Tirano IV. El rey del Bósforo (27 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tameax se sonrojó y las venas de las sienes le palpitaron.

—No puedo eludir mis sentimientos —dijo.

—Me recuerdas a ese chico —replicó Melita—. Él tampoco es capaz de dominar sus sentimientos. La diferencia es que a él lo han maltratado toda la vida; por ser el más menudo, supongo. ¿Cuál es tu excusa?

Tameax hizo un esfuerzo, un esfuerzo que se notó a través de sus pieles en cada línea de su cuerpo. Se irguió en la silla.

—Voy a buscar al chico —dijo, con el rostro todavía colorado.

—Bien —respondió Melita, y regresó a cortar leña.

Aquella noche, Thyrsis, el hijo de Ataelo y Samahe, fue a verla con una docena de guerreros, hombres y mujeres jóvenes de distintas tribus, si bien parecía predominar la de los Gatos Esteparios.

Thyrsis era un apuesto muchacho con excelentes modales y el tipo de físico con que soñaban los chicos de su edad. Sobresalía en los juegos, había matado sármatas en más de un asalto y sus ojos castaños eran capaces de aquilatar y analizar; Melita lo había visto considerar cómo reparar una vaina de espada, fijándose en el cuidado que puso al cortar y en el buen trabajo realizado con una lámina de bronce.

De hecho, su superioridad en todo saltaba a la vista y, excepto Scopasis, todos los guerreros jóvenes de ambos sexos la tenían asumida. Scopasis, aunque más joven, no aceptaba órdenes de Thyrsis y se negaba a cabalgar con él.

Thyrsis entró y se sentó junto a Melita, que añadía escamas al coselete que le había hecho Samahe, poniendo hombreras al jubón. Apoyaba la espalda contra la de Nihmu, que cosía una camisa de ante, y así se daban calor y estabilidad. Al otro lado del fuego, Ataelo revisaba sus flechas, comprobando el estado de los astiles, mientras Coeno fundía bolas de plomo para las hondas en un molde de piedra, y el olor penetrante del metal caliente llenaba la yurta.

Samahe había estado explorando todo el día, adelantándose bastante al clan, y ahora dormía envuelta en sus pieles y mantas.

—Saludos, señora —dijo Thyrsis respetuosamente. Había algo en él, quizá la deferencia con que la trataba, que hacía que Melita se sintiera mucho mayor que el muchacho.

—He traído nuevos guerreros —dijo Thyrsis, mirando a su padre.

—Y nada de carne —apostilló Ataelo con ironía.

—La noticia de tu llegada corre como el fuego en la hierba agostada —prosiguió Thrysis—. Si quisieras cabalgar dos días hasta el poblado de invierno de los Gatos Esteparios, podríamos reclutar cien jinetes, o incluso el doble.

Melita sonrió, tosió cuando una ráfaga de viento logró colarse en la tienda para empujar el humo hacia sus ojos y su boca, y negó con la cabeza.

—¿Y luego? —preguntó.

—¡Anda! Luego podemos luchar contra Marthax —contestó Thyrsis.

—Marthax tiene quinientos jinetes, cada uno con tres caballos de batalla tan buenos como
Grifón
o
Águila
, el corcel de tu padre. Lo último que deseo es declararle la guerra.

Thyrsis meneó la cabeza y comenzó a quitarse pieles; un minuto junto al fuego bastaba para que la ropa de abrigo hiciera sudar a mares.

—¿Entonces a qué vamos? ¿Marthax te cederá cobardemente la realeza?

—¿Por qué crees que sería un acto de cobardía? —preguntó Melita. Detrás de Ataelo, se abrió la portezuela de la tienda y entró Scopasis, que fue a sentarse al lado de Ataelo. Melita se volvió de nuevo hacia Thyrsis—. Es posible que Marthax haga lo mejor por el pueblo. No tiene otro heredero.

Thyrsis contemplaba el fuego.

—Pero… les he prometido que lucharíamos. Son jóvenes y ardorosos.

Melita miró a Ataelo. Ejercer de señora ya estaba siendo bastante más complejo de lo que había esperado, y deseó que su hermano, dado a la reflexión y hábil para leer los pensamientos ajenos, estuviera allí con ella—. Tienes ganas de lucha —dijo Melita—. Reclutas guerreros jóvenes porque quieres ser caudillo, igual que tu padre, y comandarlos en la guerra. —Melita suspiró—. Descuida que no tardaremos en entrar en guerra.

Thrysis asintió.

—¿Saldrías a montar con mis guerreros mañana? —preguntó.

—Me encantaría conocerlos, Thrysis —contestó Melita—, pero estoy aquí para ser la señora de todos los asagatje, no solo de los jóvenes.

Scopasis la observaba tal como un águila observaría a un ratón. Molesta, Melita reanudó su labor con la armadura, pasando con cuidado una tira de cuero recién cortada a través de la escama siguiente y fijándola en su sitio, para luego apretar bien los nudos. Nadie más habló.

—¿A cuánto estamos de Marthax? —preguntó Nihmu.

—A diez jornadas a caballo, aunque luego habrá que buscarlo. Tal vez esté en el Poblado Real de Invierno, pero tal vez no —dijo Ataelo, que se encogió de hombros.

Melita nunca había ido tan al oeste en su juventud.

—A estas alturas ya sabrá de nosotros —dijo.

Ataelo asintió.

—Dijiste que fuéramos derechos hacia él —contestó.

A escasos días de encontrarse con el rey de los asagatje, las dudas de Melita afloraron como una nube que enturbiara sus esperanzas.

—En efecto —dijo.

—No es demasiado tarde para torcer hacia el sur y buscar a Urvara —agregó Ataelo—. Ella te escoltaría con mil guerreros.

Melita negó con la cabeza.

—En primavera. Nadie puede cabalgar con mil guerreros en invierno salvo si cuenta con griegos que lo aprovisione. Y mi hermano vendrá en primavera; lo presiento, como si le leyera la mente. Tenemos que estar preparados cuando él lo esté o fracasaremos los dos. Debo unir a los asagatje antes de que se derrita la nieve y el suelo se endurezca.

—Corres un riesgo muy grande —señaló Ataelo.

Melita levantó la vista y se topó con los ojos de Scopasis.

—Sí, es verdad —contestó.

Al día siguiente Scopasis surgió de una ventisca a galope tendido.

—Jinetes detrás de nosotros —dijo a Melita, y luego, a Ataelo—: Avanzan deprisa. Al menos cincuenta.

Ataelo se rascó la barba rala y enarcó una ceja.

Melita se encogió de hombros.

—¿Quién puede ser, viniendo del sur, excepto Urvara?

Ataelo dijo:

—¿No quieres a Urvara?

Melita se encogió de hombros.

—Tal vez los dioses hayan tomado esa decisión por mí —dijo.

De todos modos, el grueso de los guerreros formó en tres líneas impecables bajo el estandarte de cola de lobo de Ataelo. Ataelo había servido durante años a las órdenes de comandantes griegos y había aprendido mucho de sus ideas sobre el causar impresión, sobre tácticas e incluso sobre formaciones. Su clan de marginados se había convertido en una formidable unidad de combate. De modo que formaron en lo alto de un risco nevado, mientras el otro grupo ascendía al paso por la ladera, con sus caballos negros sobre la nieve blanca hasta que estuvieron bastante cerca.

Scopasis había situado a su caballo de batalla detrás del de Melita en la formación. Se inclinó hacia delante.

—Esa es Urvara —dijo.

—¿La odias? —preguntó Melita sin volver la cabeza.

Scopasis hizo una pausa.

—No —contestó ecuánime—. No. Maté a aquel hombre. ¿Qué otra sentencia podía haber pronunciado?

Melita reflexionó. Scopasis no era un vulgar asesino. Le habían bastado dos días para percatarse de ello. Pero no era buen momento para pensar en él.

—Quédate aquí —dijo al chico. Lo último que necesitaba en una negociación con el mayor clan de la estepa era tener a su lado a uno de sus exiliados.

Reunió a Nihmu y Coeno, a Samahe y Ataelo llamándoles la atención, a uno tras otro, con una simple mirada, y luego hizo bajar a
Grifón
a medio galope por la colina, con la nieve volando a su alrededor, hasta que alcanzó a la alta mujer rubia que iba sentada bajo el estandarte del Gato Estepario, envuelta en un manto escarlata de lana griega con ribetes de armiño. A su lado montaba un hombre que rivalizaba en testarudez helena con Coeno, con una capa tracia, un quitón de lana y botas, pero sin pantalones.

Urvara no vaciló, sino que hizo avanzar a su caballo y abrazó a Melita en cuanto la tuvo a su alcance, y luego, la majestuosa mujer abrazó a Nihmu con el mismo entusiasmo.

—¡Eumenes! —dijo Melita. Eumenes era parte integrante de su infancia y su adolescencia—. ¿No se suponía que debías estar en el campo de batalla con Diodoro?

Solo después haberlo dicho se dio cuenta de que llevaba más de un mes sin hablar griego. Eumenes se rio.

—¡Podría preguntarte lo mismo! Me siento como un esclavo enviado al ágora a buscar al hijo tunante del amo. ¡Safo me envió!

Urvara los miró a los dos.

—Después ya habrá tiempo para esto. Melita, nadie de mi clan se opondrá a tu reivindicación pero ¿por qué no acudiste a mí?

Melita tomó ambas manos de Urvara, manos ásperas y suaves como las de Samahe y las de su madre.

—Ni quiero una guerra contra Marthax —explicó Melita—. Quiero que me ceda su título sin guerrear. —Melita se encogió de hombros—. Y él te odia.

Urvara meneó la cabeza.

—¡Bah! Marthax y yo hemos cooperado bien durante diez años, aunque no haya amor entre nosotros.

Melita se sacudió la nieve de la capucha.

—Si llego a su campamento con mil caballos, no tendrá más elección que luchar. Si llego con cincuenta, hablará conmigo.

Urvara negó con la cabeza.

—No, querida. Lo siento, pero no. Te matará y ocultará tu cuerpo. Ya no es el hombre que solía ser.

—Sin embargo, dices que cooperáis —repuso Melita.

—Coopera conmigo porque necesita a mis guerreros. Mi tribu ha crecido. Gracias a Eumenes y a sus olbianos somos ricos, tenemos hijos y crecemos.

Alargó una mano y Eumenes se la estrechó.

Melita meneó la cabeza con un ademán de frustración.

—¿Y ahora qué?

Ataelo se encogió de hombros.

—Para cabalgar —dijo en su pésimo griego—. Para nevar. —Señaló la escolta de Urvara, cincuenta caballeros con armadura completa—. No bastantes para hacer la guerra, pero bastantes para hacer la paz —dijo, pronunciando
eirene
de una manera casi cómica.

Eumenes asintió.

—Marthax no se atreverá a matarte con nosotros como escolta —dijo.

Melita no pudo dejar de sentir un gran alivio.

—¡Pues cabalguemos!

Aquella noche acamparon junto al Borístenes, tan solo a veinte estadios del campo de batalla del vado del Río Dios. Había leña en abundancia.

Eumenes contempló el paisaje con Melita mientras la noche caía sobre el campamento. Aquella tarde no era cuestión de que Melita fuese a cortar leña. Su posición había vuelto a cambiar con la llegada de Urvara.

—¿Cómo es que estás aquí? —preguntó Melita a Eumenes en griego.

Eumenes se arrebujó con su capa.

—Me hirieron durante la batalla de este verano y Diodoro me mandó de regreso a Alejandría con sus partes de novedades. Tuve suerte. Al llegar me encontré con que tú y Coeno habíais zarpado dos semanas antes, y una carta de Likeles pidiéndome que viniera a Olbia si estaba disponible; lo estaba, de modo que os seguí.

Coeno apareció como si lo hubieran anunciado al pronunciar su nombre. Había matado un ciervo y llevaba al animal atado en la grupa del caballo.

—¿Qué necesitaba Likeles? —preguntó.

Eumenes sonrió.

—A mí. Ha sido arconte tres veces, igual que Clio. Y Urvara me quería en casa. —Esbozó una sonrisa—. Dudo que vuelva a combatir, Coeno. Soy el arconte de Olbia.

Coeno correspondió a la sonrisa y abrazó a Eumenes, más joven que él.

—El sueño de tu padre —dijo.

—Mi padre fue un traidor —respondió Eumenes sin apenas amargura, exponiendo un hecho irrefutable.

Coeno se encogió de hombros.

—Buscó el poder y fracasó. —Coeno negó con la cabeza—. La rueda sigue girando, ¿eh?

Eumenes meneó la cabeza.

—No lejos de aquí, Kineas me enseñó a caer de un caballo sin hacerme daño.

—Mañana deberíamos ir al campo de batalla —dijo Coeno—. Habría que hacer un sacrificio.

Eumenes se animó.

—Es una noble idea —opinó.

—Soy un hombre noble —contestó Coeno, riendo.

Melita los observaba complacida.

—¿Lo sigues teniendo presente, verdad? —preguntó a Coeno.

Pero fue Eumenes quien contestó.

—Cada día. Fue quien nos formó a todos. Lo oigo en tu voz; a veces en la de Urvara. La convirtió en señora de los Gatos Esteparios, tan solo negándose a aceptar a los demás aspirantes. Me convirtió en comandante de escuadrón. Nombró a Patroclo jefe de los
Kaloi
de Olbia. Su mano sigue siendo patente en cada aspecto de nuestras vidas.

Melita notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Eso ya lo sé. Me refería a la manera en que os burláis uno de otro… y de vosotros mismos.

Coeno asintió.

—Es curioso, pues rara vez le tomábamos el pelo. Pero cierto, no obstabte. Eres sabia.

—Estoy en ello —dijo Melita.

Durante la cena se pusieron de acuerdo en ir juntos al campo de batalla y ofrecer sacrificios en el santuario y el trofeo, a pesar del mal tiempo. Tameax consideró que tal muestra de respeto hacia el pasado sería del agrado de los espíritus, y Coeno insistió en que los dioses y héroes griegos compartirían su opinión.

Al día siguiente se levantaron temprano, quitaron los postes de las yurtas húmedas a oscuras y las liaron en torpes fardos. Los caballos se esforzaron para arrastrar los trineos hechos con los postes de las tiendas, y Coeno se llevó a un grupo de cazadores río arriba antes de que hubieran terminado de cargar a la última bestia de tiro. Regresó cuando despuntaba el día con otro ciervo a lomos de una remonta y un par de cabras en canastos que había conseguido en el pueblo sindi que estaba a orillas de un meandro del río.

—Hace veinte años, aquí no había un solo pueblo —dijo a Eumenes, que estaba ajustando su cincha junto a Melita.

Eumenes bostezó y negó con la cabeza.

—No. Una generación más, y este valle estará lleno.

—Los sindi deben reproducirse cono conejos —respondió Coeno.

Urvara rio con amargura.

—Tal vez —dijo—, pero muchos de esos supuestos sindi son parte de mi pueblo; echan raíces para cultivar la tierra. —Suspiró—. Siempre ha habido quien lo hiciera, pero nunca en tales cantidades.

Llegaron al santuario a media mañana. Melita había oído hablar durante toda su vida sobre la gran batalla que se librara en el vado, pero ahora Eumenes y Samahe, Urvara y Ataelo, Nihmu y Coeno la conducían sobre el terreno y fue como si ella hubiese participado.

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