Tirano (37 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Srayanka le entregó el arco, se volvió, metió el brazo en la manga y se abrochó la chaqueta tapando el hombro desnudo. Llevó su caballo al pasó hasta dónde se hallaba Kineas sin nada en las manos. Él aún bramaba su admiración como un buen invitado en un simposio. Detrás de él, los demás olbianos también la aclamaban.

Kineas se calló cuando tuvo cerca a Srayanka. Sus cejas eran tal como las recordaba, la nariz larga y griega, la frente alta y despejada. ¿Cómo podía haber olvidado lo grandes que eran sus ojos? ¿O las motas marrones de su iris azul oscuro?

No se le ocurría nada apropiado que decir. Tenía que decir algo.

—Dile que es la mejor tiradora que he visto jamás —dijo, con voz clara y serena. Le sorprendió haber sido capaz de hablar.

Ataelo habló en sakje. Kineas sabía suficientes palabras para comprobar que su cumplido se transmitía sin más adornos.

Srayanka enarcó una ceja y contestó. Ataelo sin apartar los ojos de Kineas.

—Dice que cargó los carros para marcharse. Que nos vio venir. Pregunta si estás listó para montar ó si necesitas más descansó.

Kineas no le quitaba los ojos de encima.

—Dile que siento mucho haber llegado tarde.

Ataelo habló. Esta vez se extendió un poco. Srayanka levantó una manó para hacerle callar. Hizo avanzar a su yegua.

El semental de Kineas torció los labios descubriendo los dientes y olisqueó, estirando el cuello hacia la yegua tanto como pudo pese a que Kineas sujetaba las riendas con manó firme.

La yegua dio un respingó y, entonces, en un abrir y cerrar de ojos, volvió la cabeza y mordisqueó el cuello del caballo de Kineas haciéndole respingar y encabritarse, y Kineas tuvo que hacer un esfuerzo para no caer de la silla.

Srayanka habló. Kineas entendió dos palabras que conocía: yegua y semental.

Los guerreros sakje rieron. Uno de ellos rió tanto que se cayó al suelo, y señalando a Kineas se echó a reír otra vez.

Kineas dominó a su caballo y se volvió hacia Ataelo. Notaba que tenía el rostro encendido. Srayanka también reía con ganas.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

Ataelo reía con tantas ganas que tenía los ojos cerrados y ambas manos agarradas a la crin de su caballo.

—¿Qué ha dicho? —insistió Kineas, esta vez con la voz que empleaba en el campo de batalla.

Ataelo borró la sonrisa de su cara y se enderezó en la silla.

—Ha hecho para broma —dijo trás vacilar un momento.

Los sakje seguían riendo. Peor aún, alguien que sabía un poco de sakje había traducido la broma a los olbianos. Los hombres mayores procuraban disimular su risa, pero los más jóvenes eran incapaces de dominarse a sí mismos.

—Eso ya lo veo —espetó Kineas.

Srayanka se volvió hacia su trompetera y le dio una retahíla de órdenes, luego miró otra vez a Kineas y éste vio el brilló azul oscuro de sus ojos buscando los suyos con una sonrisa. «No seas idiota», se dijo. sí mismo. Pero por dentro bullía de indignación y no logró devolverle la sonrisa.

—Cuéntame esa broma —le dijo. Ataelo.

Ataelo hacía lo posible por sofocar la risa. Jadeab a como un perro, daba palmadas a su caballo, pero finalmente se dio por vencido y se deshizo en carcajadas con los brazos cruzados sobre el pecho.

Kineas miró la espalda de Srayanka, que se alejaba; estaba reuniendo a sus jinetes y gritando órdenes, y un grupo de hombres más jóvenes enganchaban los bueyes a los carros. Casi todas las risas habían cesado entre los sakje, pero aún se extendían entre los olbianos a medida que la broma traducida iba pasando de fila en fila.

Kineas fue al trote hasta Niceas, que estaba montado en su caballo de batalla toqueteándose el amuleto con una expresión petrificada y consciente de sus obligaciones, que Kineas conocía muy bien. Kineas habló sin levantar la voz, con firmeza, cómo si no hubiese ocurrido nada.

—Que todos cambien los caballos de batalla por los de viaje. Abrevad a todos los animales en el río; pan y queso en la silla.

Niceas asintió, cómo si no se atreviera a hablar.

Filocles sonreía de oreja a oreja. Se apartó de la columna en cuanto Niceas se puso a gritar órdenes. Leuconte cabalgaba a su lado, rojo cómo un tomate, evitando los ojos de Kineas. En realidad, ninguno de los hombres miraba a los ojos de Kineas. Eumenes aún se reía.

Ataelo se acercó y le tocó el codo. Estaba sonriente.

—Ella dice…, quizá yegua… —se echó a reír otra vez, pero se las arregló para graznar—: en celó, hace dos semanas.

Kineas tuvo que reconstruir la frase y entonces una lenta sonrisa alteró la adusta expresión de su semblante.

Antes de que el sol hubiese avanzado otro palmó a través del mar de hierba, la columna entera, sakje y olbiana, había montado y enfilaba hacia el norte. Kineas cambió de caballo y fueamed i ógalopehastalacabezadelacolum n a, d óndeS r a yankacabalgaba juntó a su trompetera, una mujer mayor de mirada dura, con la piel como el cuero y brillante peló rojo cómo el de Diodoro, a quien Kineas recordaba del verano anterior.

Srayanka le sonrió al verle aproximarse; la mejor sonrisa que jamás le había dedicado. Dio un empujoncito a su trompetera y habló a Ataelo. Detrás de él, las primeras filas de sakje reían con disimuló.

—Ella dice: ¿dónde está tu semental, Kineax?

—Dile que mi semental está demasiado triste para que lo monten. Desesperado; ¿sabes decir «desesperado»?

Kineas estaba en clara desventaja a causa de la traducción. Ataelo negó con la cabeza.

—¿Qué es desesperado? ¿Algo malo?

—Tan triste que no puedes comer —dijo Kineas.

—¡Ah, enfermó de amor!

Ataelo rió y se puso a hablar enseguida para que Kineas no le interrumpiera. Los sakje volvieron a reír con disimuló, y un hombretón de peló negro que iba detrás de Kineas se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el hombro.

Srayanka se volvió y acarició el rostro de Kineas. El gestó le pilló por sorpresa; ella era así de rápida, y como él se apartó, faltó poco para que no lo tocara.

Ataelo rió con el restó de los sakje y luego dijo:

—Dice: no te preocupes. Dice… —y se interrumpió para reír otra vez—, dice quizá yegua en celó otra vez, dentro de unas dos semanas.

Kineas notó que se ponía rojo. Sonrió a Srayanka y ésta le sonrió a su vez. La mirada se prolongó más de la cuenta. Kineas decidió que ya era hora de cambiar de tema.

—Pregúntale si el rey está listo para la guerra —dijo.

La risa de los sakje cesó. Ella contestó con pocas palabras. Cambió de cara, recobró la dura mirada que lucía al tirar con el arco.

—Dice que ella no habla para el rey. Ella viene a guiar. Dice: no hablar de guerra hasta que llegar para rey.

Ataelo le miraba suplicando que lo entendiera. Kineas asintió, pero prosiguió:

—Tengo novedades del ejército de Zoprionte. Es muy grande y está listo para marchar.

Resultaba irritante tener que escuchar la vacilante traduc ción de Ataelo y luego su respuesta. Ataelo se volvió hacia él.

—Dice que el rey tiene muchas cosas para hablar. Mucho hablar. Que ella no puede hablar para el rey.

—Dile que lo entiendo.

Kineas hizo señas a Srayanka para darle a entender que lo comprendía. Ella le contestó directamente. Kineas entendió «getas» y «Zoprionte» y el verbo que significaba «cabalgar».

—Dice que en la hierba ya hay pisadas de cascos de los getas. Dice que sabe que Zoprionte está listo para cabalgar. —Ataelo se secó la frente con la manga—. Yo digo que para hablar, este hablar es trabajo duro —agregó con una risa atribulada.

Kineas captó la indirecta y se reunió con sus hombres.

La columna avanzaba deprisa, y la tierra pasó a ser llana, la estepa infinita más verde con cada nuevo día cálido, extendiéndose entre el horizonte a su izquierda y el río serpenteante. A veces lo tenían a sus pies, y a veces discurría en lontananza a su derecha formando largos meandros. Esos meandros eran el único indicador de su avance: de no ser por ellos, la monotonía del paisaje les habría dado la impresión de estar parados. Cuando el río se perdía de vista, la llanura de hierba y el azul impoluto del cielo se extendían sin cambios en todas direcciones, como un cuenco azul invertido sobre un cuenco verde. Tal inmensidad incomodaba a los griegos. El tiempo parecía detenido.

No obstante, el segundo día la vida de la c olumna ya era pura rutina: levantarse con el frío que precedía al alba, agradecer el calor del caballo al montarlo por primera vez, una comida rápida con los primeros rayos del nuevo sol y luego horas al paso y al trote a través de la hierba que, una vezpisoteada tras su paso, formaba una senda recta como el vuelo de una flecha tras ellos, y la hierba virgen delante hasta donde la vista alcanzaba.

Todo era diferente. Los exploradores de Srayanka elegían el lugar donde detenerse cada noche, siempre cerca d el agua y, a menudo, a la sombra de los árboles a la orilla del río, y se encendían hogueras para combatir el frío. El fruto de la caza del día se asaba en espetones de hierro, y los guerreros contaban historias o se picaban en enconadas competiciones. Carreras de caballos, combates de lucha, tiro al arco, competiciones de fuerza y me moria, ingenio y destreza llenaban la velada desde el último alto hasta que se apagaban las hogueras.

De entrada los olbianos se abstuvieron de participar, pero la segunda noche Niceas luchó contra Parshtaevalt, el escita de pelo negro que había demostrado interés por todas las cosas griegas. Luego Eumenes echó una carrera con su mejor poni contra la trompetera de Srayanka, y perdió la carrera y el poni.

La tercera velada se convirtió en una suerte de olimpiada ecuestre, con carreras de caballos, una docena de combates de lucha y nuevas disciplinas: boxeo y carreras de atletismo. Los sakje eran tan malos a pie como buenos a caballo. Su idea del boxeo aún resultó más extraña. Los sakje montaban combates que parecían similares, en los que dos contendientes se enfrentaban cara a cara y se golpeaban por turnos hasta que el más débil caía o se daba por vencido. Leuconte, un boxeador aceptable, creyó que estaba presenciando la disciplina griega y comenzó a parar golpes, para gran consternación de su oponente y de buena parte del público, y Kineas tuvo que explicar las reglas del boxeo a Srayanka por medio de Eumenes y Ataelo, y luego él y Leuconte hicieron una demostración.

Leuconte era un hombre robusto, de constitución fuerte y bien entrenado, pero carecía de la rapidez y la gracia de Ajax o Kineas. Kineas prolongó el combate, tanto por salvar la vanidad de Leuconte como en beneficio del público, pero cuando paró el mejor puñetazo de Leuconte y respondió son una ráfaga de golpes tan rápidos que fue imposible contarlos en la luz mortecina, los espectadores, sakje y griegos por igual, gritaron con entusiasmo. Leuconte cayó.

Luego, a la luz de las teas, Filocles y un puñado de hombres lanzaron piedras del río. Eran tiros de distancia y discutieron las reglas, ¿valía si rebotaban?, hasta que Kineas temió que acabaran poniéndose violentos y ordenó a los olbianos que se acostaran.

El cuarto día transcurrió como los anteriores; la caballería olbiana entrenaba: hacía escaramuzas y prácticas de formación, y los sakje observaban y abucheaban, o cazaban o cabalgaban en silencio sumidos en sus pensamientos. Tras una semana en la silla, todos los soldados de Leuconte ya se habían amoldado a aquella vida tan dura: comer en la silla y cabalgar todo el día. Kineas se situó al lado del joven comandante a última hora de la tarde. Leucon te se había hecho daño en la cabeza durante el combate de boxeo, pero había dominado su genio como un caballero y todos le respetaron aún más por ello.

—Tus hombres son muy buenos —dijo Kineas—. Y tú muy buen comandante.

Leuconte sonrió atribulado ante el cumplido.

—Menos mal —dijo— pues mi carrera como boxeador olímpico parece que se ha terminado. —Luego agregó—: Pero gracias. Estoy tan orgulloso de ellos que tengo la impresión de que voy a estallar o a ponerme a cantar.

Kineas se frotó la mandíbula, que ya empezaba a estar cubierta de barba otra vez. Ya casi no le picaba.

—Sé a qué te refieres. —Miró a Leuconte—. Son buenos, ¿verdad, viejo?

Niceas llevaba a Eumenes a su lado en la columna, y miró al hipereta más joven antes de responder.

—Mejores de lo que esperaba —dijo. Entonces, de repente sonrió—. Aunque, por supuesto, veremos de qué están hechos realmente cuando tengamos que luchar.

—No dejéis de entrenar —dijo Kineas—. Después de alcanzar la excelencia, hay que conservarla.

En la cuarta velada, Kineas se encontró lanzando jabalinas contra Niceas, Kyros y uno de los chicos más prometedores. Los sakje los miraban con curiosidad mientras los hombres cabalgaban por la pista, lanzando a derecha e izquierda. Kineas, que ya había hecho diana en todos los blancos, observaba al muchacho atentamente cuando vio que Srayanka había montado a su yegua y estaba comenzando la pista detrás del muchacho. Llevaba un arco y tiró dos veces por cada jabalina que él había lanzado, y pasó junto al último blanco, exaltada por su triunfo; los suyos la recibieron con vítores.

Kineas volvió a entrar en liza y recogió todas sus jabalinas, resuelto a responder al desafío. Pidió otras dos jabalinas a Niceas. Su hipereta lanzó una penetrante mirada a través de la penumbra hacia los espectadores sakje.

—¿Crees que es buena idea? —preguntó.

—Pregúntamelo después —contestó Kineas.

Detuvo su caballo en la línea de salida y se concentró. Srayanka todavía recibía el aplauso de sus guerreros. La observó un momento y luego puso a su caballo en marcha.

El semental no había sido montado en todo el día, salvo para la primera ronda de lanzamientos, y estaba rebosante de energía. Kineas lanzó su primera jabalina desde bastante distancia, un lanzamiento difícil, pero bien ejecutado, y el pesado dardo se hundió en el cuero crudo del blanco, un escudo sakje. Lanzó la segunda justo antes de pasar la diana y oyó el ruido sordo de la punta al dar en el blanco. Sin mirar el resultado, cogió la tercera jabalina de la mano de las riendas y lanzó de lejos. Era una de las de Niceas, más ligera que las suyas. Voló alto, alcanzando el borde superior de la segunda diana y derribándola. Al galope, demasiado deprisa para pensar, cogió su cuarta jabalina e hizo que el caballo pasara por encima del escudo en vez de por el lado, sostuvo la jabalina en alto mientras ayudaba al caballo a saltar y la hundió hacia abajo con todo el pesó de su brazo. Oyó la reacción del público, pero ya estaba lanzando la quinta, con todo su ser concentrado en el último blanco y su última jabalina. Iba con una zancada de retrasó, había perdido un instante pre cioso al cambiar la jabalina de manó, y pasó de largó el escudó. Se volvió: si ella podía hacerlo, él también; y lanzó de costado al último blanco. Notó que un músculo se le salía de sitió en el cuello al lanzar y sintió el dolor al volverse de nuevo hacia la pista, pero la repentina ovación de un centenar de gargantas le dijo que el dolor había validó la pena.

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