Tirano (26 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Eumenes prosiguió.

—Ha cobrado dos piezas, una con el arco y otra con la lanza. Una mujer, señores, ¿os imagináis? Y los hombres, qué corteses. Ellos han encontrado a mi ciervo. Me he puesto nervioso: ¿y si hacía un lanzamiento fallido justo allí, rodeado de bárbaros?

Kineas rió a carcajadas.

—Conozco esa sensación, jovencito.

Eumenes se mostró dolido.

—¿Tú, señor? Te he visto lanzar en el hipódromo, señor. En fin, sea como fuere, no dejaré que mi padre vuelva a llamarlos bandidos nunca más.

Filocles le indicó que se retirara.

—Me figuro que doña Srayanka se ha ido a cenar.

Kineas se llevó un chasco. Iba afeitado y debajo de las pieles llevaba una túnica de buen lino, ahora un tanto arrugada después de haber descabezado un sueñecito. Pero sonrió.

—Eres muy buena compañía, señor.

Filocles se sonrojó como un muchacho.

—Me halagas.

—Sócrates decía que no había más alto cumplido. O quizá fuese Jenofonte. Uno de los dos, en cualquier caso. Para un sol dado… Pero ¿por qué darte la lata con lo que piensan los soldados? ¿Has hecho alguna campaña? ¿Es algo de lo que prefieres no hablar? Sin ánimo de ofender.

—Hice una campaña con los hombres de Molivos contra Mitilene. Fue mi primera campaña, pese a toda mi instrucción. —¿Por qué te marchaste?

Filocles miró hacia el fuego.

—Por muchas razones —comenzó, y entonces se oyó un ruido en la tela de la puerta.

Doña Srayanka entró sola y sin aspavientos, apartando la puerta a un lado y cerrándola con un solo gesto del brazo. Una vez dentro, caminó en torno al fuego, se sacudió su abrigo largo de cabritilla por debajo de las rodillas y se sentó con un movimiento fluido. Dedicó una breve sonrisa a Filocles.

—Saludos, hombres griegos. Que los dioses os sean propicios. Lo pronunció tan bien, con tanta soltura, que sólo después Kineas cayó en la cuenta de que era una frase practicada, aprendida de memoria.

Filocles asintió gravemente, como si fuese la matrona griega de una casa bien gobernada.

—Saludos, Despoina.

Kineas no pudo evitar sonreír. La cabeza era la misma, aun que el rostro, menos severo. Los mismos ojos azules y aquellas cejas exageradamente pobladas que casi se le juntaban en medio de la cara. Estaba siendo grosero, mirándola a los ojos; ella le sostenía la mirada y torció las comisuras de los labios.

—Saludos, señora —dijo Kineas. No sonó tan torpe como había temido.

—Deseo…, avisar…, a Ataelax. ¿Sí? —Su voz era grave pero muy femenina.

—¿Ataelax? —preguntó Kineas.

—Ataelo. Es como pronuncian su nombre aquí, me parece —explicó Filocles mientras abría la portezuela y le llamaba.

Ataelo acudió tan deprisa que resultó obvio que había estado aguardando muy cerca. En cuanto entró en la tienda, algo cambió. Hasta entonces, los ojos de Srayanka apenas se apartaron de Kineas. Una vez que Ataelo cerró la portezuela, miraron en todo momento a cualquier otra parte.

—Para hablar —dijo Ataelo. Kineas decidió que pagaría a un maestro en Olbia para que el escita mejorara el uso de los casos del griego cuanto antes.

Doña Srayanka habló en voz baja durante un buen rato. Ataelo aguardó a que hubiera terminado del todo y entonces le hizo unas cuantas preguntas, y por último fue ella quien le preguntó. Finalmente, Ataelo se volvió hacia Kineas.

—Dice muchas cosas buenas para ti, tu nacimiento, ¿y cómo decir? ¿Válido? ¡Valiente! Dice que tú matar muy gran hombre getón. Hombre matar su…, para amigo especial, y para hombre amado. ¿Sí? Y otra cosa. Para otra cosa, todo bueno. Luego esto: siente cobrar tributo en llanuras para ella de nosotros. Problemas con casas de piedra; problema para pueblo de caballo sakje. Ella dice: «¡Tú nunca decir Olbia!», y yo digo: «¡Tú nunca preguntar!», pero verdad por verdad, tú nunca decirme, o quizá yo no entender. ¿Sí?

Filocles se inclinó hacia Kineas.

—Esto ya lo he oído antes, Kineas. Ese getón que mataste había matado a alguien muy importante para ella. No un pariente. No un marido. ¿Un amante? Dudo que lleguemos a saberlo.

Kineas asintió. Una alabanza era una alabanza cuando valorabas a quien la daba.

—Dile que lamento la pérdida de su amigo.

Ataelo asintió y habló con la dama, que también asintió. Habló tirándose de una de sus gruesas trenzas negras.

—Dice: «Cortar esto por pérdida.» Así que no ahora, sino hace mucho tiempo, creo.

Ella siguió hablando, gesticulando con las manos. Llevaba un abrigo distinto y la gargantilla de oro no se veía tanto, pero aquel abrigo también estaba decorado con líneas azul oscuro, dibujos abstractos desde media manga hasta la muñeca, y tenía los mismos conos de oro que envolvían mechones de crin y hacían frufrú cuando se movía.

—Ahora ella dice otra cosa. Dice tú airyanám. ¿Sí? ¿Sabes esta palabra?

Kineas asintió, sumamente halagado. Era una palabra persa que significaba aristócrata, noble antiguo, y también buena conducta.

—La conozco.

—Pues ella dice, tú este airyanám, tú gran hombre para Olbia. Ella dice, Macedonia viene aquí. Dice, Macedonia matar padre, hermano. Yo digo esto: gran batalla, diez vueltas de la luna. Años. Diez años. ¿Sí? En verano. Sakje lucha Macedonia. Muchos matar, muchos morir, no vencer. Pero el rey, él muerto. Yo, lejos en las llanuras, no me importa nada para este rey, nada para Macedonia, pero oigo esto, también. Gran batalla. Grande. ¿Sí? Pues eso. Su padre es rey, así que yo digo: ella gran mujer, grande, igual que pensé la primera vez. ¿Sí?

Filocles la miró y dijo:

—¿Crees que su padre fue el rey que murió luchando contra Macedonia? Durante una gran batalla de hace diez años. Tú no estabas aquí, pero oíste hablar mucho de esto. ¿Y piensas que ella es muy importante?

—Bien para ti —dijo Ataelo—. Para mí, ella grande. ¿Sí? Y ella dice, Macedonia viene. Dice, manos de manos de manos de hombres vienen de Macedonia, como hierba, como agua en el río. Ella dice, rey nuevo buen hombre, pero no luchar. O quizá luchar. Pero si Olbia lucha, rey lucha. Si no, no. Rey se marcha a las llanuras, Macedonia entra en Olbia.

Kineas asintió dando a entender que había entendido lo dicho. Se había incorporado y la contemplaba. Ella hacía caso omiso de su atención, concentrándose en Ataelo. Ahora hablaba con pasión, movía las manos como si apremiara a un caballo con las riendas. Levantaba la voz.

Ataelo prosiguió.

—Ella dice, tú gran hombre para Olbia, tú hombre airyanám, tú haces para ella.

Aunque Ataelo apenas estaba comenzando a traducir su discurso más apasionado, ella había terminado y se dejó caer sobre las pieles con la cabeza apoyada contra el poste central de la tienda, la cara vuelta hacia el agujero para el humo, las largas pestañas cubriéndole los ojos; como si no soportara observar el resultado de sus palabras. Kineas se dio cuenta de que la estaba observando con tanta atención que se estaba perdiendo la traducción del discurso.

—Tú vas, traes a Olbia, haces luchar a Olbia. Guerra contra Macedonia. Sakje grandes, hacen Olbia grande, rompen Macedonia, todo el mundo libre. Ella dice más: todo el mundo habla. Y Kineas, le gustas. Esto ella no dice, ¿sí? Yo digo. Niños jugando delante de yurtas lo dicen. ¿Sí? Todos lo dicen. El rey la pincha con esto. Así para tú saberlo, yo lo digo.

Ataelo sonreía, pero había olvidado que la dama hablaba un poco de griego. Cual flecha disparada con un arco, Srayanka se puso de pie, lo fulminó con la mirada, le golpeó con la fusta, un golpe tremendo que lo derribó, y desapareció por la portezuela.

—Uh, uh —dijo Ataelo. Se levantó de modo vacilante, sujetándose el hombro. Luego salió fuera y la llamó. Un chorreo de improperios le cayó encima. El alboroto era considerable, y se prolongó tanto rato que Kineas y Filocles cruzaron una mirada.

Kineas hizo una mueca.

—Se parece mucho al persa. Creo que acaba de decirle que debería comer mierda. Y morir.

Filocles se sirvió vino.

—Me alegra que tu romance esté floreciendo, pero necesito tu cerebro. ¿Entiendes lo que ha dicho sobre Macedonia?

Kineas seguía escuchándola. Estaba fuera de sí y empleaba palabras que él desconocía. Todas parecían terminar en «ax».

—¿Macedonia? Sí, Filocles. Sí, estaba escuchando. Macedonia va a venir. Escucha, Filocles: he hecho siete campañas. He estado en dos grandes batallas. Sé lo que trae Macedonia. Escúchame. Si Antípatro viene aquí, traerá dos o tres taxeis de infantería: la mitad de los que tiene Alejandro en Asia. Tendrá tantos tracios como pueda pagar y dos mil hetairoi, la mejor caballería del mundo; tendrá tesalios y griegos y también artillería. Aunque sólo envíe un diezmo de su fuerza, estos nobles salvajes y los hoplitas de la ciudad no durarán ni una hora.

Filocles miraba su copa de vino y la alzó. Era de oro macizo.

—Has estado enfermo una semana. He estado hablando con la gente. Sobre todo con Kam Baqca. Es lo más parecido que tienen a un filósofo.

—¿La hechicera? —dijo Kineas con una sonrisa—. Anoche me hizo pasar miedo.

—Es mucho más que una mera hechicera. De hecho, es tan preeminente que su presencia aquí probablemente sea más importante que la del rey. Habla un poco de griego, pero, por razones que ella sabrá, rara vez lo usa. Me gustaría hablar este idioma: todo lo que creo saber me llega filtrado por el cedazo de los pensamientos de otros hombres. Kam Baqca infunde tanto miedo a Ataelo que apenas es capaz de mantener sus pensamientos en orden cuando tiene que traducir para mí.

Kineas estaba perdiendo la esperanza de que Srayanka fuera a regresar.

—¿Por qué? Admito que tiene una presencia imponente…

—¿Alguna vez has ido a Delfos? —interrumpió Filocles—. ¿No? Las sacerdotisas de Apolo son como ella. Combina en sí misma dos funciones sagradas. Es una enarei; ¿te acuerdas de vuestro Herodoto? Ha sacrificado su virilidad para actuar como vidente. Y también es Baqca, la baqca más poderosa que nadie recuerda, según Ataelo.

Kineas intentó recordar lo que se había hablado en su tienda.

—¿Qué significa «baqca»?

—No tengo ni idea; Ataelo no para de contarme cosas, igual que doña Srayanka; hablan de ella con reverencia, pero no abundan en detalles sobre la baqca. Es un concepto bárbaro. —Filocles sacudió la cabeza—. Estoy perdiendo el hilo en una maraña de detalles. Kineas, estas gentes son miles. Decenas de miles.

—¿Y su rey vaga por la estepa con una hechicera y un puñado de criados en busca del apoyo de una pequeña ciudad del Euxino? No me vengas con ésas.

Filocles arrojó el resto de su vino.

—Me sacas de quicio. Son bárbaros, Kineas. No entiendo bien la función de su rey, pero no es ni un cargo honorífico ni un tirano asiático. Lo más que he llegado a comprender es que sólo ejerce de rey cuando hay algún asunto «regio» del que ocuparse. De lo contrario, sólo es un gran jefe que gobierna su tribu; y esto sólo es una minúscula parte de su tribu. Su escolta, por decirlo así.

Kineas se recostó.

—Cuéntame todo esto por la mañana. Estoy mejor. Mañana tengo intención de ver si puedo montar.

—Y es lo que Srayanka desea —dijo Filocles. Sonrió con malicia—. Elijas la cabeza que elijas para pensar, tengo argumentos.

En cuanto se supo que Kineas estaba levantado y vestido, le solicitaron que acudiera a presentarse ante el rey. Estaba preparado, vestido con su mejor túnica y sandalias. No se puso armadura, pues aún estaba muy débil para soportar su peso. Fuera de la tienda le aguardaba su escolta, sus ocho hombres de Olbia con sus clámides y armadura, inmóviles como estatuas. Formaron como profesionalesy le condujeron hasta la yurta del rey flanqueados por una muchedumbre de curiosos sakje. Los perros ladraban, los niños señalaban, y cruzaron un trecho de nieve enfangada. La yurta del rey era con mucho la mayor de todas, y tenía dos puertas, una exterior y otra interior, que su escolta tuvo que abrir.

Dentro hacía tanto calor que se quitó la clámide en cuanto la solemnidad se lo permitió. Había una docena de sakje sentados en semicírculo en torno al fuego. Estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas y charlaban animadamente, y cuando Kineas entró en la yurta todos se pusieron de pie. En medió de ellos había un muchacho, o tal vez un hombre muy joven de abundante pelo rubio y con una barba corta también rubia. Su posición le señalaba como el rey, pero por el esplendor del vestido y la cantidad de oro, cualquiera de los doce sakje podría haber sido el monarca.

Srayanka estaba a su derecha. Tenía una expresión reservada y fría y su mirada se posó un instante en Kineas, luego se detuvo un momento en Filocles y finalmente volvió a centrarse en el rey.

Kam Baqca estaba detrás del rey, vestida sencillamente con un abrigo largo blanco, y con el pelo recogido en un rodete. Inclinó la cabeza a modo de saludo.

El rey sonrió.

—Bienvenido, Kineas. Soy Satrax, rey de los asagatje. Por favor, toma asiento y permite que te sirvamos.

Dicho esto, todas las personas de la tienda se sentaron a la vez y Kineas intentó, sin éxito, hacerlo con la misma gracia que ellos. Filocles y Eumenes habían entrado con él y se sentaron uno a cada lado de Kineas, según lo acordado previamente, y Ataelo se sentó a su derecha, en una especie de tierra de nadie entre ambos grupos.

Kineas habló una vez que se hubo acomodado.

—Agradezco tu bienvenida, oh, Rey. Tu hospitalidad ha sido generosa. Tanto es así que llegué enfermo y tu médico me ha curado.

Observó al rey detenidamente. El muchacho era más joven de lo que lo era Alejandro cuando cruzaron el Helesponto, su rostro todavía era tersoy no presentaba las marcas de duras experiencias. Sus grandes ojos hablaban con elocuencia de su buen carácter, y sus gestos poseían una inexperta dignidad. Cuanto vio fue del agrado de Kineas.

Trajeron vino griego en grandes jarras y lo vertieron en un cuenco inmenso de oro macizo. El rey fue sumergiendo copas de vino en el cuenco y pasándoselas a sus invitados, bendiciendo a cada uno de ellos. Cuando llenó la copa de Kineas, la elevó hasta donde éste estaba sentado.

Kineas se levantó, inseguro acerca del protocolo y nada habituado a ser servido por alguien que no fuera un esclavo.

El rey le apoyó una mano en el hombro para que se sentara de nuevo.

—Las bendiciones de los nueve dioses del cielo sean contigo, Kineas —dijo en griego. Tenía acento, pero su griego, aunque jónico, era puro.

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