Tirano IV. El rey del Bósforo (29 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

—Un combate de pancracio —contestó Sátiro, sintiéndose tonto.

—¡Maravilloso! —dijo ella—. No necesito consultar con un astrólogo profesional para decir que esto es un buen presagio para tu curación. —Alcanzó algo—. Bébete esto —dijo.

El tiempo volvió a desvanecerse.

Neiron iba y venía, igual que Pantero, y cada noche se bañaba en colores en los jardines de los dioses. El tiempo transcurría ajeno a él; a veces, veía al mismísimo tiempo, el río que Heráclito había descrito, fluyendo a su lado, y cada gota era en sí misma un mar de actos y decisiones humanos que, no obstante, una vez que fluían, resultaba imposible aprehender.

Rodas; un desembarco perfecto.

Mató a la chica sármata en el prado una y otra vez, y a los dos hombres en la playa. Vio cómo violaban a Teax y oyó cómo mataban a Penélope. Una y otra vez. Y luchó con un dios. Vio a Eumeles matando a su madre. Vio morir a Filocles. Se imaginó al caudillo sármata, Upazan, matando a su padre, a quien no había llegado a conocer.

Al cabo de un rato, nada de aquello eran sucesos horrendos sino simples gotas en el río que discurría a través del campo donde estaba Heracles con su piel de león.

Y de pronto estuvo despierto, y el campo y la lucha y toda la vida y la muerte fluyeron y devinieron sueños.

—¿Dos semanas? —preguntó—. ¡Despoina, ni siquiera sé cómo te llamas!

—Puedes llamarme Aspasia —dijo ella—. Soy médico. En realidad, soy la única discípula de Asclepio que hay en Rodas. Y puedes irte de mi casa cuando gustes, pero si quieres que ese brazo vuelva a sostener un escudo, te quedarás aquí, haciendo solo un poco de ejercicio, comiendo la dieta que te prescriba y tal vez leyendo, durante dos semanas.

Era una mujer alta, tan alta como un hombre, y bien formada, pero su aire de autoridad y sus canas la situaban un poco por encima de su nivel, como si ella fuese un oficial y él un mero remero.

El tercer día que estuvo despierto, durante las horas que eran casi normales, antes de que le administrara la dosis de amapola, conoció a su marido, un capitán rodio y erudito aficionado. Era de tez morena, alto y ancho de espaldas, y se llamaba Menón.

—¡Mi padre tenía un amigo que era Menón de Rodas! —dijo Sátiro.

—Es un nombre muy común en esta isla, sobre todo entre quienes somos de ascendencia libia o etíope —explicó Menón—, aunque seguramente te refieres a Menón el polemarca de Olbia.

—¿Todavía lo es? —Sátiro estaba tendido en un diván, con la cabeza apoyada en unos cojines—. Debe de ser bastante mayor.

—¿Cincuenta años es ser mayor? —preguntó Aspasia—. En Egipto, un labriego llevaría diez años en la tumba pero, entre los griegos, tampoco es tanta edad.

Sátiro estaba resuelto a demostrar que él también tenía una educación.

—No demasiado mayor para servir en la falange, al menos en Esparta —dijo—. Reconozco mi error. —Y entonces miró al capitán Menón—. ¿Conoces a Menón de Olbia? —preguntó.

—Así es. El mundo es pequeño y, en realidad, Rodas es una ciudad pequeña. Es primo mío. Acaba de escribirme.

—¿Vas a contestarle? —preguntó Sátiro—. ¿Podría incluir una nota en tu carta?

—¡Por supuesto! —dijo Menón.

Establecida la relación, Menón enseguida se hizo amigo suyo mientras que Aspasia guardaba las distancias. Siempre se mostraba cortés pero nunca amistosa. Podía pasar una hora junto al lecho de Sátiro, mezclando medicinas, y sin embargo hablarle únicamente de cuestiones médicas. Al principio tomó su distanciamiento por desaprobación. Solo con el paso del tiempo se dio cuenta de lo que era: la máscara de la autoridad. Era una mujer que daba órdenes a hombres. No podía ser amiga de ellos.

Cuando finalmente lo entendió, asintió apreciativamente. Tendido en un diván durante dos semanas, despierto y mayormente dueño de sí mismo, tuvo tiempo de sobra para pensar, y buena parte lo dedicó a considerar la manera en que él comandaba.

Aquella tarde, lo sacó a colación mientras echaba una partida de esquifes y barcos con Menón, un juego que, al menos simbólicamente, representaba una batalla naval. El tablero de Menón estaba tallado en lapislázuli y mármol, de ahí que los cuadrados parecieran trozos de mar de distinta profundidad, y un artesano había tallado los trirremes de ébano y marfil. Cada barco era distinto, de modo que unos eran esquifes de veinte remos y los otros eran
hemiolai
piratas, birremes, trirremes.

—¿Sueles trabar amistad con tus oficiales? —preguntó Sátiro.

Menón se rio.

—No tan a menudo como quisiera. Un viaje largo puede resultar muy solitario, como bien sabes. No estoy acostumbrado a llevar un trierarca veinteañero. De todos modos, me gusta ser amigo de mi timonel, pero no siempre sucede.

—¿Alguna vez te has esforzado de verdad? —preguntó Sátiro.

Menón se rio.

—Quizá deberías hablar con mi esposa o con un sacerdote. Claro que me he esforzado, Sátiro. Cuando tienes mi edad, en cualquier caso, todo parece menos importante. Tengo a mis amigos; soy quien soy. Hay hombres que me aprecian y otros que cruzan la calle para evitarme, y así son las cosas. —Menón se encogió de hombros—. A medida que me hago mayor, me importa menos.

Sátiro hizo un ademán atribulado.

—Busco humildad, no consejos que aumenten mi aislamiento.

—¿O tu arrogancia? —preguntó Menón. Se rio. Era un hombre que se reía fácilmente, incluso de sí mismo—. Tú no eres arrogante. Lo que ocurre es que estás acostumbrado a que te obedezcan. Eso es bueno en un oficial. Tal vez un poco difícil en un amigo, ¿eh? —Se recostó, hizo su movimiento y bebió vino—. Dime, ¿es cierto que miraste fijamente a Manes hasta que apartó la vista y que lo llamaste cobarde?

Sátiro asintió.

—En efecto.

Ambos guardaron silencio y Sátiro efectuó su movimiento. Iba a perder, y saberlo le hacía jugar mejor para minimizar las pérdidas de su flota de marfil.

—Casi todos los chicos, mejor dicho, los hombres de tu edad tienen un buen relato que contar —dijo Menón.

Aspasia entró con su dosis. Mezcló la amapola con la leche de almendras junto a su cama, y Sátiro sintió crecer el ansia al olerla.

Sátiro procuró reprimir ese deseo, preguntándose al mismo tiempo cómo se las arreglaría para dejar de usar aquella sustancia. Pensaba en su dosis veinte veces al día. O más.

—Organicé una emboscada que no salió tan bien como esperaba. Suele ocurrirme; hago planes y nunca acaban de funcionar como tenía previsto. —Se encogió de hombros—. Intenté que luchara conmigo. De hecho, huyó. Eso lo convirtió en vencedor y a mí en vencido. No fui suficientemente… cuidadoso.

Menón sonrió mirando su copa de vino.

—¿Habrías liquidado a Manes tú solo? —preguntó.

Sátiro asintió.

—Para conseguir lo que quiero de los piratas, tendré que matar a Manes —explicó—. De hombre a hombre. O morir en el intento.

Menón sonrió ante tal declaración y derramó una libación.

—A Apolo y todos los dioses. Que vivamos para contar nuestras hazañas, aunque las exageremos un poco con el paso de los años.

—Si derramas libaciones en mi suelo nuevo, ve a buscar a un esclavo para que lo limpie —dijo Aspasia, aunque sonriendo a su marido. Él le devolvió la sonrisa y Sátiro sintió… ¿celos? Celos no, precisamente. Sintió que compartían algo de lo que él carecía. Algo que en realidad solo compartía con su hermana. Tomó su dosis y se dejó llevar, pensando en Melita.

Al día siguiente, Timeo y Pantero se presentaron con Neiron. Menón también acudió, aunque Sátiro sabía que estaba cargando uno de sus barcos. Se apiñaron en torno a la cama de Sátiro mientras una fría lluvia invernal azotaba los guijarros de la playa.

Timeo aceptó una copa de vino que le ofreció un esclavo, saludó a su anfitriona y miró a Sátiro asintiendo.

—Solo el hombre que llamó cobarde a Manes podría hacerme salir un día como este, colega —dijo.

Pantero fue directo al grano.

—Neiron dice que tienes una propuesta que hacernos.

Sátiro echó un vistazo a su timonel. No se imaginaba a Neiron abordando a los rodios. Carecía de iniciativa, salvo que Sátiro lo hubiese juzgado mal. Neiron se encogió de hombros.

—Si estuve fuera de lugar, ruego que me perdones, señor. Pero estos hombres gozan de tu confianza y me acribillaron a preguntas sobre Bizancio. Me pareció que lo más fácil sería decírselo.

Sátiro asintió.

—No tienes de qué disculparte. Timeo, he venido con la esperanza de que Rodas me preste una poderosa escuadra, a cambio de que yo limpie de piratas el Bósforo y la Propóntide.

Pantero se inclinó hacia él.

—¿Y cómo piensas hacerlo, exactamente?

Sátiro miró a Pantero a los ojos.

—Me los llevaré al Euxino y los usaré contra Eumeles de Pantecapea.

Timeo se echó a reír. Tenía una gran barba y los hombres decían que era un avatar de Poseidón, y ese día, con el pelo mojado de lluvia y sin el bronceado del verano, realmente lo parecía. Además se reía como un dios, con unas carcajadas que hacían temblar las vigas del techo.

—¡Eres audaz! —dijo.

Sátiro rio con él.

—Ríe cuanto quieras —dijo cuando se serenaron—. Mi plan no fallará. Si gano, los piratas desaparecerán, contratados por mí. Si pierdo, seguirán desapareciendo, en el fondo del Euxino.

—Pero quieres una escuadra nuestra —señaló Pantero.

—No venceré sin un núcleo disciplinado —dijo Sátiro—. Los piratas tienen treinta o cuarenta barcos capaces de presentar batalla, pero no son una flota. Dispondré de unos cuantos barcos propios, y espero añadir otros tantos de Lisímaco. Ninguno de mis barcos, quizá con la salvedad del
Loto
, es tan bueno como una nave rodia.

—Hemos maniobrado para evitar a toda costa ayudar a los diádocos —dijo Timeo—. ¿Por qué tendríamos que ayudarte a ti?

—Porque reabriré la ruta comercial con el Euxino, un comercio de grano que Rodas necesita tanto como Atenas. Lisímaco también lo necesita, lo mismo que Casandro. Porque me libraré de más piratas en una primavera que toda vuestra flota en un año de campaña, mediante el simple método de llevármelos conmigo.

—Sí, muchacho, pero ¿por qué íbamos a unirnos a ti? Te los llevarás tanto si te acompañamos como si no. —Timeo volvió a reír—. Y dejando los sentimientos personales a un lado, si has planeado llevártelos a luchar contra Eumeles, tal vez prefiramos que te derrote. Así los piratas mueren sin que tengamos que mover un dedo.

Sátiro asintió.

—Dos cuestiones, señor navarco. La primera, de orden moral. Algunos de esos piratas son hombres malvados; Manes, por ejemplo. Pero en su mayoría tan solo están desplazados. Alejandro armó flotas y ahora los diádocos siguen su ejemplo: los utilizan y luego se deshacen de ellos.

—De ahí que no nos agraden, muchacho —dijo Timeo.

—Pero los piratas, muchos de ellos al menos, no puede decirse que tengan la culpa. —Sátiro se dio cuenta de que aquella cuestión no suscitaba ningún interés en sus interlocutores, de modo que hizo un gesto para descartarla—. No importa, dejémoslo —dijo—. Segunda cuestión. Se aproxima el día en que vuestra neutralidad equivaldrá a tomar partido. Antígono ya ha bloqueado vuestro puerto en dos ocasiones. Si hubiese tenido máquinas de sitio, os habría atacado. Si Antígono vuelve a declarar la guerra a Egipto, deberá contar con vuestra alianza o vuestra sumisión.

—Cierto —admitió Pantero.

—Y yo no soy uno de los diádocos. Soy el sobrino de León y, cuando sea rey del Bósforo, puedo garantizaros una flota amiga y un suministro de grano ininterrumpido. Cuando Antígono dé el paso y Rodas esté sitiada, me necesitaréis.

Sátiro se recostó y cruzó los brazos.

Pantero se rascó la barba.

—¡Piratas! —exclamó.

—Mercenarios —repuso Sátiro—. Dédalo es un exiliado de Pantecapea. ¿Por qué uno es mercenario y el otro pirata?

—Podrías hacer carrera como sofista —contestó Timeo—. Un pirata es un pirata. Puedes llamar igual a los perros pastores que a los lobos, pero cuando vienen los lobos de verdad, todo el mundo sabe cómo huelen.

—El aliado que necesitamos es Lisímaco —terció Pantero—. Y odia a Demóstrate tanto como nosotros.

—¿Y si pudiera mostraros una alianza con Lisímaco? —preguntó Sátiro—. Se la he pedido. Eumeles ha atacado sus posesiones tracias en el Euxino; por el momento solo han sido incursiones, pero tarde o temprano desembarcará para quedarse. Mientras Demóstrate controle el Bósforo, Lisímaco no puede reforzar sus guarniciones. Pero si yo me llevo a Demóstrate, Lisímaco se convertirá de inmediato en el amo de sus propias costas.

Pantero miró a su co-navarco.

—Empiezo a verlo —dijo.

Timeo meneó la cabeza.

—Es complejo.

Menón, que había permanecido callado hasta entonces, intervino.

—Lamento revelar una confidencia, Sátiro, pero ante todo soy rodio. Me has dicho que tus planes a menudo son demasiado complejos. —Se encogió de hombros—. ¿Podrás llevar este a cabo?

Neiron negó con la cabeza.

—Sus planes son excelentes. Ningún hombre, ni siquiera los dioses, puede prever todas las contingencias. —El cardio miró en derredor—. Planeó la emboscada contra Manes y falló. Pero ninguno de vuestros capitanes ha hecho que el Terror se arrodille. Y este hombre lo hará.

Sátiro miró a su timonel, jurando darle cualquier cosa que le pidiera. Neiron habló mejor en aquel consejo extranjero de lo que incluso Diocles lo habría hecho, pues Diocles habría estado condicionado por su servicio a Rodas.

—Es cierto que trazo planes complejos —admitió—. Soy un hombre que trata de reinstaurar su reino. Si Olbia tuviera una carretera directa a Alejandría, no os molestaría a vosotros, ni tampoco a Demóstrate.

Timeo asintió.

—De acuerdo. Nos has dado algo sobre lo que reflexionar. ¿Cuándo zarpas?

Sátiro se las arregló para sonreír.

—Zarparé cuando Aspasia me dé permiso.

Timeo y Pantero cruzaron una prolongada mirada.

—¿Alejandría? —preguntó Pantero.

—Sí —contestó Sátiro.

—¿Tal vez podrías traernos un cargamento? Y nos volvemos a ver dentro de un mes —propuso Timeo.

—¿Un cargamento desde Alejandría? ¿En invierno? —preguntó Sátiro. Los mares al sur de Chipre eran mortales en invierno—. Os cobraré un plus por cada mina de grano.

Timeo se encogió de hombros.

—Lo restaremos de nuestra tarifa por la escuadra —dijo—. Si es que nos ponemos de acuerdo.

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