose —dijo Coeno. Se encogió de hombros—. Ya lo sé, es una locura, pero ha insistido.

Debajo de ellos, Nihmu chillaba como una mujer que estuviera de parto, y Melita la vio chapoteando en el arroyo. Cuando regresó junto a ellos, tenía la piel enrojecida, pero había llenado las cantimploras y el único cacharro que tenían para calentar agua. Coeno lo puso en el fuego y tomaron una infusión caliente con un chorrito de vino antes de partir.

Aquella noche rieron junto al fuego y le cantaron canciones sakje a Coeno, que meneó la cabeza y les dijo que eran unas bárbaras. Melita descubrió que en realidad no le importaba que sus dos adultos favoritos hubieran decidido portarse mal.

—No es asunto mío —dijo a la oscuridad.

Cantaron más, y Coeno correspondió con pasajes de la
Ilíada
, recitados levantando la voz de un modo tranquilizador e inquietante al mismo tiempo.

—Este fragmento tiene un significado curioso —dijo Coeno cuando hubo terminado de contar que Tetis llevó una nueva armadura a su hijo por mar.

—Calla —dijo Nihmu, cruzándole los labios con dos dedos—. ¿Cuántas veces te dijeron de pequeño que si cuentas dos veces una historia se echa a perder?

Coeno sonrió como un chico.

—Tienes toda la razón, mi señora. —Se puso en pie de un salto—. Iré a contársela a los lobos —dijo, y se perdió en la oscuridad.

Melita pensó que el abuelo de su hijo se estaba comportando como un hombre mucho más joven.

Instantes después regresó, sorprendiendo a Melita, que se había acurrucado junto a Nihmu para darse calor. Coeno saltó por encima de ellas y tapó el fuego con la piel del ciervo que habían cazado. Estaba sin curtir y todavía mojada, casi congelada, y desprendió olor a pelo quemado y carne asada.

—Justo debajo de nosotros —dijo Coeno entre dientes—. En el fondo del valle. Veinte jinetes. Todos sármatas.

—¿Los has visto? —preguntó Nihmu incrédula. La noche era muy oscura.

—Los he oído —contestó Coeno—. Coged los caballos.

—Puedo hablar con ellos —dijo Nihmu—. Los orientales nunca molestarían a un grupo de sakje.

—Nunca es mucho tiempo —respondió Coeno—. El mar de hierba ha cambiado, y no para mejor.

Coeno retiró la piel del fuego e hicieron el equipaje a la última luz del rescoldo. El corazón de Melita palpitaba. Mientras sujetaba su ropa y sus mantas a la grupa de su caballo, alcanzó a ver el fuego que brillaba con luz trémula en el valle.

—Habrán visto el nuestro —dijo Melita.

Coeno negó con la cabeza.

—No; monté el campamento en una hondonada. Estoy acostumbrado a este tipo de cosas.

Melita se molestó consigo misma por varias razones; por permitir que Coeno fijara el campamento en su tierra, por no saber ser tan sigilosa como el griego.

Oyeron el ruido de un caballo justo debajo del borde del promontorio.

—¡Vienen a por nosotros! —susurró Coeno—. ¡Dejad los demás y montad!

Coeno ya había montado e iniciado la marcha. Melita saltó a lomos de su caballo y deseó que fuese su amado Bion, que para entonces ya había dado lo menos diez zancadas. Pero se acomodó en la silla y sacó el arco, ya armado, de su
gorytos
. Mientras conducía a su montura entre los árboles, cargó una flecha tensando la cuerda. Hay habilidades que nunca se olvidan.

Ahora oía gritos a sus espaldas, voces sármatas cuyas peculiares palabras y acento oriental llegaban con toda claridad a través del aire frío.

—¡Estaban justo aquí! —gritó un hombre joven—. ¡Mirad! ¡Brasas y cenizas!

—¡He disparado a uno! —gritó otro.

Melita hincó los talones en su montura, volvió a meter el arco en su funda y la flecha en el carcaj. No había nada contra lo que tirar, y cabalgar ya resultaba bastante difícil de por sí.

Siguió descendiendo por el monte, segura de que así, al menos, se alejaría de sus perseguidores. Cuando llegó al fondo del valle siguiente, tras una cabalgada desorientadora cuya distancia solo cabía medir en miedo, saltó con el caballo el estrecho arroyo negro y siguió adelante por el prado abierto, vigilando la colina que se alzaba detrás de ella, hacia el sur.

No vio jinetes ni caballos, pero sí sombras que se movían en la penumbra; y gritos.

Había perdido a Nihmu y a Coeno, así como a los caballos que llevaban el equipaje. Estaba sola en la oscuridad y diez jinetes o más la perseguían.

Dejó que el caballo hallara su propio camino a lo largo del prado hasta el pie del cerro siguiente mientras sopesaba sus opciones. No tenía miedo o, mejor dicho, el miedo subyacía a su análisis pero sin forzarlo.

Ellos tenían varios caballos; ella, solo uno y, para colmo, más bien mediocre. Eso significaba que un único error, una pata en un agujero, una mala herida, bastaría para que la capturasen. Conocía mil relatos de persecuciones como aquélla; a veces el héroe huía y a veces era el perseguidor, y en esas historias, por lo general el mérito era de los caballos.

La nieve ya cubría las cimas pero no así los valles. En las zonas nevadas había mucha luz; ninguna en los bosques.

Ascendió el cerro siguiente, chasqueando la lengua a su montura para hacerla ir más deprisa, corriendo el riesgo de lastimarla para alcanzar el linde del bosque y su relativo cobijo. Mordisqueaba un mechón de pelo y, una vez tomada su decisión, saltó del caballo y lo condujo por el bosque. Al desmontar tan precipitadamente le cayeron algunas flechas del carcaj, pero siguió avanzando deprisa, ató a su castrado al otro lado de la cresta y regresó, cruzando la cima, con una flecha cargada en el arco y empuñando con la mano entumecida por el frío dos jabalinas que había cogido de la silla.

Se sentía mejor siendo el cazador que la presa. Se tendió en una hondonada de hierba cerca de la cima del cerro, donde su manto azul marino de soldado destacaba en medio del suelo helado. Entonces aguardó.

A lo largo de su vida había tenido que aguardar muchas veces; aguardar a asesinos, aguardar los dolores del parto. Poseía la paciencia de los supervivientes. Permaneció inmóvil, cada vez con más frío, y el corazón le latía más deprisa o despacio según se acercaran o alejaran los ruidos de sus perseguidores. Las estrellas eran diferentes allí, pero los recuerdos de infancia le decían que estaba en medio de la segunda guardia.

Se mordió los labios para evitar menear la cabeza. De pronto la idea de tender una emboscada a sus perseguidores se le antojó una locura; había tenido la sensación de que le pisaban los talones pero ahora se mostraban precavidos. Pensó en ponerse de pie, recoger a su caballo y seguir huyendo, pero entonces oyó un ruido bastante cerca.

Opción descartada.

—¡Uno ha pasado por aquí! —gritó una voz joven—. ¡He encontrado una flecha!

—¡Calla! —dijo otra voz de más edad.

Estaban cerca. Sin volver la cabeza, vio una sombra y la nube de vapor de la respiración de un caballo. Los orientales eran muy sigilosos.

—¡Voy a tocar el cuerno! —dijo el joven, susurrando en broma.

—Ni se te ocurra —dijo entre dientes su compañero.

El corazón de Melita palpitaba y su mente, divagando en los últimos instantes antes de la acción, se centró en la idea de que debía sentir menos miedo. «¿Cómo se adueña de una el miedo?», se preguntó. Acto seguido tomó aire y rodó por el suelo hacia la izquierda; se plantó de pie, con la cadera en postura de tiro, levantando el arco y tensando la cuerda y el brazo, y disparó, todo en un solo movimiento fluido. En realidad ni siquiera vio a su adversario, como tampoco fue consciente de haber tirado, pero su mano ya estaba sacando otra flecha del carcaj y tiró de nuevo.

Gritos.

Tiró una vez y metió el arco con la izquierda en el
gorytos
al tiempo que la derecha empuñaba una jabalina mientras echaba a correr. Había derribado a uno, que gritaba con la flecha clavada en el vientre, y el otro estaba inmovilizado, con una saeta en el muslo, atrapado bajo el peso de su caballo que, alcanzado en el vientre, se había desplomado. No se molestó en lanzar, sino que le clavó la jabalina en el cuello. Debajo de él, la nieve se tiñó de negro al manarle sangre a borbotones, y Melita siguió corriendo, derecha hacia los demás. Había otros dos, y sus piernas ya acusaban el cansancio, pues la tensión que le causara el parto en las caderas aún no había remitido, por eso temía detenerse, por miedo a no poder seguir corriendo. Bajó por la ladera como una exhalación y encontró al tercer hombre, que tenía el arco a punto. El sármata tiró y ella le lanzó la jabalina sin dejar de correr. Se hallaba encima de él, en la pronunciada pendiente del cerro. Sin pensárselo dos veces, saltó y le dio de pleno, derribándolo del caballo y abriéndose un tajo en el rostro; punzada de dolor; le rebanó el cuello con el
akinakes
, se aparto de él rodando por el suelo y agarró las riendas de su caballo.

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