Llevó a su caballo de batalla al trote hasta Niceas. Niceas sostenía el segundo escudó encima de la cabeza vociferando su aprobación. El último lanzamiento había atravesado de pleno el cuero crudo y la madera, de tal modo que la punta negra sobresalía una braza por el otro lado.
Parshtaevalt, el segundo de Srayanka, fue a su encuentro y le abrazó, gritando en sakje, y entonces Srayanka, todavía montada, le rodeó el cuello con los brazos y lo estrechó hacia sí. El público manifestaba su júbilo. Eumenes le pasó una copa de vino. Manos invisibles tejieron coronas de laurel, y Kineas se encontró recostado sobre una alfombra luciendo una de ellas, mientras Srayanka estaba sentada con la espalda apoyada en un manto enrollado luciendo la suya con el peló suelto: parecía una ninfa musculosa.
Vieron juntos el restó de las competiciones. En un momento dado Kineas le tomó la manó, y ella se volvió hacia él, sus ojos eran grandes, las pupilas inmensas, y le acarició la palma con el pulgar. A pesar del gentío que los rodeaba, ella siguió acariciándole la manó, girándola hacia uno y otro lado a su antojo, y él comenzó a responder a su juego acariciándole el dorso de la manó, comparando los callos de la palma con la suavidad del dorso, osando tocarle el interior de la muñeca como si fuese un punto mucho más íntimo.
Era lo más cerca que habían estado de la intimidad. Ninguno de los dos dijo palabra. El tiempo pasó, y luego las competiciones terminaron y dieron pasó a la bebida. Finalmente el placer del vino en la vejiga de Kineas le hizo levantarse, muy a su pesar. Miró hacia abajo, consciente de que estaba sonriendo como un tonto ó como un chico enamorado en compañía de su primera cita femenina. Ni siquiera hablaban el mismo idioma.
Ella le miró a los ojos y bajó la vista. Se rió.
—Srayanka —dijo el.
—Kineax —dijo ella.
Y ésa fue la cuarta noche.
Al día siguiente se despertó con frío y entumecido, y le dolían las manos; tenía todas las articulaciones hinchadas. Cuando levantó el brazo para abrocharse la clámide sintió dolor en el hombro derecho: el trofeo del lanzamiento de la víspera. Mandó llamar a Eumenes y Ataelo.
—Quiero mejorar mi sakje mientras cabalgamos —les dijo.
Ambos apartaron la vista, sonriendo. Pero cuando todos hubieron montado, Eumenes y Ataelo se unieron a él y comenzaron a señalar cosas —yegua, semental, cielo y hierbay a decirle los nombres en sakje. Las raíces de las palabras merodeaban al borde de lo familiar, como el persa, como formas de griego antiguo que usara el Poeta, pero las declinaciones eran diferentes y las sílabas finales sonaban bárbaras.
Kineas había comenzado su aprendizaje en invierno, pero la presión de la política y la instrucción había dado al traste con las lecciones de lengua. Ahora, con el objeto de sus lecciones a mano y nada más que hacer aparte de cabalgar y supervisar a Leuconte al frente de sus hombres, Kineas se aplicaba como un niño con un tutor.
Parshtaevalt se unió a ellos en la pausa del mediodía. Era un hombre alto, para ser sakje, de pelo negro y tez muy morena. Kineas había deducido que era pariente de Srayanka, aunque el grado de parentesco resultaba difícil de establecer: un primo por parte de madre. También era un jefe guerrero de éxito, de lo cual daban fe las cabelleras de una docena de enemigos que adornaban la manta de su silla. Tenía una inteligencia vivaz y aprendía las lecciones de lengua con facilidad. Parecía disfrutar y admirar todo lo griego.
Al cabo de una hora se alejó para regresar junto a Srayanka, que cabalgó con ellos el resto del día, nombrando cosas en griego mientras Kineas las nombraba en sakje. Al tiempo que practicaba el griego, siguió dirigiendo la columna, y Kineas tuvo ocasión de verla en acción.
Era una buena comandante. La observó separar a dos hombres que peleaban por una pierna de venado, los ojos fulminantes en contraste con la voz serena. Ambos hombres se acobardaron como si los hubieran golpeado. Se movía en torno a la columna, sabía en qué estado se encontraba cada caballo de su considerable manada y sus exploradores estaban siempre alerta. Al atardecer, hablaba con su gente cuando ganaban competiciones y cuando las perdían. Todo esto lo dedujo tan sólo mirándola. Pero aún aprendió más cosas observando a sus guerreros: el respeto, casi reverencia, con que la trataban salía a relucir en cadaintercambiode palabras. Nunca rehusaba una competición, y aunque no las ganaba todas, el vencedor bien podía alardear cuando ella perdía alguna. Era la primera en la silla al despuntar el día y la última en desmontar cuando la columna se detenía. Tenía una cara y una voz diferentes para cada guerrero de su banda, hombre o mujer: con algunos se explicaba usando las manos para poner énfasis en una cuestión, mientras que con otros se limitaba a dirigirlos.
Y toda su gente la amaba.
El sexto día Kineas habló con Parshtaevalt a través de Eumenes, aprovechando que ella había dejado la lección de lengua para ir a interrogar a un explorador. Parshtaevalt ahora cabalgaba con Kineas y Eumenes la mayor parte del tiempo, haciendo preguntas al más joven en cuanto se le ocurrían. Cuando Parshtaevalt mencionó una incursión en la que había participado un año antes, Kineas preguntó:
—¿Srayanka dirigió la incursión? ¿Contra los getas?
Ataelo tradujo la pregunta y luego puso los ojos en blanco al oír la respuesta.
—Dice: jodidos getas. Ellos quemar pueblos, tres pueblos. Para matar todos los hombres que encontraron.
Kineas asintió para indicar que lo había entendido.
—¿En cuántas acciones ha combatido? —preguntó señalan do a Srayanka—. ¿Incursiones? ¿Batallas?
Eumenes tradujo la frase. Su sakje era mejor cada día.
El hombre de pelo negro bajó la vista a sus riendas y luego la subió al sol, como si buscara inspiración.
—Tantas como los días de la luna —dijo, a través de Eumenes.
—¿Treinta? —dijo Kineas en voz alta—. ¡Treinta acciones!
Filocles, que nunca se perdía una buena conversación, apareció por la parte sakje de la columna.
—Más que Leónidas —dijo.
—Más que yo —dijo Kineas.
—Y que yo —apostilló Niceas. Sonrió de oreja a oreja a Kineas—. Seré más respetuoso.
El séptimo día los exploradores dieron con una manada de venados, y un grupo mixto de cazadores, sakje y olbianos, salió en busca de carne fresca. Regresaron con seis grandes presas, y Kineas se sentó junto a Srayanka para supervisar el reparto de la carne. Los soldados sakje más jóvenes despellejaban a los animales mientras los esclavos olbianos rompían junturas y los despiezaban.
Srayanka estaba atenta a dos muchachas que despellejaban el macho más grande. Kineas la observaba. Reparó en las ganas que tenía de decir algo, o quizá de realizar la tarea ella misma, aunque no le pareció que estuvieran cometiendo ningún error.
Un trío de soldados de caballería olbianos, jóvenes y sin ninguna obligación apremiante, se habían acercado al espectáculo porque las dos muchachas sakje se habían desnudado por completo para llevar a cabo la sangrienta tarea.
Srayanka salió de su ensimismamiento y levantó la vista cuando uno de los soldados de Olbia dijo «bárbaro» con demasiada agresividad. Se volvió hacia Kineas y enarcó una ceja.
«¿Quién necesita lenguaje?», pensó éste. Se aproximó a los hippeis.
—Caballeros, si no tenéis nada mejor que hacer, supongo que podría enseñaros algunos rudimentos de carnicería.
El más insolente de los tres, Alceo, negó con la cabeza.
—Eso es trabajo de esclavos —dijo—. Sólo estamos observando cómo se bañan en sangre estas amazonas.
—Están despellejando al venado para aprovechar la piel, no para impresionaros con sus encantos. Circulad, si no queréis que os ponga a cortar carne.
Kineas se guardó de levantar la voz. No quería pregonar el mal comportamiento de sus hombres. Por el rabillo del ojo veía que la trompetera de Srayanka y otra media docena de sakje les estaban mirando y sacudiendo sus fustas.
Alceo se puso en jarras.
—No estoy de servicio. —Levantó la cabeza con arrogan cia. Si quiero puedo mirar cómo enseñan las tetas estas bárbaras.
Sus compañeros se distanciaron de él como si estuviera apestado. Kineas echó un vistazo buscando a Niceas o Eumenes; habría preferido que otro se encargara de aquella evidente falta de disciplina. Pero ambos estaban ocupados.
Aún sin levantar la voz, Kineas dijo:
—No, no puedes. No seas tonto. Ve a almohazar a tu caballo. Y luego te unes a los centinelas hasta que te haga llamar.
El joven se mostró ofendido en vez de avergonzado.
—Yo obedezco las órdenes de Leuconte —dijo—. Y además…
—¡Silencio! —exclamó Kineas con el vozarrón que empleaba en el campo de batalla—. Ni una palabra más.
Alceo desvió la vista más allá de Kineas para mirar a las dos muchachas. Echó un vistazo a sus compañeros con toda la arrogancia de un adolescente asegurándose de que tiene público. Sonrió con suficiencia.
—Me estás tapando la vista —dijo perezosamente.
Kineas perdió los estribos. Sucedió en un instante: se sintió invadido por la ira y de pronto había derribado al estúpido chico de un solo golpe, dejándolo inconsciente. Se hizo daño en el hombro y se rasguñó un nudillo. Se volvió hacia los compañeros del joven.
—Envolvedlo con su manto y dejadlo junto a su caballo. Quedaos los dos con él hasta que despierte, y entonces le ayudáis a almohazar a su caballo, y luego os vais los tres a montar guardia hasta que os haga llamar. ¿Entendido?
Ambos asintieron, con los ojos tan redondos como lechuzas atenienses.
Cuando regresó junto a Srayanka y Ataelo, ella meneó la cabeza.
—¿Para qué pegaste al hombre? —dijo en un griego pasable. Kineas se volvió hacia Ataelo.
—¿Cómo decís «desobedecer»?
Ataelo negó con la cabeza.
—¿Qué es «desobedecer»?
Kineas soltó el aire despacio. Estaba enfadado, demasiado enfadado.
—Cuando doy una orden a un hombre, espero que me obedezca. Si no lo hace, me desobedece.
Srayanka se volvía de uno a otro. Luego hizo una pregunta breve en sakje. Kineas sólo entendió su nombre.
Ataelo sacudió la cabeza, miró a Kineas y habló bastante, haciendo gestos de montar y dormir. A Kineas le dijo:
—Ella me pregunta para cuánto estoy contigo. Y yo se lo digo. Y pregunta si pegas a los hombres a menudo, y yo digo que muy poco.
Srayanka le miró de hito en hito. Sus ojos eran como el azul del Egeo cuando el sol reaparece después de una borrasca. Kineas le sacaba media cabeza. Ella estaba de pie bastante cerca de él. Le habló directamente, hablando despacio en sakje.
No entendió ni una palabra.
Ataelo dijo:
—Dice: si golpeo a un hombre para herir, si golpeo a uno, lo mato. O se marcha o hace para enemigo. —Se detuvo y los miró a ambos como un animal acorralado. Finalmente prosiguió—: Entonces ella dice: hombre mira chicas. Hombres todos tontos cuando chicas mostrar tetas. ¿Y qué? ¿Por qué pegar?
Kineas no estaba acostumbrado a que se cuestionara su juicio en cuestiones de autoridad. No estaba acostumbrado a ser cuestionado en público, a través de un intérprete, y menos por una mujer.
Igual que un hombre, había dicho Filocles. Pero ella podría haber hecho trizas a un hombre con la fusta y él no habría cuestionado su autoridad.
Era consciente de que estaba rojo, de que su genio, al que rara vez daba rienda suelta, se estaba adueñando de él. Se daba cuenta de que su mente se revelaba contra aquella injusticia, contra la censura que veía en los ojos de Srayanka. Respiró profundamente varias veces. Contó hasta diez en sakje. Luego asintió con la cabeza.
—Lo explicaré —dijo en griegocuando esté menos enfadado.
—Bien —dijo ella, y se marchó.
Aquella noche refirió el incidente a Leuconte, Eumenes, Niceas y Filocles. Estaban sentados en torno a una pequeña fogata, apartados de los sakje, que se mostraban taciturnos y reservados.
—Tiene una verga en lugar de cerebro —dijo Niceas. Miró a Leuconte—. Perdona. Sé que es amigo tuyo, pero es que es tonto. Se lo ha buscado.
Leuconte estaba abatido.
—Ha sido mi compañero desde que éramos niños. Siempre consigue lo que quiere; es difícil cambiar eso ahora.
Niceas sonrió con desdén.
—No tan difícil —dijo.
Leuconte apoyó la cabeza entre las manos.
—Tengo la impresión de haberte fallado, hiparco. Pero también…, tengo que decirlo…, pienso que…, no era necesario que le pegaras. Es un caballero. Nadie le ha pegado después de su primer tutor.
Kineas torció el gesto procurando contenerse.
Filocles habló.
—En Esparta podrían haberle matado. En el acto.
Leuconte se incorporó en su banqueta, claramente impresionado.
—¿Por una impertinencia?
Filocles se encogió de hombros.
—La indisciplina es un veneno.
Leuconte miró a Eumenes. Eumenes no le sostuvo la mirada.
—Es un bravucón de esos que sacan una navaja en una pelea de taberna. Le he visto hacerlo. —Miró a Niceas y luego otra vez a Leuconte—. No me cae bien.
Kineas se inclinó hacia delante.
—Ése no es el asunto. Un comandante debe estar por encima de los gustos personales. No tengo nada contra el chico. Le he pegado porque no obedecía. Sé por experiencia que la desobediencia es una plaga que comienza despacio pero que se propaga deprisa. —Abrió las palmas para calentarse las manos en la fogata, apoyando los codos en los muslos. Tenía frío, el nudillo y el hombro le dolían, y prefería no pensar en el daño que podía haber hecho a su relación con Srayanka, o con los sakje—. Estaba ofendiendo a los sakje. Me ofendía a mí. Y ha desobedecido una orden directa. —Kineas se rascó la barba—. Soy un hombre curtido. Un mercenario. A lo mejor era preciso que os lo recordara. —Y entonces suspiró—. Me he dejado llevar por la ira.
Leuconte pareció más perplejo que informado.
—¿Qué voy a decirle a su padre? —preguntó, antes de perderse en la oscuridad.
Filocles le miró marcharse.
—Deduzco que doña Srayanka no se ha impresionado. —Kineas asintió. Filocles sacudió la cabeza—. Has hecho lo correcto. ¿Qué otra cosa podías hacer?
Kineas se frotó las manos.
—Tú eres el filósofo. ¡Dímelo tú!
Filocles negó con la cabeza.
—Primero soy espartano y luego filósofo, supongo. Yo podría haberle matado.