Como miembro del ejército de Alejandro de Macedonia, Kineas ha sido testigo de las acciones del dios de la guerra: escenas de heroísmo, como salidas de la mente de Homero, y otras de horror, más tenebrosas que sus propias pesadillas. Dos coronas de laurel, así como algunas cicatrices que perdurarán por siempre, reconocen su valor al mando de la caballería griega. Pero, al regresar a Atenas, Kineas encontrará que la recompensa a los servicios prestados no es la gloria sino la vergüenza y el exilio. Sin nada más que su reputación militar, Kineas accederá a conducir un grupo de veteranos hacia la ciudad de Olbia cuyo Tirano está ofreciendo dinero a quien entrene a su caballería de élite. Pronto Kineas y sus hombres se verán involucrados en las confabulaciones del Tirano contra sus propios ciudadanos, en tanto que la destrucción amenaza a Olbia desde fuera. Mientras Alejandro ha estado conquistando el mundo, Macedonia se ha tornado hambrienta de oro y grano, y Olbia está en su camino. Kineas se enfrente entonces a la máquina de guerra más mortifica que jamás haya existido con un ejército recién entrenado, un puñado de mercenarios y los imprescindibles escitas, antiguos aliados de Olbia. Apesadumbrado por las oscuras profecías de una vidente escita y perseguido por una deslumbrante mujer guerrera cuyo amor podría traer la muerte, Kineas deberá urdir un osado plan a fin de evitar el destino que los dioses parecen haber preparado para él.
Christian Cameron
Tirano I
ePUB v1.0
rodricavs01.09.12
Título original:
Tyrant
Christian Cameron, 2008
Traducción: Borja Folch
Editor original: rodricavs (v1.0)
ePub base v2.0
A mi madre
333 a.C.
El cielo, por encima de la polvareda, era azul. En la lejanía, al otro lado de la llanura, las montañas se alzaban teñidas de púrpura y lavanda, las más distantes coronadas de rojo por el sol poniente. Allí arriba, en el éter, todo era paz. En el cielo, a su derecha, un águila volaba perezosamente en círculo; era el mejor de los augurios. Más cerca, había aves de peor agüero.
Kineas sentía que mientras mantuviera su atención en el reino de los cielos estaría a salvo del miedo. Los dioses siempre le habían hablado: despierto, mediante augurios, y dormido, en vívidos sueños. Hoy necesitaba a los dioses.
El ruido y el movimiento que había a su derecha le distrajeron, y bajó los ojos de la seguridad de los espacios vacíos hasta las riberas del río Pinaro, los llanos, el matorral, la playa, el mar… Justo enfrente de él, separados sólo por la anchura del río, aguardaban treinta mil jinetes persas; eran tantos que, en las faldas de una colina al otro lado del Pinaro, llegaban a verse las filas que cerraban la formación más allá de la nube de arena que habían levantado. Se le encogió el estómago y se le revolvieron las tripas.
Se tiró un pedo y, avergonzado, torció el gesto.
Niceas, su hipereta, soltó un gruñido que bien pudo ser una risa.
—Cuidado, Kineas —dijo señalando a la derecha—. El jefe.
Jinetes, un escuadrón de unos veinte, las clámides centelleantes con sus adornos de oro, los corceles magníficos, cabalgaban a medio galope cruzando la llanura hacia el linde de la playa donde la caballería aliada aguardaba su sino.
Sólo uno llevaba la cabeza descubierta; sus rizos rubios eran tan brillantes como el oro de la cabeza de gorgona que sujetaba su clámide púrpura, y sobre el lomo del caballo, una piel de leopardo. Los condujo a través de la arena endurecida hasta el general del ala izquierda, Parmenio, apenas a medio estadio de allí. Parmenio sacudió la cabeza y con un ademán indicó las hordas de la caballería persa, y los rizos rubios se agitaron cuando rió.
El rubio gritó algo que el viento se llevó consigo y los tesalios de la escolta de Parmenio le aclamaron y corearon su nombre: «¡Alejandro! ¡Alejandro!». Luego regresó a medio galope por la playa hasta alcanzar a la caballería aliada, tan sólo seiscientos jinetes al frente del flanco izquierdo.
Pese a todo, Kineas sonrió cuando el rubio cabalgó hacia él. A sus espaldas, los hombres de la caballería aliada comenzaron a vitorearlo: «¡Viva Alejandro! ¡Viva Alejandro!». No tenía sentido, pocos de ellos eran de ciudades con alguna razón para amar a Alejandro.
Alejandro cabalgó hasta el frente derecho de la caballería aliada y levantó el puño. Los jinetes le aclamaron a voz en cuello.
Él sonrió lleno de júbilo, encantado ante su aprobación. —¡Ahí está el Gran Rey, hombres de Grecia! ¡Y al final de este día, nosotros seremos amos de Asia y él no será nada! ¡Acordaos de Darío y de Jerjes! ¡Recordad los templos de Atenas! ¡Adelante, helenos! ¡Ha llegado la hora de la venganza!
Y cabalgó con soltura, le espalda erguida, su clámide púrpura ondeando en la brisa, cada centímetro un rey, a medio galope delante de la caballería, deteniéndose para decirle esto a uno, eso a otro.
—¡Kineas! ¡Nuestro ateniense! —exclamó.
Kineas saludó cruzando su pesada machaira sobre el pecho.
Alejandro se detuvo sujetando su caballo con las rodillas, un caballo que era dos palmos más alto que el de Kineas y que valía cien daricos de oro. Pareció reparar en las nutridas huestes persas por primera vez. —Hoy tengo conmigo a pocos atenienses, Kineas. Sé digno de tu ciudad.
Cuadró los hombros y avanzó sobre su montura. Mientras recorría el frente, los vítores recomenzaron: primero la caballería aliada, luego los tesalios, y después a lo largo de la llanura hasta las falanges: «¡Alejandro!». Se detuvo otra vez para hablar, gesticuló con los brazos, echó la cabeza hacia atrás con aquella risa que tan bien conocía hasta el último de sus hombres. «¡Alejandro!».
Prosiguió cabalgando más deprisa, lanzando su caballo blanco a galope tendido, con su escolta siguiéndolo como la clámide sujeta al cuello, mientras todos los hombres del ejército gritaban su nombre: «¡Alejandro!».
Parmenio soltó un gruñido de desdén y azuzó a su caballo.
Hizo ademán al hiparco aliado y a sus oficiales de que se aproximaran. A continuación señaló hacia los persas y dijo:
—Demasiado fondo, demasiado apiñados. Dejemos que lleguen a la orilla del río y que carguen. Lo único que hay que hacer es aguantar hasta que el niño haga el trabajo.
Kineas era más joven que «el niño», y no estaba seguro de poder retener la comida en el vientre, y mucho menos aún impedir que miles de medos inundaran la llanura para luego penetrar por la fuerza en los flancos de la falange. Era dolorosamente consciente de que estaba allí, al mando de cien jinetes, porque su padre era muy rico y muy impopular por su apoyo a Alejandro, y no gracias a méritos propios. Entre los jinetes áticos que tenía a sus órdenes se contaban numerosos amigos de infancia. Temía estar a punto de conducir a una muerte segura a Diodoro y Agis, a Laertes y Graco, a Clístenes y Demetrio, todos con los que había jugado a ser hippeis mientras sus padres dictaban las leyes y comerciaban.
La voz de Parmenio le hizo volver al presente.
—¿Me entendéis bien? —Su griego macedonio seguía chirriando incluso después de un año oyéndolo—. En cuanto lleguen a la mitad del río, atacáis.
Kineas regresó al frente de su escuadrón casi incapaz de controlar a su caballo. La ansiedad y la impaciencia se turnaban para debilitarlo y embriagarlo. Deseaba que fuese cuanto antes. Deseaba que hubiese terminado.
Niceas escupió mientras cabalgaba.
—Vamos al sacrificio —dijo, y se llevó una mano al amuleto que colgaba de su cuello—. El niño rey no quiere perder a ninguno de sus amados tesalios. Y, al fin y al cabo, nosotros no somos más que unos insignificantes griegos.
Kineas ordenó con un gesto a su soldado esclavo que fuese en busca de agua, y las manos le temblaron al beberla. A lo lejos, hacia la derecha, se oían gritos: una insistente aclamación y voces griegas cantando el peán. Eso podía proceder de cualquiera de los bandos. Había muchos griegos entre los persas. Seguramente más atenienses con el Gran Rey que con Alejandro. Kineas miró al frente y trató de concentrarse de nuevo, pero las falanges macedonias se movían a su derecha haciendo temblar el suelo, más un alboroto que algo visible a través de la nube de polvo que habían levantado con sus primeros pasos. La bruma de la batalla. El Poeta habló de ella.
La bruma de la batalla. El Poeta habló de ella, y Kineas al fin la veía. Era aterradora y grandiosa al mismo tiempo. Y se elevaba hacia el cielo como el humo de un sacrificio o una pira funeraria.
Sin embargo, no lograba poner su mente por encima del polvo hasta alcanzar el azul.
Él estaba allí, en la playa, y los persas se acercaban. Y a pesar del temblor de sus manos, su mente seguía los acontecimientos de la batalla. Veía a los taxeis macedonios en el centro, atravesando nubes de polvo. Oía el griterío de los hombres que seguían al rey en su avance, y percibía la batalla con todos los sentidos mientras ésta se extendía hasta subir por las colinas lejanas. Y el encontronazo llegó cuando el centro entró en combate, los griegos del Gran Rey se alzaron como un muro ante las picas macedonias.
Los persas del frente de Kineas se tomaron su tiempo. Kineas tuvo ocasión de observar cómo la falange se arrojaba al lecho del río y se esforzaba en cruzar la grava y subir por la ribera opuesta, tiempo que le permitió ver a los griegos chocar contra la infantería persa, que los hizo parar en seco; hombres muertos caían hacia atrás por los empinados ribazos y arrastraban consigo a las filas que trepaban detrás de ellos. Vítores al viento en algún lugar más a la derecha.
—Vista al frente —dijo Niceas. Besó su amuleto.
Tan sólo a un estadio delante de él, un único jinete persa entró al trote en el río y comenzó a vadearlo. Gesticulaba y gritaba, y el grueso de la caballería persa iba bajando despacio por aquel paso más somero, adentrándose en el Pinaro.
Filipo Kontos, el noble macedonio al mando de la caballería aliada, levantó la mano. El cuerpo entero de Kineas dio una tremenda sacudida y el caballo respingó una vez, y luego otra, al transmitirle su tensión a la bestia a través de las rodillas. Hasta entonces sólo se había enfrentado a la caballería persa en una ocasión. Le constaba que eran mejores jinetes que la mayoría de los griegos y que sus caballos eran más grandes y feroces. Rezó a Atenea.