Tirano (8 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Regresó desnudo hasta donde estaban acampados los hombres. En el equipaje tenía varias prendas buenas que ponerse con la túnica. Un par de buenas sandalias, recias y ligeras, con ataduras de cuero rojo que ayudaban a disimular la cicatriz de la pierna, aunque el único manto que tenía era su clámide de campaña, que antaño había sido azul y ahora era de un tono desvaído entre el celeste y el marfil. También tenía, eso sí, un magnífico broche para la clámide: dos cabezas de Medusa de plata bruñida, obra del mejor escultor y fundidor de Atenas. Se lo puso a la vieja clámide mientras musitaba una plegaria y se la echó por encima de los hombros ante la atenta mirada de Diodoro y Niceas, que había encendido una fogata. Los demás hombres se habían ido al mercado a beber. No habían sido invitados al simposio y, como en su mayoría eran de tan buena cuna como Calco, estaban contrariados. Agis, Laertes y Graco habían conocido a Calco de niño. Les ofendía verse tratados como inferiores.

Diodoro tenía una jarra de buen vino, y él, Coeno y Niceas se la fueron pasando mientras Kineas acababa de vestirse.

Niceas le entregó un broche de calidad para que se lo pusiera en la clámide, botín de Tiro, a modo de regalo de huésped para Calco.

—Guarda las Medusas para un anfitrión más digno —dijo.

Kineas se preguntó qué pensaría Calco si supiera que el ateniense hijo de esclavo a quien hospedaba en su granja le consideraba mal anfitrión. Seguramente soltaría un resoplido desdeñoso. Sus cavilaciones sobre Calco se vieron interrumpidas.

—Mira eso —exclamó Niceas.

Kineas se volvió y miró por encima del hombro. Un jinete solitario trotaba hacia el potrero. Coeno se echó a reír.

—¡Ataelo! —bramó Kineas.

El escita alzó una mano polvorienta a modo de saludo y pasó las piernas por encima del costado del caballo saltando al suelo con suma agilidad. Golpeó la ijada del caballo con una fusta corta y la bestia se volvió para entrar al paso por la verja del cercado.

—Buen caballo —dijo. Tendió la mano para que le pasaran la jarra.

Coeno se la pasó de inmediato sin vacilar ni un instante. El escita bebió un buen trago y se limpió la boca con la mano. En tonces Coeno le dio un abrazo de oso.

—¡Creo que me caes bien, bárbaro! —dijo.

Kineas meneaba la cabeza.

—Pensaba que habías robado el caballo.

El escita o bien no le entendió o bien pasó por alto el asunto.

—¿Adónde vais? Marcháis mañana, ¿sí? ¿Sí, sí? —Kineas era consciente del rumor de conversaciones procedente del camino de acceso a la casa. Isocles y su familia llegaban puntuales y él iba a retrasarse.

—Olbia —dijo.

El escita le miró. Pasó la jarra a Diodoro como si siempre hubiese pertenecido a su círculo.

—Largo —dijo—. Lejos.

Su griego no era bárbaro. Pronunciaba bien las pocas palabras que sabía, pero desconocía por completo las complejas reglas de los casos que regían el uso de los sustantivos.

—¿Diez días? —preguntó Diodoro. Era lo que los mercaderes le habían dicho.

El escita encogió los hombros. Volvía a tener los ojos puestos en el caballo.

—¿Nos guiarás? —preguntó Kineas.

—Yo ir por ti. Tú ir. Caballo bueno. ¿Sí?

—Me parece que eso es un trato, jefe —dijo Niceas asintiendo—. Ya me encargaré de no quitarle el ojo de encima a este espabilado, ¿te parece?

Ataelo sonrió.

—¡Pienso por caer bien también, heleno! —le dijo. Coeno. Se marcharon juntos hacia las tabernas del pueblo.

Niceas miró a Diodoro.

—Supongo que nos toca vigilar el campamento.

—¿Mientras yo acudo a esa cena? Excelente. —Kineas son rió—. Será un explorador de primera si logramos controlarlo.

Niceas aguardó a que Coeno y el escita no pudieran oírles antes de proseguir.

—Es la mar de listo.

Kineas había percibido cierta inteligencia en su rostro pero le sorprendió que Niceas lo corroborara.

—¿Cómo de listo?

Niceas señaló hacia el caballo.

—Si se hubiese quedado con nosotros, ¿nos habríamos fiado de él en las llanuras? Pero ahora ya ha demostrado que puede largarse, ¿no? Es razonable pensar que confiaremos más en él.

Kineas no lo había pensado de ese modo, pero estuvo de acuerdo.

—Eres tan buen filósofo como ese chaval espartano, Niceas. Niceas asintió.

—Siempre lo he pensado. Y si él es filósofo, yo soy el Hiparco de la Guardia.

—Ilústrame.

Kineas estaba prácticamente de puntillas, pues estaba ansioso por llegar a casa de Calco sin demasiado retraso, pero Niceas no era muy dado a trabar conversación y cuando hablaba merecía la pena escucharle.

— Diodoro me ha contado cómo lanzó la jabalina. Estuvo nadando durante una hora o más antes de que le rescataras, o eso tengo entendido. Cabrón de espartano. No está en forma, no sé por qué. Pero tiene rango de oficial: esparciata. Los duros. Jodidas máquinas de matar.

—Lo tendré presente —dijo Kineas.

—No te cases con la chica hasta que hayamos cumplido el contrato —dijo Niceas.

Autorizado a retirarse por su propio hipereta, Kineas se dirigió hacia la casa. Todavía andaba pensando en los comentarios de Niceas cuando se encontró tendido en un amplio diván con el propio espartano.

—Espero que no te importe compartirlo conmigo —dijo Filocles—. He pedido a Calco que me pusiera aquí. Creo que iba a sentarte con Ajax.

—Gracias.

El aliento del espartano ya olía a vino. Kineas se apartó un poco.

—¿Os marcháis mañana?

—Sí.

—¿Para Olbia?

—Sí. Allí es donde nos han contratado.

A Kineas le costaba trabajo conversar con Filocles, un hombre que parecía inmune a las convenciones sociales, mientras los demás invitados, Isocles, Ajax y una figura con toga y velo que tenía que ser una mujer seguían de pie, obviamente aguardando a que les presentaran al invitado de honor antes de acomodarse.

—¿Me llevarás contigo?

Resultó patente que Filocles detestaba tener que pedirlo. Bajo su aparente indiferencia bullía mucha arrogancia reprimida.

—¿Sabes montar?

—No muy bien, pero sé.

—¿Sabes cocinar? —Kineas tenía prisa por terminar aquello: Isocles acababa de cambiar el peso de pierna, estaban siendo muy groseros con los demás invitados, ¿por qué Filocles no había aguardado a que concluyera la cena? Pero no quería decirle que sí.

—No si quieres comer. Si no, sí.

Kineas levantó los ojos hacia Isocles tratando de enviarle un mensaje. «Sé que estoy siendo grosero, me está importunando un sujeto al que le salvé la vida.» Isocles le guiñó el ojo. Sólo los dioses sabían lo que pensaba que estaba ocurriendo.

—Te llevaré. Puede ser peligroso —añadió en voz muy baja, demasiado tarde para que pudiera servir de algo.

—Tanto mejor —dijo el espartano—. Caramba, estamos siendo groseros. Deberíamos saludar a los demás invitados.

Isocles y Ajax les saludaron y se acomodaron en un mismo diván. La chica se había esfumado, seguramente llevada a las dependencias de las mujeres, en el otro lado de la casa.

La cena consistió en pescado, todo muy sabroso; langosta, si bien un poco cruda, y luego más pescado: la clase de banquete de la que se quejaban los moralistas de Atenas. El vino aguado corría sin cesar, los esclavos traían las cráteras y el propio Calco mezclaba el agua. Era el único que estaba solo en un diván, e iniciaba conversaciones en las que pudieran participar todos sus invitados: las guerras del niño rey de Macedonia, su orgullo desmedido al afirmar que era un dios, la falta de piedad en la generación más joven, con la excepción de Ajax.

Pese a su buena intención, tendía a largar monólogos exponiendo sus opiniones sobre cada tema. Ajax guardaba un respetuoso silencio, Isocles no respondía a sus argumentos como Kineas habría esperado y Filocles se dedicó a dar cuenta de los platos de pescado como si no contara con volver a comer tan bien nunca más.

Después de la última fuente de comida les llevaron aguamaniles para que se lavaran las manos y la cara.

Calco alzó una copa de vino.

—Ésta es una verdadera reunión de familia —dijo—. Por Isocles, mi rival y mi hermano; y por Kineas, a quien debo cuanto he conseguido aquí. —Derramó al suelo una libación a los dioses y luego apuró su copa y la puso boca abajo para demostrar que estaba vacía—. Puesto que estamos en familia, no ofenderá a ningún dios ni diosa que tu hija cante para nosotros, Isocles.

—No podría estar más conforme —dijo el hombre de más edad. Tomó una copa de vino y la alzó—. Por Calco, por invitarnos a tan excelso banquete, y por su amigo Kineas, que todos esperamos nos conceda la gracia de su presencia durante muchos años.

También él derramó una libación.

Kineas se dio cuenta de que había llegado su turno. Se sentía fuera de lugar, tímido, inusualmente ajeno. Cogió una copa de vino y se irguió hasta quedar sentado.

—Por la hospitalidad de Calco y por los nuevos amigos, pues los nuevos amigos son regalos de los inmortales que moran en el alto Olimpo.

Vació la copa de un trago.

Filocles cogió su copa y se puso de pie. Kineas vio en los rostros de Isocles y Calco que Filocles la estaba pifiando, pues tenía tan poco derecho como el joven Ajax a proponer un brindis, pero aun así lo hizo.

—Poseidón, Señor de los Caballos, y Kineas me salvaron del mar, y la hospitalidad de Calco me ha hecho un hombre de nuevo. —Su libación a los dioses vació media copa y luego se bebió el resto—. Seguramente no existe vínculo más caro que el de huésped a anfitrión.

Volvió a recostarse en su diván.

Ajax reconoció la cita y aplaudió. Isocles alzó su copa a modo de tributo. Incluso Calco, que a duras penas toleraba al espartano, le dedicó una breve inclinación de cabeza y una sonrisa de agradecimiento.

Entraron dos mujeres por el fondo de la habitación, sin velo, con el pelo recogido en lo alto de la cabeza, luciendo elegantes vestiduras. La mayor tenía que ser la esposa de Calco, aunque era la primera vez que Kineas, que llevaba tres días viviendo en la casa, le ponía los ojos encima. Era alta, bien proporcionada, de miembros largos y elegante en sus movimientos, y llevaba la cabeza bien alta. La belleza de su rostro no habría inducido a botar mil barcos, pero su expresión placentera y su evidente inteligencia la suplían con creces. Sonrió a los presentes.

—Ésta es Penélope —dijo. media voz, sin levantar los ojos—. Hija de Isocles. Con la venia, me sentaré a escucharla con vosotros.

En ningún momento levantó la mirada ni mencionó su nombre: la encarnación misma de una matrona modesta, sólo que sin duda Calco no tenía hijos, pues de lo contrario Kineas los habría visto.

Penélope tenía unos grandes ojos redondos que no perdían detalle de cuanto había y sucedía en la sala como animales excitados. Los bajaba cuando recordaba el recato, pero con la misma celeridad volvía a levantarlos para buscar nuevas presas.

Kineas dedujo que seguramente nunca había estado en público hasta entonces, quizá nunca había visto un banquete privado sólo para hombres. Antaño él cenaba a menudo con sus hermanas para contarles las noticias del día o los cotilleos del gimnasio, pero no era frecuente que las chicas fueran objeto de tales atenciones.

Tenía el pelo muy negro y la piel más blanca que la mayoría; el cuello largo, igual que los brazos, y manos bien dibujadas. Era bastante atractiva, obviamente la melliza de Ajax, pero Kineas encontró inquietante su furtiva curiosidad: la semejaba demasiado a un animal enjaulado. Y después de Ártemis, la modestia ya no le decía gran cosa.

Sintió una vaga desilusión. ¿Qué había esperado?

Penélope comenzó a cantar sin calentamiento previo, y resultó tener una voz clara y suave. Cantó una canción del festival de la siega y una canción de amor que Kineas había oído en Atenas, y luego cantó tres canciones que no había oído nunca y cuya cadencia sonaba extranjera. Cantaba bien, con aplomo, si bien en voz un poco baja y entrecortada. Cantó una oda y concluyó con un himno a Deméter.

Todos aplaudieron. Filocles se dio un puñetazo en el brazo y sonrió de oreja a oreja.

Isocles se levantó.

—No todos los padres consienten a su hija de esta manera, a saber, permitiendo que cante para un público de hombres. Pero en mi opinión Penélope tiene un don, enviado por el hijo de Leto, y considero que hay que autorizarla a pulirlo e incluso a exhibirlo, siempre y cuando lo haga con modestia. Cosa que, si se me disculpa el pensarlo, así ha hecho.

Miró a Kineas.

Kineas volvió a inquietarse al saberse el centro de atención. Reparó en que la esposa de Calco le miraba directamente; tenía hermosos ojos, quizás su mejor rasgo. Los demás también le miraban expectantes. «Sólo llevo aquí tres días y ya me habéis endilgado el papel de pretendiente.»

—Nada sería más apropiado o modesto a los ojos de los dioses que permitir que Penélope muestre el talento que éstos le han dado a sus amigos y familiares —dijo.

A juzgar por sus reacciones, su comentario dio la nota discordante: años al mando de hombres le habían enseñado a interpretar expresiones con mucha prontitud, y aquellas reacciones distaban de ser las mejores. Pero ¿qué tenía que decir? Elogiar su canto o su aspecto sería romper los artificiosos límites de aquella supuesta «velada familiar». ¿Acaso tenía que dar el paso, llevado por una repentina pasión, y declararse su pretendiente?

«Y una mierda», pensó, súbitamente enfadado.

Filocles cambió de postura en el diván y se puso de pie de modo vacilante.

—En Esparta, las mujeres viven en público con los hombres, de modo que os pido que me disculpéis si resulto zafio. Pero sin duda Penélope es la imagen misma del logro modesto; las musas tienen que amar a una chica que interpreta tan bien.

Kineas levantó la vista hacia Filocles, que se balanceaba un poco como si estuviera borracho aunque había bebido poco vino. Su cumplido fue bien recibido; la esposa de Calco, por ejemplo, sonrió y asintió. Isocles se mostró complacido.

«Buen tiro, Filocles.» Kineas le dio con el puño en el brazo cuando se dejó caer de nuevo en el diván, y Filocles le miró sonriente con una mirada que decía: «Eres corto de entendederas, te lo explicaré todo después, idiota.»

Isocles se levantó otra vez.

—Y ya que estoy consintiendo a mis hijos, voy a pedirle un favor a Kineas, aquí presente, puesto que hemos compartido la cena de nuestro anfitrión y es el invitado de honor. ¿Tendrás la bondad de llevarte a mi hijo contigo a Olbia?

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