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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (2 page)

—¿La asamblea? —preguntó Idomeneo.

—Un simple asesinato, diría yo. Liquidemos a ese viejo necio de Likeles. La gente lo asocia demasiado con Kineas. Como si Kineas hubiese sido un gran rey. ¡Bah! El muy idiota. En cualquier caso, que nos libren de Likeles, de Petroclo y de su hijo Cliomenedes. Sobre todo del hijo.

Idomeneo miró a su amo como si este hubiese perdido el juicio.

—Mostraremos nuestras cartas —dijo—. Esa ciudad ya está prácticamente en guerra contra nosotros.

—Esa ciudad puede tratarse como una provincia conquistada —replicó Eumeles—. Matemos a la oposición y la asamblea nos temerá.

—Si los matamos, es probable que surja otro líder —dijo Idomeneo con firmeza—. ¿Y si un asesino falla? Entonces tendremos a uno de ellos pidiendo a gritos tu cabeza.

—Cuando la cabeza de Sátiro se separe de su cuerpo, toda la contienda se librará fuera de las ciudades. Y tenemos a los sakje; Olbia necesita su grano. Deja de luchar con fantasmas y obedece. —Eumeles le dedicó su gélida sonrisa—. Lo que en realidad quieres decir que es que estoy a punto de quebrantar la ley, incluso la ley de los tiranos. Y eso no te gusta. Es peliagudo. Eres libre de embarcarte y regresar a Halicarnaso cuando gustes.

Una vez más, Idomeneo se asombró al comprobar que a su amo no le importaran lo más mínimo los sentimientos de sus hombres pese a ser capaz de leerlos como rollos de papiro.

—¿Me has hecho salir de entre las piernas abiertas de mi esclava por alguna razón? —preguntó Telémono con su peculiar tonillo.

—No me vengas con esas —dijo Eumeles. Ni siquiera le gustaba oír sus cantinelas subidas de tono, reflexionó su secretario—. Esperarás cuanto me plazca.

Telémono dio media vuelta.

—¿No te basta con que mi enemigo esté a punto de poner la cabeza en el tajo del verdugo? —dijo Eumeles, levantando la voz—. ¿Y que una vez que haya caído os suelte a ti y a tus lobos para que arraséis la costa?

Telémono se detuvo. Se volvió otra vez.

—Sí —contestó—. Sí, eso es toda una noticia, señor. —Sonrió—. ¿En qué barco irá tu enemigo?

A Idomeneo siempre le alegraba disponer de información que transmitir.

—En el
Halcón Negro
, como navarco —dijo.

—El
Halcón Negro
—canturreó Telémono—. El barco de Estratocles. Lo reconoceré —aseguró.

Parte I
El olor de la muerte
1

Norte del mar Euxino, otoño, 311 a.C.

Sátiro estaba apoyado contra la barandilla del
Halcón Negro
y observaba a su tío, León el Númida, que departía con su timonel, tan solo a una eslora de distancia. Sátiro aguardaba una señal, un gesto, una invitación, cualquier cosa que diera a entender que su tío tenía un plan.

A su lado, en cubierta, Abraham Ben Zion negó con la cabeza.

—¿De dónde habrá sacado tantos barcos un jodido tirano como Eumeles?

Sátiro no volvió la cabeza, seguía atento a la señal.

—No lo sé —contestó. Su sueño de convertirse en rey del Bósforo aquel otoño se estaba desvaneciendo rápidamente, perdiéndose entre la espuma de los sesenta o setenta trirremes que Eumeles de Pantecapea, el asesino de su madre, había conseguido reunir.

León había dejado de hablar con su timonel. Se aproximó a la borda e hizo bocina con las manos.

—¡Abarloados! —gritó.

Sátiro se volvió e hizo un ademán afirmativo a su timonel, Diocles, un hombre fornido cuyo pelo negro rizado le hacía parecer más fenicio que griego.

—A la banda del
Loto
—dijo Sátiro.

Diocles asintió.

—A la banda, señor.

Sátiro solo poseía un barco, fruto de la ley de la guerra. El año anterior había apresado el
Halcón Negro
en una batalla naval ante las costas de Levante durante una terrible tempestad. El
Halcón
era más ligero y pequeño y mucho menos resistente que el
Loto Dorado
de León o que los otros cuatro
triemioliai
de la escuadra de León, todos ellos buques de su propiedad, pues León el Númida era uno de los hombres más adinerados de Alejandría, una de las ciudades más ricas de la curva del mundo.

El
Halcón
era un pequeño trirreme ligero y rápido, construido a la antigua usanza ateniense. Tenía sus pros y sus contras, pero Sátiro lo amaba con toda el alma; tanto más cuanto que sospechaba que estaba a punto de perder el barco.

El
Halcón
viró a babor y «plegó las alas»; todos los remos entraron juntos a bordo a la orden de Neiron, el maestro remero, y el buque aminoró trazando una amplia curva. El rostro de Diocles asemejaba un estudio de la concentración, con el ceño fruncido y las comisuras torcidas mientras se apoyaba en los timones de espadilla.

El
Loto
se acercó mediante una maniobra simétrica. Ambos barcos habían navegado en conserva, al frente de sendas columnas de diez naves de combate, recorriendo la costa norte del Euxino hacia el este.

No tenían mucha distancia que salvar, y los remeros de los dos barcos recogieron sus remos mucho antes de que las palas pudieran chocar, y los timoneles gobernaron con tiento, aproximando los cascos sin dejar de costear.

León se encaramó a la barandilla, agarrándose a uno de los obenques de lino que sostenían el mástil. Se inclinó hacia fuera y, justo antes de que los costados de los barcos se tocaran, saltó con soltura la distancia que mediaba entre ellos, impulsándose con el pie izquierdo contra la barandilla del
Loto
para caer en el barco de Sátiro justo detrás de donde las cuadernas se alzaban trazando la pronunciada curva de la proa.

—Tendremos que combatir para abrirnos paso —dijo León, en cuanto estuvo a bordo. Inclinó la cabeza ante la estatua de Poseidón que había en el mástil—. No hay alternativa, me temo; salvo que quieras embarrancar los barcos en la playa y quemarlos. Y dudo que eso nos salve la vida.

—Veinte barcos tendrían que haber sido suficientes —dijo Sátiro.

—Alguien ha pasado información muy valiosa a Eumeles —dijo León—. Escucha, muchacho. Voy a poner mis barcos en línea y tú formarás detrás de mí. Mis barcos abrirán una brecha en sus líneas y tú las atravesarás. No te detengas para luchar. Sigue adelante.

El plan de León era práctico, si el objetivo era salvar la vida de Sátiro. Eumeles lo ejecutaría sin pensárselo dos veces.

—¡No seas idiota chico! —dijo León—. Si caigo, ya tendrás ocasión de vengarme. —Su piel oscura irradiaba vitalidad, parecía imposible que León pudiera hablar tan alegremente de su propia muerte—. Si Eumeles me captura, pedirá un rescate por mí. Valgo demasiado para que me mate. En cambio tú… tú estarás muerto antes de que anochezca. No seas idiota. Haz lo que te ordeno.

Abraham asintió con gravedad.

—Lleva razón, Sátiro. Puedes intentarlo otra vez el año que viene. Si mueres, habremos perdido todas nuestras bazas, ¿eh?

Sátiro inclinó la cabeza.

—Muy bien. Formaremos la segunda línea y cruzaremos derechos.

León estrechó a su sobrino adoptivo entre sus brazos, sus armaduras rechinaron e impidieron que el abrazo transmitiera verdadero calor.

—Te veré en Alejandría —dijo León.

—¡En Olbia! —respondió Sátiro, con la voz tomada por aguantarse el llanto.

Los alejandrinos formaron sus dos líneas sin dejar de avanzar. Habían practicado distintas formaciones desde que zarparan de Rodas. Llevaban tres semanas navegando a vela y a remo, y sus remeros estaban en plena forma. En la primera línea, los barcos de León eran tan buenos como los rodios, con tripulaciones bien entrenadas, timoneles profesionales y oficiales fijos que llevaban toda la vida en el mar; de hecho, muchos de ellos eran rodios dado que León pagaba los mejores salarios de todo el Levante.

Sátiro estaba al mando de los mercenarios. No eran malos, pues también eran marineros profesionales. Pocos de ellos contaban con barcos de calidad comparable a los de León, aunque Dédalo de Halicarnaso tenía un potente
penteres
, un quinquerreme cuya obra viva era un hombre más alta que la de un trirreme y que contaba con dos pesados escorpiones.
[3]
El
Gloria de Deméter
iba en el centro de la segunda línea.

Los capitanes de León no precisaban órdenes especiales. Todos eran capaces de ver la dirección del viento y el poderío del armamento enemigo. Había pocas opciones y eran profesionales.

Sátiro iba a la derecha de la línea, y el barco contiguo era un antiguo navío de guerra alejandrino, construido a toda prisa y vendido con la misma premura después de la campaña del año anterior. Se llamaba
Tallo de Hinojo
y estaba al mando de su extravagante amigo Dionisio, que le gritó.

—Más pan que muelas, ¿eh?

—Penetra, iza la vela y pon rumbo a casa —contestó Sátiro, gritando a su vez.

La flota enemiga estaba a menos de dos estadios delante de ellos. Los ojos pintados sobre sus espolones se veían nítidamente a la luz dorada. A pesar de todo, que los barcos de León avanzaran derechos hacia ellos parecía haberlos sumido en cierta confusión.

—Diez barcos más —dijo Sátiro.

Diocles asintió, pero Abraham meneó la cabeza.

—¿Qué?

—Se refiere a que se los ve tan poco coordinados que si tuviéramos diez barcos más podríamos aprehenderlos, o al menos enfrentarnos a ellos.

Diocles escupió por la borda, aparentando indiferencia.

Sátiro echó a correr por la cubierta central.

—¡Kalos, oficial de cubierta! Que todos los hombres que tengan yelmo se lo pongan. Maestro remero, organiza turnos en las bancadas—. Si realmente penetraban en las líneas enemigas, toda su eslora quedaría expuesta a los arqueros enemigos. Regresó a popa y puso una mano en los timones de espadilla—. Eso te incluye a ti, Diocles. Ponte la armadura.

—Tienes el timón —dijo Diocles.

—Tengo el timón, contestó Sátiro.

Y el timonel moreno echó a correr por la cubierta.

Los alejandrinos se iban aproximando a un ritmo constante, reservando energías. Las seis columnas enemigas todavía se estaban desplegando. Las dos columnas centrales se habían embarullado y retrasaban la formación, y, como consecuencia, el centro se rezagó y los flancos se extendieron por ambos costados: lo peor que podía ocurrirle a la flota menor, bien fuera a propósito o por accidente.

—León está haciendo señales —gritó Abraham. Llevaba puesto el yelmo, y su voz resonó de una manera extraña.

Sátiro llevaba su yelmo en la mano, y trepó a un obenque para observar el brillante escudo de bronce que destellaba a bordo del
Loto Dorado
.

—Punta de flecha —dijo, y los destellos seguían sucediéndose sin cesar.

—¡Por el nombre impronunciable! —murmuró Abraham.

Diocles regresó, abrochándose el peto de escamas.

—Naturalmente, llevando esta mierda, si caigo por la borda, me voy a pique. —Levantó la vista—. Por Poseidón, el mar será mi tumba.

Sátiro interpretó la señal y saltó del guardamancebo.

—Punta de flecha; seremos la punta de la segunda línea. No va a entablar combate con el centro; lo intentará por el extremo sur de la línea. Al menos, eso es lo que creo que quiere decir. ¡Preparados para virar a estribor!

Sátiro gritó esto último con autoridad.

Diocles se abrochó la última hebilla. Encajó el coselete en las caderas para afianzar el
pteruges
y acto seguido puso las manos en los remos de espadilla.

—¡Tengo el timón! —dijo.

Sátiro negó con la cabeza.

—Después del viraje —respondió—. Busca mis grebas, ¿quieres?

Diocles se agachó y se puso a hurgar en los petates de cuero que iban encajados debajo del banco del timonel.

Sátiro estaba atento a las señales. Ahí la tenía. El buque insignia emitió un solo destello y todos los barcos de la línea viraron a estribor, de modo que las dos líneas de diez barcos que avanzaban hacia el este volvieron a ser dos columnas de diez barcos con rumbo al sur.

El escudo emitió otro destello, repitiendo la orden. En la columna contigua, el
Empeño de Heracles,
al mando de Terón, se retrasó en el viraje y faltó poco para que chocara contra el
Gloria de Deméter
. Los dos barcos pasaron rozándose, con las palas de los remos enmarañadas, pero el impulso que llevaban los salvó y los remeros de Terón recuperaron el ritmo.

Abraham negó con la cabeza.

—¡No puedo mirar! —dijo—. ¡Eso no es como luchar contra elefantes!

El año anterior, Abraham había demostrado su valentía en Gaza, donde capturó los elefantes de Demetrio el Rubio, ganándose un lugar en la lista de los héroes de Alejandría.

El escudo volvió a emitir destellos, repitiendo la orden, y de pronto cesaron.

—Cuando gustes —dijo Diocles.

—Toma el timón —dijo Sátiro.

—Tengo el timón —dijo Diocles, al tiempo que agarraba los remos de espadilla.

—¡Tienes el timón! —dijo Sátiro, y echó a correr hacia el puesto de mando situado a media eslora del barco—. ¡Atentos a la señal! Neiron, la próxima señal exigirá que aminoremos.

—¡Sí, señor!

Neiron, el maestro remero, era cardio, un prisionero de guerra que había decidido unirse a sus captores. Rara vez llevaba gorro o yelmo, y tenía el hábito de rascarse el cogote, cosa que hizo entonces.

El yelmo de bronce emitió un único destello.

—¡La he visto! —gritó Neiron—. ¡Todas las bancadas! ¡Dejad de remar!

Detrás de ellos, el
Tallo de Hinojo
efectuó un cuarto de virada, saliendo de la línea hacia el norte, y el que le seguía efectuó la misma maniobra hacia el sur, de modo que en cuestión de segundos quedaron casi de costado, a unos pocos largos de remo del
Halcón
. Los otros dos barcos se situaron en sus aletas, completando la forma de cuña de la segunda línea de Sátiro.

Con independencia de lo que les aguardara, la maniobra se ejecutó bien y, pese a algunas cuestiones de espaciado debidas al tamaño del
Gloria de Deméter
, formaron en cuña antes de que el enemigo pudiera reaccionar. Delante de ellos, la columna de León, mejor entrenada, los había cubierto antes de formar en cuña a su vez, de modo que el
Loto Dorado
quedó en medio de la primera línea y el
Halcón Negro
en medio de la segunda cuña, con todas las naves avanzando a remo hacia el este, contra el flanco de la línea enemiga.

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