Tirano (41 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Kineas asintió mostrándose de acuerdo. El rey dijo:

—¿Dónde convocamos la reunión de nuestras fuerzas? ¿Dónde agrupamos a nuestro ejército?

Kineas se encogió de hombros.

—Tenemos que cubrir Olbia. Si Zoprionte toma Olbia, no tendréis ninguna alternativa. Y si el arconte considera que no estáis dispuestos a protegerle, abandonará la alianza y se someterá; y se someterá en serio. —En su fuero interno, Kineas pensó que aun así el arconte tendría tentaciones de someterse—. Cuanto más cerca de Olbia esté el grueso del ejército, más fiable será vuestra alianza con las ciudades del Euxino.

El rey asintió mientras las palabras de Kineas eran traducidas al sakje.

—De manera que mi ejército amenaza además de proteger —dijo Satrax. Apoyó el mentón en la mano —. Pasará un mes antes de que tenga la mitad de mi ejército listo.

Marthax habló. El rey escuchó y asintió. Eumenes dijo:

—Marthax dice que hay que destruir el transbordador de inmediato, que los jinetes tendrían que partir hoy mismo.

Kineas miró a Marthax y asintió con énfasis.

—Nuestro campamento debería establecerse en la otra ribera del gran río, cerca de un vado —dijo Kineas—. Si hay que entrar en batalla, debemos aprovechar cualquier ventaja. Hacerque Zoprionte cruce el río, si llegamos a ese extremo.

Srayanka aguardó la traducción y luego habló, igual que varios nobles.

—Están todos de acuerdo en que si necesitamos un vado y un lugar para acampar, el mejor sitio es del otro lado del Gran Meandro —dijo el rey—. Hay agua y forraje para un ejército, y las provisiones pueden llegarnos fácilmente en barca. —Hizo una pausa y luego agregó—: Que así sea. La reunión se convoca para el solsticio de verano en el Gran Meandro. —A Kineas le dijo—: ¿Traerás a las tropas de la ciudad? No tenemos nada parecido a vuestros hoplitas, bles tienen una armadura como la de vuestros caballeros.

Kineas se avino.

—Llevaré a las tropas de las ciudades del Euxino hasta el Gran Meandro para el solsticio de verano —dijo. Esperó estar diciendo la verdad.

Conversaron sobre la campaña un par de días más. Planearon la reunión de los sakje. Se enviaron mensajeros a los jefes de los clanes sakje para convocarlos a la reunión. Redactaron carta spara Pantecapaeum y para Olbia. Marthax se iría con sesenta hombres a destruir el transbordador, tarea que según él requería su presencia en persona. Antes de que partiera, Kineas se lo llevó a un lado y le pidió que respetara la granja a orillas de la bahía donde estaba enterrado Graco, y Marthax se echó a reír.

—Mucho y mucho vino yo bebo allí, Kineax —tradujo Ataelo. Marthax dio un abrazo a Kineas, y éste le correspondió—. El viejo no sentirá fuego de nosotros. —Estrechó tanto a Kineas que sus costillas peligraron—. Preocupa para menos, Kineas. Plan bueno.

Kineas se liberó del abrazo de Marthax. La confianza que Marthax depositaba en él le incomodaba.

—No soy un comandante de ejércitos —dijo Kineas.

El joven rey apareció por una puerta a espaldas de su caudillo. Abrazó a Kineas.

—Yo tampoco. Pero si quisiera hacerme unos zapatos, iría a un zapatero.

—Platón —dijo Kineas con una amarga sonrisa.

—Sócrates —dijo Filocles—. Platón habría intentado hacerse los zapatos él mismo.

14

La ciudad sakje tenía un mercado tan grande como cualquier otra ciudad del Euxino. Veinte tenderetes competían vendiendo toda suerte de utensilios con filo, desde el más simple cuchillo de comer hasta las pesadas ronfeas, las nuevas espadas de dos filos de las que tan partidarios se mostraban los montañeses tracios. Las espadas cortas sencillas estaban a la venta en todos los puestos, desde simples armas de hierro con prácticas empuñaduras de hueso hasta ejemplares lujosos con ornamentos de oro persa.

Las espadas de caballería eran menos comunes dado que no eran del agrado de los sakje. Kineas iba de un puesto al siguiente comparando longitudes y pesos, precios, adornos y utilidad. Kineas disfrutaba comprando y oyendo hablar de guerras. Los mercaderes de espadas eran bien conocidos chismosos y con frecuencia espías. Casi todos los tenderetes los atendían esclavos, pero uno lo regentaba su dueño, un fornido egipcio liberto con su propio puesto y un carro.

Tras haber examinado todos los artículos expuestos en el mostrador del egipcio, éste le invitó a beber vino. Antes de mediar la copa ya había oído el cotilleo profesional de Ecbatana y de Egipto y de todos los territorios intermedios.

—¿Eres el hiparco de quien tanto he oído hablar? —preguntó el mercader—. No te ofendas, pero estás en boca de todos.

Kineas se encogió de hombros y removió el excelente vino que le habían servido en una sencilla copa de asta.

—Parece ser que Zoprionte está reuniendo todo un ejército —comentó.

—Zoprionte se propone conquistar a estos sakje; a todos los escitas —respondió el mercader—. Al menos, eso es lo que dice a diestro y siniestro. Darío fracasó, Jerjes fracasó, Ciro murió luchando contraellos; Zoprionte cree que puede hacerse famoso. —El mercader tomó un sorbo de su vino y esbozó una sonrisa—. Todos quieren rivalizar con Alejandro —agregó, haciendo que los caudillos de Macedonia parecieran un atajo de insensatos.

Kineas estaba sentado en una banqueta de cuero detrás del tenderete del egipcio, observando a Laertes regatear por un cuchillo muy caro en un puesto vecino. Mientras le observaba, el rostro de Laertes pasó por una serie de expresiones como las de un mimo cómico, ira, irritación, desconcierto, complacencia, a medida que el precio bajaba.

El mercader también observaba la transacción.

—A ese hombre se le da bien regatear. ¿Es uno de tus soldados?

—Y un viejo amigo de familia —dijo Kineas—. Nos criamos juntos.

—En Atenas —dijo el mercader, y entonces hizo una pausa, dándose cuenta de que quizás había hablado más de lo debido—. Bueno, eso he oído, y luego está tu acento.

Kineas miró hacia otro lado para ocultar su sonrisa.

—Ayudó a salvarme la vida en Issos —dijo.

—Eso sí que es un amigo —respondió el mercader—. La clase de amigo que los dioses envían a un hombre. —Ambos derramaron vino al suelo. A continuación, eligiendo sus palabras con cuidado, el mercader dijo—: Eso sería cuando te condecoraron por tu valentía.

Kineas asintió.

—Por mi estupidez, más bien. —Trató de formarse un juicio sobre el mercader—. Sabes muchas cosas de mí.

El mercader miró en derredor y se encogió de hombros.

—Vine aquí desde Tomis —dijo— donde Zoprionte está reclutando su ejército.

—Ah —contestó Kineas, complacido con la serenidad del egipcio. Estaba claro que era un espía, pero en cierto modo no dejaba de ser un espía honesto.

—Zoprionte se ha enterado de todo sobre ti a través de los veteranos de su estado mayor. El hiparco de su regimiento de compañeros, ¿Filipo? Todos se llaman Filipo, ¿no es cierto?

—Y que lo digas —corroboró Kineas. Conocía a un Filipo que era comandantedecompañeros. Los temidos hetairoi, la mejor caballería pesada del mundo.

—Tengo entendido que este Filipo tenía una esposa que se llamaba Ártemis.

Kineas entornó los ojos.

—Sí —dijo.

—Esa señora tiene una opinión muy elevada de tu persona —dijo el egipcio—. Comienzo a preguntarme si esta campaña es tan desigual como sostiene la gente en Tracia.

Kineas se inclinó hacia delante.

—Zoprionte quizá se sorprenda ante el poderío de su adversario —dijo con cuidado.

El egipcio lanzó varias miradas a los sakje y sindones del gentío y luego clavó los ojos en Kineas.

—Cuéntame —dijo.

Kineas sonrió.

—Filipo consiguió la victoria por los pelos en su lucha contra los escitas —dijo—. Ciro murió. Darío salió huyendo como un gato escaldado. ¿Qué te dice eso?

El egipcio tenía un manto tracio forrado de piel en el regazo. Se lo echó por los hombros.

—Dímelo tú —contestó lentamente.

Kineas se irguió.

—Estoy aquí para comprar una buena espada, no para intercambiar chismes.

Ahora le tocó al mercader encogerse de hombros.

—Tengo unas cuantas espadas buenas que reservo para clientes especiales —dijo—. Los que me cuentan buenos chismes son mis favoritos.

Se fijó en que Laertes estaba pagando su adquisición. Kineas se alegró de verle contento. Entonces se levantó y se puso a juguetear con una de las espadas cortas de infantería expuesta en el mostrador del egipcio.

—Hay muchos escitas —dijo. Hizo girar la muñeca dejando que la espada cayera sobre una víctima imaginaria por su propio peso. Demasiado ligera, tal como imaginaba.

El mercader parecía aburrido.

—Eso es algo sobre lo que me he preguntado a menudo —dijo. Se sirvió más vino de una jarra y la alzó hacia Kineas, que le acercó la copa de asta.

—Míralo de esta manera —dijo Kineas—. Hay escitas aquí, hay escitas alrededor de todo el Euxino. Escitas al norte de Bactria y al norte de Persia y en cualquier lugar intermedio.

El egipcio asintió.

—Tal como dice Herodoto. —Se levantó, se tapó bien los hombros con el manto y sacó una pesada alfombra del carro de dos ruedas que tenía detrás del tenderete.

Kineas había tenido todo el invierno para leer a Herodoto. Se había convertido en uno de sus pasatiempos favoritos. Sobre todo la parte acerca de las amazonas.

—Estuvo en Olbia —dijo Kineas—. Sabía de qué hablaba. El mercader asintió.

—Ya me lo figuro —dijo—. ¿Lucharán?

Kineas le observó desenrollar la alfombra: había cuatro espadas entre sus pliegues, dos largas y dos cortas. La más larga tenía la forma de una espada griega de caballería, una auténtica machaira, el peso cerca de la punta de la hoja, curvada como una hoz invertida, pero con una punta siniestra. Resultaba curiosamente ligera al empuñarla, casi como si estuviera viva. La espiga estaba envuelta con una tira de piel porque no tenía empuñadura. Kineas le dio vueltas con la mano y dejó caer la hoja. Se clavó en el mostrador con un suave golpe sordo.

—Es hermosa —dijo.

—Acero —respondió el mercader. La flexionó un par de veces y se la volvió a dar a Kineas—. En Alejandría hay un sacerdote que tiene muy buena mano. Hace pocas, pero todas le salen bien. —El mercader bebió vino, dejó su copa y se frotó las manos antes de soplárselas. Entonces dijo—: He visto a otros hombres hacer hojas de acero: una entre doce, una entre cien. Este sacerdote es el único hombre que conozco que lo consigue cada vez.

La hoja parecía tener una docena de colores atrapados justo bajo la superficie, que estaba pulida hasta un grado que Kineas no había visto jamás. La blandió un par de veces y la espada silbó al cortar el aire. Kineas fue consciente de que estaba sonriendo de oreja a oreja. No podía evitarlo.

—¿Cuánto? —preguntó.

—¿Cuántos escitas hay? —preguntó el mercader otra vez. Kineas frotó la espiga con el pulgar.

—Miles —dijo, y volvió a sentarse en la banqueta.

El egipcio asintió.

—Los getas dicen al caudillo Zoprionte que sólo hay unos cuantos cientos de guerreros, el último vestigio de una raza orgullosa, y que puede conquistarlos en un verano. Zoprionte tiene intención de tomar Olbia y Pantecapaeum para financiarla campaña y usarlas como bases, y luego avanzar tierra adentro construyendo fuertes por el camino. No te estoy contando nada que no sepa todo el mundo, ¿verdad?

Miró detenidamente a Kineas para ver cómo reaccionaba.

Aquello no lo sabía todo el mundo en Olbia. Kineas procuró no alterar la expresión de su semblante. Sin duda lo hizo bastante bien ya que el egipcio prosiguió.

—Pero algunos oficiales veteranos siguen preguntando sobre los contingentes de nómadas. Dicen que el antiguo rey llevó a diez mil jinetes a luchar contra Filipo. —Señaló con el mentón la espada que Kineas tenía en el regazo—. Ocho minas de plata.

Kineas le devolvió la espada con pesar.

—Demasiado cara para mí —dijo—. Soy un oficial, no un dios. —Se levantó—. Gracias por el vino.

El egipcio se levantó a su vez e hizo una reverencia.

—Quizá podría aceptar siete minas.

Kineas negó con la cabeza.

—Debe de ser un hombre muy rico, ese sacerdote de Alejandría. Dos minas me dejarían arruinado. Tendría que ir a vender mis servicios a Zoprionte.

El mercader le miró divertido.

—Eres el hiparco de la ciudad más rica del Euxino. ¿Alegas pobreza? Yo más bien pienso que eres un hombre rico y duró de corazón que quiere arruinarme y dejar a mi esposa y a mis dos carísimas hijas en la indigencia. Esta espada es un regaló de los dioses para un hombre de armas. Mira, ni siquiera me he preocupado de ponerle una empuñadura porque sólo la querría un rico caprichoso ó un espadachín consumado. El primero querrá una empuñadura que no puedo permitirme pagar y el segundo querrá ocuparse de hacerla él mismo. Esta espada fue hecha para ti. ¡Hazme una oferta!

Kineas se encontró cogiendo la espada otra vez. Aquélla no era una técnica de regateó muy buena.

—A lo mejor podría reunir tres minas.

El egipcio levantó las manos al cielo y luego se las llevó bruscamente a la cabeza.

—Haría que mis esclavos te arrojaran al lodo si no fueras mi invitado —dijo, y luego sonrió—. Además, por supuesto, ninguno de mis esclavos es lo bastante fuerte para arrojarte al lodo, y tu amigó el rey podría hacer que me ejecutaran. —Se puso en jarras—. Dejémonos de regateos. Me has complacido con tus chismes sobre los escitas. Eres el primer hombre juicioso que he conocido en este mercado. Hazme una oferta en serió y la aceptaré.

Kineas se inclinó tanto hacia el mercader que llegó a oler el perfume de rosas que llevaba y la salsa de pescado que había tomado con el almuerzo.

—Los sakje se comerán a Zoprionte para cenar.

El egipcio entrecerró los ojos.

—¿Y tu alianza con él es firme?

Kineas se encogió de hombros.

—Supongo que a Zoprionte le gustaría saberlo. —Sonrió—. ¿Se enterará a través de ti?

—Por Amón, ¿acaso parezco un espía de Zoprionte? —El egipcio sonrió. Con un juego de manos que Kineas tuvo que admirar, dos pequeños rollos de pergamino fueron a parar debajo de su clámide.

Para ocultar el movimiento, Kineas asintió.

—Quizá te daría cuatro minas —dijo.

El egipcio se encogió de hombros.

—Eso ya empieza a ser dinero, aunque no sufi ciente. —Se arrebujó con su manto—. Cuando la asamblea restituya las propiedades de tu padre, serás tan rico que podrás comprar todas las espadas del mercado.

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