Tirano (36 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Niceas le dedicó una sonrisa torcida.

—Mira quién habla. Tú verás a tu potranca mañana, y entonces ni te darás cuenta de que los demás existimos hasta…, yo qué sé, hasta que estemos todos muertos.

Kineas se puso tenso.

—Procuraré reservar algo de tiempo para pensar en otros asuntos —contestó intentando mantener el tono desenfadado.

—No seas capullo —dijo Niceas—. No es mi intención ofender…, no demasiado, al menos, pero algunos chicos piensan que estamos en esta jodida guerra para que puedas montar a esa chica, y por más que el Poeta esté lleno de cosas de ese estilo, de poco servirá si acabamos todos muertos. —La sonrisa torcida reapareció—. Tu discurso de hoy me ha gustado. Hades, si hasta yo he percibido la gracia, fuera lo que fuese. No diría que fuesen los dioses, pero tampoco que no lo fueran.

Cogió la copa de Kineas y se la volvió a llenar.

Filocles extendió su manto y se dejó caer encima con un golpe sordo.

—¿Conversación privada? —preguntó cuando ya era tarde para que le eludieran.

—No —dijo Kineas. Resultaba curioso constatar la poca autoridad que parecía tener junto al fuego de campo—. Es decir, sí, pero eres tan bienvenido como mis otros amigos para criticar mi vida amorosa.

El espartano y el hipereta cruzaron una mirada. Ambos sonrieron.

Kineas los miró y se puso de pie.

—Afrodita se os lleve —gruñó—. Me voy a la cama.

Filocles indicó su manto con un ademán del brazo.

—Yo ya estoy en la mía.

Kineas se envolvió con el suyo y durmió entre ellos dos junto al fuego. No hablaron más pero permaneció un buen rato despierto.

Había una lechuza, y estaba decidido a atraparla, aunque no sabía por qué. Montaba su caballo —una gran bestia a la que no quería mir ara través de la infinita llanura de ceniza. Había ceniza por todas partes, y devoraba todos los colores, de modo que tenía la impresión de estar montando en una oscura penumbra estival, con todos los colores ocultos por el manto de la noche. Y aun así el caballo —si es que era un caballo— galopaba a través de la llanura.

Cuando divisó el río a lo lejos sintió miedo, tan agudo y absoluto como el primer miedo que hubiera sentido alguna vez. A la bestia que llevaba entre las piernas le traían sin cuidado sus miedos y seguía corriendo, derecha hacia el vado arenoso a los pies de la ladera.

Levantó la cabeza y vio la luz tenue y trémula que cabrilleaba en el oscuro mar, y supo que volvía a estar en el campo de Issos. Había cuerpos en torno al vado, hombres y caballos mezclados, y los hombres habían sido mutilados.

Los cascos de su montura hacían crujir la grava de la cuesta que bajaba a la orilla —agua negra y quieta que no reflejaba estrellas.

»Había estado dando caza a una lechuza. ¿Dónde estaba la lechuza? Se volvió y miró hacia la derecha, donde el segundo taxeis debería haber atravesado la pared de mercenarios, pero sólo había cadáveres, ceniza y olor a humo, y luego vio una figura alada que se alzaba perfilada contra la tierra alta. Tiró de las riendas de la bestia, presa de la desesperación, mientras aquello se zambullía con gran estrépito en el vado.

«No cruces el río», dijo Kam Baqca. La voz fue clara y serena, y la bestia se volvió, chapoteando por los márgenes del río, y las gotas negras se elevaron lentamente por el aire y quemaban como el hielo cuando tocaban la piel, y entonces estaba galopando lejos del agua —si es que era agua—, por el campo de los muertos, y la lechuza descendía trazando una espiral hacia él como si fuese su presa.

Su bestia respingó —la primera vez que había tropezado en su alocada carrera— y él bajó la vista hacia el suelo, donde yacía el cuerpo roto de Alejandro con el rostro cubierto por una sonriente máscara de oro. A su alrededor yacían los cuerpos de sus compañeros.

«Esto no es lo que ocurrió», protestó alguna parte racional de su mente. Pero el pensamiento se esfumó.

La lechuza bajaba en picado. La vio por el rabillo del ojo y volvió la cabeza para ver cómo se clavaban las garras en su rostro, a través de su rostro, la lechuza fundiéndose con su carne como la hoja de una espada al hundirse en su víctima. Gritó…, y estaba volando. Él era la lechuza. La bestia había desaparecido —o la bestia también er a uno con el ave y el ho mbre—. L as grandes alas marrones se agitaban, y él vigilaba la tierra desde lo alto y sabía dónde vivía su presa, veía todo movimiento mortal en la llanura de ceniza. Se alzó con el viento del mundo bajo las alas y entonces las batió con fuerza, sin cansancio, por encima de las colinas que limitaban el campo de batalla de Issos hasta que estuvo fuera de la llanura de ceniza y sobrevoló el mundo de los hombres, y siguió ascendiendo hasta que alcanzóa ver la curva delmardesde Alejandría hasta Tiro, y luego se dejó caer con la larga curva de una flecha pasando Tiro, Quíos y Lesbos, pasadas las ruinas de Troya, pasado el Helesponto, hasta que aminoró su descenso y se demoró sobre la llanura de hierba, y en la distancia vio el árbol creciendo para dar sombra al mundo entero, y, sin embargo, parecía crecer de una única tienda en la llanura. Planeó hasta el árbol y cuando sus espolones se clavaron en la mullida corteza…

Despertó y echó en falta el calor de su hipereta contra el costado derecho. Oyó a Niceas, que reprendía a alguien, y voces jóvenes rompieron a reír; pensó que ya era hora de levantarse. Entonces la enormidad del sueño se le vino encima, y se quedó tendido, tratando de verlo todo otra vez. Aterrado por lo ajenos que le resultaban sus pensamientos, tiritaba no sólo por el frío de la mañana; se arrimó al fuego y uno de los muchachos de Eumenes le llevó un cuenco de vino caliente.

—Agatón —dijo, recordando el nombre del chico.

El muchacho sonrió.

—¿Te traigo algo más? Hemos dormido al raso como soldados de verdad; ¡no ha hecho nada de frío!

Kineas no estaba para demasiado entusiasmo adolescente tan temprano por la mañana. Se bebió el resto del vino caliente y se arrebujó con el manto. En el tiempo que el sol tardó en sacar del todo su bola de fuego por encima del horizonte, estaban montados, el aliento flotando como pálidas columnas de humo en el aire frío primaveral, y el sueño, con todos sus vínculos con el otro mundo, volvió a quedar borrado por un contrahechizo de trabajo.

Kineas hizo una seña a Ataelo para que se acercara. Con la excepción de sus vanos intentos por aprender la lengua sakje durante el invierno, Kineas había visto muy poco al escita. Lo saludó con una franca sonrisa.

Ataelo parecía tenso. Kineas no recordaba haberlo visto nunca tan reservado.

—¿Encontraremos el campamento sakje hoy? —preguntó al explorador.

Ataelo hizo una mueca.

—Sí —contestó—. Segunda hora después de que el sol esté alto, a no ser que estuvieran para moverse.

No daba la impresión de estar contento con esa perspectiva. Kineas se frotó la barba.

—Muy bien, pues. Te seguimos.

Ataelo le miró muy serio.

—La dama, para esperar dos semanas a ti —dijo, y suspiró pesadamente.

—¿Quieres decir que quizá se haya ido? —dijo Kineas con inquietud. El griego de Ataelo había mejorado considerablemente durante el invierno. Su vocabulario era mucho más amplio, aunque su gramática, más o menos la misma. A veces aún costaba entenderle.

—No para marchar —dijo Ataelo cansinamente—. Para esperar.

Sacudió las riendas, tocó con la fusta los flancos de su poni y echó a galopar por la hierba. Kineas se quedó preocupado.

Filocles se unió a Kineas cuando la columna comenzó el avance.

—¿Qué le ha pasado?

Kineas le quitó importancia con un ademán.

—Nuestro escita está nervioso porque llegamos tarde.

—Hummm —dijo el espartano—. Es cierto que llegamos tarde. Y me da que la dama no es la clase de jefe a quien le gusta esperar.

Kineas se apartó de la columna, hizo una seña a Leuconte para que se aproximara y ladró una retahíla de órdenes que hizo que toda la tropa formara una línea de escaramuza de dos esta dios de anchura. Cuando la línea avanzaba a buen ritmo, cabalgó de nuevo hasta Filocles, que como de costumbre no participaba en las maniobras.

—Comprenderá que me haya re trasado —dijo Kineas—. Igual que el rey.

El espartano frunció los labios.

—Escucha, hiparco. Si tú estuvieras esperándola y llevaras dos semanas de plantón mientras ella entrenaba a su caballería…

Enarcó una ceja. Kineas observaba la línea de escaramuza, que mantenía la formación bastante bien.

—Yo no…

—Tú no piensas en ella como en otro jefe. Piensas en ella como si fuese una chica griega con cierta destreza para la equitación. Má s vale que lo aceptes, hermano. Ella ha tenido que so portar dos semanas de pullas de sus soldados viéndola aguardar como una yegua en celo a su semental; apuesto a que ha sido así. Mira lo bien que aguantas tú nuestras bromas.

La sección izquierda de la línea de escaramuza se estaba apelotonando ya que los jinetes charlaban mientras cabalgaban. Montar manteniendo la longitud de un caballo entre cada dos hileras re quería práctica, y la línea estaba comenzando a desmembrarse.

—Toca alto —bramó Kineas a Niceas. Y a Filocles le dijo—: Quizá ni siquiera me desea.

El espartano no se inmutó.

—Ése sería un problema completamente distinto, pero cabe suponer que, si no te deseara, Ataelo no mostraría tanta preocupación.

Kineas observó los extremos de la línea de escaramuza que galopaban hacia el centro para formar según las órdenes de su comandante.

—Como siempre, tendré presente tu consejo.

Filocles asintió.

—Discúlpate ante ella como lo harías ante un hombre.

Kineas se rascó la barba.

—Dame una patada cuando veas que la pifio.

Salió a medio galope hacia el grupo de mando para comentar la línea de escaramuza.

Divisaron a los primeros exploradores a media mañana; oscuros centauros en el horizonte que desaparecieron entre un batir de cascos. Hallaron el campamento por la tarde, tal como había predicho Ataelo. A Kineas se le hizo un nudo en el estómago al ver los carros, y apretó los lomos del caballo con las rodillas hasta que el animal se puso a respingar levantando las patas traseras. Había unos cuantos jinetes junto al campamento y otro grupo reunido a orillas del río.

Los jinetes fueron a su encuentro al galope; dos jóvenes resplandecientes con su traje de cuero rojo y adornos de oro destellando al sol, que corrieron hasta la cabeza de la columna, saludaron con la mano y volvieron a marcharse veloces, aullando como perros. Condujeron a sus caballos derechos hasta el grupo de la orilla.

Kineas llevó a su columna por la hierba alta hasta el límite del campamento y dio el alto. Se quedó sentado al frente de la columna, sintiéndose estúpido porque no sabía qué hacer. Ha bía esperado que ella fuera a recibirle. En cambio, vio que se estaba celebrando una competición de tiro con arco.

—Tiro al arco —dijo Ataelo a su lado—. La dama es la próxima. ¿Ves?

Kineas la vio. ¿Cómo no se había fijado en ella? Srayanka montaba una yegua gris al borde del agua con un arco en la mano, la chaqueta medio quitada de modo que un pecho quedaba desnudo al cálido sol de primavera, la manga dejada caer, un hombro desnudo hasta la gargantilla de oro. Llevaba el pelo recogido en dos gruesas trenzas y cuando volvió la cabeza, Kineas vio sus pobladas cejas y la expresión de su rostro.

«Éste es su aspecto —pensó—. Sí.»

—Aguarda aquí —dijo. Niceas. Hizo una seña a Ataelo para que le atendiera y tocó a su caballo con la fusta, la fusta de Sra yanka, y fue a medio galope por la hierba alta hasta ella.

Un hombre estaba tirando. Mientras Kineas tiraba de las riendas, el hombre azuzó a su caballo con las rodillas, primero a medio galope, luego a galope tendido por la hierba baja de la orilla del agua. Se inclinó sobre el cuello de su caballo y tiró una flecha contra una gavilla de hierba. Una segunda flecha apareció en sus dedos y la disparó a bocajarro; se inclinó tanto hacia un lado de su poni que la punta de la flecha casi rozó el blanco cuando la tiró, y una vez pasado el blanco, se volvió en la silla con una tercera flecha en posición, tensando el arco y lanzando en un solo movimiento fluido. El último lanzamiento quedó suspendido en el viento un momento, la flecha visible como una raya negra antes de clavarse en el suelo a una braza de la diana. Los demás sakje silbaron y lanzaron vítores.

Kineas volvió la vista hacia Srayanka, que suspiró profundamente con todo el cuerpo concentrado en el blanco de hierba tal como un perro de caza vigilaría a un venado herido. Igual que un hombre, había dicho Filocles. Su pecho visible y la línea de su musculoso hombro hasta el cuello eran como los de una Atenea de Fidias, sólo que el escultor ateniense nunca habría imaginado que el rostro de una mujer pudiera tener semejante expresión: dura y resuelta en su propósito.

Kineas guardó silencio.

Sin apartar la mirada clavó los talones en las ijadas de su yegua, y el caballo dio un saltó para ponerse directamente al galope. Su primera flecha estuvo en el aire con la primera zancada larga del caballo. Llevaba tres más en la manó, tomó una como un prestidigitador y la tiró, inclinada sobre el blanco tal como había hecho el hombre, con todo el cuerpo formando un ángulo imposible con el caballo, las trenzas al vuelo detrás de la cabeza, los músculos del brazo perfilados por la tensión de tirar del arco, las caderas y las piernas como un todo con su montura.

Kineas se quedó sin respiración.

Srayanka metió la última flecha en el arco y se volvió tan deprisa que dio la impresión de que su cuerpo rotara libre de la cintura y tiró otra vez, la flecha invisible hasta que se clavó en el blanco de hierba. Y entonces, mientras sus jinetes empezaban a jalearla, sacó una quinta flecha del gorytos que llevaba a la cintura, se volvió de nuevo y tiró, estirando la parte superior del cuerpo hacia los cielos como una sacerdotisa ofreciendo una plegaria a Apolo. La flecha subió y subió hacia el cielo azul, dónde quedó suspendida como si la cogiera la manó del dios en lo más alto de su trayectoria antes de caer en picado hacia la tierra, donde atravesó la gavilla de hierba. Antes de que la flecha hiciera diana, había aflojado el pasó del caballo al tiempo que daba la vuelta para ser aclamada por los rugidos de todos sus guerreros y de los griegos que estaban en la colina.

Los vítores se prolongaron, aunque sólo había una cincuentena de espectadores, en un crescendo de gritos, agudos los de las mujeres, graves los de los hombres. Varios se le aproximaron levantando las manos con gestos de felicitación, y una mujer de más edad, su trompetera, arrimó su caballo al de ella y la abrazó.

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