Tirano (56 page)

Read Tirano Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Ajax llevó el mensaje al rey y regresó. Una banda de Lobos Pacientes llegó al campamento con sillas vacías y muchos heridos. Un escuadrón de nobles sármatas, con armadura de la cabeza a los pies, partió hacia el oeste en formación cerrada.

Kineas se encontró con que estaba de pie en la portezuela de su carromato, observando el fuerte del rey, deseoso de que enviara a alguien a buscarle. Ansiaba tener noticias. Y su sueño, su ensoñación, le decía que el peligro estaba cerca.

Filocles se acercó limpiándose las manos con un trapo. Llevaba el pelo limpio y la piel recién untada de aceite.

—He hecho un sacrificio a todos los dioses —dijo Filocles.

—Es un buen día para saludar a los dioses —asintió Kineas con los ojos clavados en el campamento del rey—. Me parece que Diodoro está haciendo lo mismo.

Filocles se sentó en la escalerilla del carromato y se dispuso a limpiar con una navaja la sangre del sacrificio que tenía debajo de las uñas. Asintió con aire ausente ante la mención de Diodo ro y dijo:

—¿Cuándo entramos en batalla?

—¿Sí? —preguntó Kineas. Había malinterpretado la intención de Filocles—. Será diferente en la batalla. Los sakje tienen algo de caballería pesada. Me sorprendió lo bien armados que van, y ya viste a los sármatas: son como hornos de ladrillos a lomos de sus caballos. Pero no tienen nuestra capacidad de maniobra. —Miró a Filocles y vio que había errado el tiro—. Esto no es lo que querías saber, ¿verdad? —dijo en tanto avergonzado.

Filocles negó con la cabeza.

—No. Es bastante interesante, pero no. ¿Dónde mueres? ¿Te importa que haga algo para impedirlo?

Kineas frunció el entrecejo y luego sonrió.

—Creo que me estoy acostumbrando a la idea. Se ha convertido en un hecho central de mi existencia y, sin embargo, es como un peso que me he sacado de encima. Sé la hora de mi muerte, sé que vamos a triunfar. Casi parece un intercambio justo. —Se encogió de hombros porque no había explicación para lo que sentía: fatalismo—. No me preocupa tanto como antes —añadió, confiando que sonara como una broma.

Filocles se puso rojo y los ojos le echaron chispas, y golpeó la cama del carromato con el puño con tal fuerza que todo el carromato tembló.

—¡Y una mierda! ¡Déjate de sandeces, hiparco! No tienes por qué morir. Siento un profundo respeto por Kam Baqca, pero sus trances son fruto de drogas, de esas semillas que todos llevan encima. Lo dije y lo repito: ha previsto su muerte, y eso empaña todos sus sueños. —Hizo una pausa, tomó aire—. Dime dónde mueres.

Kineas suspiró. Señaló hacia el vado.

—No es aquí, pero el sitio se parece mucho. Tendría que haber un árbol grande en la otra orilla y una playa con madera arrastrada por la corriente, también en la otra orilla. Grandes maderos, troncos de árbol enteros. Eso es lo que recuerdo.—Encogió los hombros—. En realidad no he inspeccionado el terreno.

Filocles parecía un toro a punto de embestir, respiraba pesadamente por la nariz, enfadado, o frustrado, o ambas cosas.

—No has inspeccionado el terreno. ¿Crees que la batalla será aquí?

Mirando por la portezuela del carromato, Kineas vio a Eumenes y a Niceas hablando con un tercer hombre, un hombre fornido. Niceas hizo un gesto hacia Kineas. Kineas vio que el tercer hombre era el herrero sindón. Se sirvió una copa de vino. Hizo un ademán silencioso a Filocles, que asintió, y mientras contestaba llenó otra copa de vino para el espartano.

—Creo que será aquí, sí. El camino viene hasta este vado, y este vado es el mejor en estadios; decenas, cientos de estadios. El rey me lo ha asegurado.

Aun antes de terminar de decirlo, Kineas ya estaba considerando la veracidad del aserto. No lo había comprobado. Tendría que estar explorando el terreno por su cuenta. Los sakje eran espléndidos jinetes pero no soldados profesionales, y ya había constatado la diferencia entre sus dotes de observación, excelentes, y los informes de sus exploradores, lamentables. Su propio sentido del fatalismo estaba minando su competencia profesional.

Filocles tomó el vino.

—Entonces qué, ¿Zoprionte marchará hasta el río, verá nuestro campamento y obligará a sus tropas a cruzarlo?

Kineas vio que Niceas y el herrero caminaban colina arriba hacia el carromato.

—Dependerá de lo malparado que salga las próximas semanas. Del espíritu que motive a sus ejércitos. Creo que marchará hasta el vado y acampará, dejando un buen contingente para bloquearlo. Así se verá libre de incursiones nocturnas y sus hombres podrán dormir; y si los sakje los han hostigado durante una semana, ese sueño será muy preciado. Una vez que sus hombres y los caballos hayan descansado un día o dos, ordenará el avance.

—¿Directo a través del vado? —preguntó Filocles.

—Alejandro, o mejor Parmenio, tenían dos maneras de plantear esto. Una consistiría en forzar la travesía con la caballería y luego usarla para cubrir a los taxeis cuando cruzaran. —Kineas sonrió con rapacidad—. Eso no daría resultado contra los sakje. Si Zoprionte lo intenta, será derrotado enseguida. Así que me inclino a pensar que optará por el segundo método: enviar a los taxeis con una coraza de escudos, subir a nuestra orilla, y luego hacer pasar a los caballos contando con la protección de las picas.—Kineas asintió para sí mismo—. He visto hacerlo. Tiene el encanto añadido de desmoralizar al enemigo: cada unidad que cruza y forma en línea parece otra puntada de un tejido que va creciendo.

Filocles apuró su copa de vino.

—En tal caso, ¿todo dependerá de que Menón repela a los taxeis en el río?

Kineas negó con la cabeza.

—No. Si me salgo con la mía, dejaremos que cruce sin oponer resistencia. Dejaremos que tome nuestro campamento.

Filocles asintió lentamente.

—¿Es posible que en el fondo seas más sakje que griego? ¿Acaso la pérdida de tu campamento no es la humillación suprema?

Kineas sacudió la cabeza.

—La esclavitud y la derrota son la humillación suprema. Aunque sí, en esto soy más sakje que griego.

Filocles reparó en los tres hombres que se aproximaban.

—Quieren hablar contigo. Escúchame, pues: quiero luchar a pie, con la falange. Apenas sirvo de nada en la silla, y si vas a sacrificarte por la gloria, me niego a presenciarlo. —Tenía la voz tomada de emoción. Miró hacia otro lado, se recompuso y siguió hablando con un tono normal—. Según parece, Menón piensa que podría serle útil para mantener a los más jóvenes en formación.

Kineas sospechaba que aquello se debía a los nervios previos a la batalla. Incluso los espartanos sucumbían. Apoyó una mano en los músculos de hierro del hombro de Filocles.

—Lucha donde quieras. Te juro que no tengo intención de sacrificarme. Preferiría vivir.

Pensó en el caballo color de hierro y en los sueños, cada vez más frecuentes. Eran sueños verdaderos. Pero no contaría a Filocles los detalles.

—Raya en el orgullo desmedido, esta asunción del sino. —Filocles dejó su copa con cuidado—. Te lo advierto, si puedo romper esto, este sueño de mal augurio, lo romperé.

Se agarró al nervio de la tienda del carromato y saltó a tierra, casi rozando a Niceas, y se alejó, perdiéndose en el atardecer.

—¿Te acuerdas de Hefaestes? —preguntó Niceas, señalando con el pulgar al herrero sindón.

Kineas bajó al suelo con la jarra de vino. La vista se le fue sin querer al fuerte del rey y vio a un hombre que desmontaba agitando febrilmente los brazos. Kineas se obligó a dejar de mirar y ofreció vino aguado a Niceas, luego a Eumenes, cuyo rostro había envejecido diez años en un día, y finalmente al herrero.

El herrero cogió la copa de vino y la dejó con cuidado en el suelo.

—Convertido en hombre de ti —dijosin más preámbulo.

Kineas frunció los labios y sacudió la cabeza.

—Dilo otra vez —dijo en sakje.

El herrero asintió.

—Mi aldea está destruida. No tengo familia. Juraré gutyramas a ti.

Kineas miró a Eumenes.

—No conozco esa palabra.

Eumenes sacudió la cabeza.

—Algunos de nuestros granjeros ocupan tierra mediante gutyramas. Es más que una tenencia; casi como unirse a una familia. Un vínculo de lealtad, no sólo un acuerdo económico. —Eumenes encogió los hombros—. Con esta obligación, los granjeros son mejores trabajadores y al mismo tiempo más exigentes. Pleitos, dotes… Como digo, sienten que son parte de la familia, como si fuesen primos adoptados.

Kineas extendió las manos.

—No tengo tierra que darte, herrero. No poseo ninguna.

El herrero se rascó el cogote.

—Nosotros hombres arruinados —dijo, y señaló colina abajo a los demás refugiados sindones venidos del norte—. Algunos de nosotros, los Manos Crueles aceptan; otros, hombres de ningún hombre son. Sin familia, sin granja. Se fueron, con el humo.—Levantó la vista y miró a Kineas a los ojos—. Me toman para jefe. ¿Sí? Yo no tengo nada. Lo ofrezco, y ellos, de ti. Para mí, busco la muerte, pero para ellos, busco la vida. ¿Estoy hablando para que me oigas?

Kineas asintió, deseando tener a su lado a Ataelo, pero Ataelo estaba persiguiendo su sueño de una manada de caballos con Srayanka y los Manos Crueles.

—¿Podemos alimentarlos? —le preguntó a Niceas.

—¿A cincuenta hombres? Confío en que sí. ¿Qué haremos con ellos? ¿Servicio de campamento? Tenemos de sobra —dijo Niceas enarcando una ceja.

Kineas asintió. Señaló al herrero.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Temerix —dijo, y luego frunció el ceño.

—Es la forma sindona de Hefaestes —apuntó Eumenes.

—Pues ven conmigo —dijo Kineas. Por fin, una excusa para ir a ver al rey.

Subió la colina hasta el fuerte de carromatos del rey, seguido por Temerix y Niceas. Nadie les impidió el paso en la entrada del fuerte, donde el rey, sentado en la trasera de su carromato, estaba enderezando flechas con Marthax. Kam Baqca estaba sentada en la hierba, en medio de sus faldas de cuero, tomando sorbos de té.

—¡Kineas! —dijo el rey poniéndose de pie. Su placer no tuvo nada de fingido.

Kineas se detuvo, hizo el saludo militar y luego condujo al herrero hasta el rey. Explicó la situación en pocas palabras, y el rey le observó atentamente, y luego hizo una serie de preguntas breves al herrero en sindón sin acento.

El herrero contestó son monosílabos.

El rey se volvió hacia Kineas.

—Si haces esto, puedes provocar tensiones con los Manos Crueles: ésa es su gente. A mí me parece que han dejado que se cuelen por las grietas de la vasija mientras proseguían con la guerra. Este hombre dice que rescataste a su banda, y quiere hacerte su juramento. —El desagrado del rey era obvio—. Si dejo que te haga el juramento, te convertiré en señor —dijo—. No estoy seguro de estar dispuesto a convertirte en señor, y sospecho que hacerlo sería una afrenta a mi prima. Srayanka no nos perdonará a ninguno de los dos. Sabiendo eso, ¿aceptarías su juramento y serías su señor?

Kineas negó con la cabeza.

—No deseo ser el señor de ningún hombre.

El rey se quedó claramente sorprendido. Al cabo de un momento dijo:

—Justo cuando creía conocer a los griegos, vuelves a dejarme pasmado. Que tengáis que votar para hacer una guerra que ya tenéis encima; que no tengas inconveniente en tener un esclavo pero no quieras aceptar el juramento de servidumbre de un hombre…

Kineas sostenía la mirada del rey.

—No seré su señor —dijo—. Pondré a sus hombres y a él a mi servicio, como psiloi, les pagaré un salario y les daré cobijo y sustento, pero no aceptaré el juramento de servidumbre de ningún hombre. Y cuando Srayanka regrese, me encargaré de que quienes quieran ser sus siervos lo sean.

El rey asintió y se rascó el mentón. Habló de nuevo en sindón, y al cabo de un rato el herrero asintió. Le tendió la mano a Kineas y éste se la estrechó. Y entonces Niceas se llevó al herrero consigo a buscar un lugar para él y su gente en el campamento para que salieran de la húmeda orilla del río donde llevaban varios días ocultos.

—¿Hay noticias? —preguntó Kineas cuando se hubieron marchado.

El rey miró primero a Marthax y luego a Kam Baqca. Los tres cruzaron miradas, excluyendo a Kineas. Luego se volvieron hacia él los tres a la vez.

—Nos preguntábamos cuánto tiempo permanecerías ausente —dijo el rey.

Kineas cogió una flecha del montón del rey y la levantó hacia el sol. La punta tenía tres cuchillas, cada una maliciosamente curvada por detrás, fundidas en bronce.

—Tengo que interpretar mi papel de hiparco —dijo finalmente—. Lo que hicimos en la asamblea, sus efectos, durarán mucho tiempo. De hecho, depusimos al arconte.

—Que quizá ya esté muerto —dijo Kam Baqca con su curioso griego jónico.

—¿Lo has visto?

—Lo único que veo es el monstruo en el mar de hierba. Pero la gente me cuenta historias.

El rey asintió, y la distancia que Kineas había percibido mientras cabalgaban de regreso tras la campaña contra los getas estaba allí, más profunda, si cabe. Los ojos del rey reflejaban dolor.

—Yo también tengo que actuar. Hoy tengo muertos, Kineas; demasiados muertos. Pues, como tú dijiste, Zoprionte ha aprendido enseguida. La caballería tesalia aplastó a los Lobos Pacientes; una simple trampa. Cien sillas vacías, y un clan enojado.

Kineas agachó la cabeza. El rey prosiguió.

—Vuestro tirano ha matado a esos hombres. Si hubieras estado aquí para dar consejo, no habrían salido con tanto entusiasmo, tan a ciegas, la segunda vez.

—O tal vez sí —dijo Marthax encogiendo bruscamente los hombros—. No le des más importancia de la que tiene, señor. Comparado con el daño que les hemos hecho, lo nuestro es una picadura de abeja.

El rey se volvió hacia Kineas.

—Tal como predecías, aprende deprisa. Ahora la barca está en medio de la corriente, ¿me equivoco? Y debo gobernarla hasta que arribe a mi destino o se estrelle contra las rocas. Esta batalla está cerca, ¿verdad? —Los fulminó con la mirada a los dos—. Ahora estoy comprometido en la batalla que tú deseabas.

Kineas no se movió. Miró a Kam Baqca, que revolvió el té de su tazón mirando las últimas hojas que quedaban. Olía los aromas a resina y a pino de la droga en el viento; había un brasero encendido a sus pies. La hechicera levantó la cabeza y buscó sus ojos. Los suyos eran inmensos, profundos y marrones, y en ellos…

… veía la columna avanzando a través del mar de hierba, mientras él descendía en picado, bajando cada vez más, y alcanzó a ver las bandas de sakje diseminadas alrededor de la columna en varios estadios a la redonda. La columna macedonia avanzaba como la bota de un hombre pateando un hormiguero, pero las hormigas cabalgaban más cerca, más osadas que las hormigas de verdad, y cada hormiga infligía una herida. Pero la visión se desvaneció en otra, y la columna macedonia se convirtió en una serpiente con una cabeza enorme, o en un gusano gigantesco, que se comía cuanto hallaba a su paso y arrojaba detritos por la cola; masticaba sakje y olbianos, trirremes y murallas; excretaba restos de casas quemadas y rastrojos, tumbas recientes y muertos sin enterrar.

Other books

Water Dogs by Lewis Robinson
Frantic by Katherine Howell
Mini Shopaholic by Sophie Kinsella
Goddess by Laura Powell
Capital Punishment by Robert Wilson
Starburst by Robin Pilcher