Tirano (27 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Kineas tomó su copa y bebió, tal como había visto hacer a los demás. El vino no estaba mezclado con agua, era puro tinto de Quíos. Lo tragó con cautela y sintió cómo le ardía el estómago.

Cuando el rey se hubo sentado con una copa en la mano, vertió una libación y dijo una plegaria. Luego se inclinó hacia delante.

—Vayamos al grano —dijo. Era agresivo, a la manera medió timorata de los jóvenes—. ¿Olbia luchará contra Macedonia o se rendirá?

Kineas se quedó atónito ante la prontitud con que el rey pasaba al asunto que los ocupaba. Había cometido el error de hallar similitudes entre los sakje y los persas y, por consiguiente, había esperadomás ceremonia y largas conversaciones sobre trivialidades. No supo qué contestar.

—Vamos, Kineas, varios de mis amigos ya han abordado el tema contigo. —El rey se inclinó hacia delante; disfrutaba gustoso de su ventaja—. ¿Qué hará Olbia?

Kineas se fijó en que los ojos del muchacho se desviaban un instante hacia Srayanka en busca de aprobación. Bien.

—No puedo hablar en nombre de Olbia, señor. —Kineas miró al rey de hito en hito. De cerca, pudo ver que el joven rey era guapo, casi tan guapo como Ajax, con una respingona nariz bárbara como único rasgo discordante en el rostro. Kineas dio unas vueltas al vino para ganar tiempo y pensar—. Creo que antes habrá que convencer al arconte de que la amenaza de Macedonia es real.

El rey asintió y cruzó una mirada con un hombretón barbudo que tenía a su izquierda.

—Ya me esperaba algo así y no tengo pruebas que lo demuestren. Permíteme formularlo de otra manera. Si Macedonia ataca, ¿Olbia se rendirá?

Kineas sospechó que el muchacho estaba haciendo preguntas aprendidas de memoria. Se encogió de hombros.

—Una vez más, deberás preguntarle al arconte. No puedo hablar en nombre de Olbia.

Se murió de vergüenza al ver que Srayanka le miraba con in diferencia y se volvía para sonreírle al rey.

El rey se toqueteaba la barba. Tras un breve silencio, asintió.

—Es lo que esperaba y por eso tengo que ir a ver a vuestro arconte en persona. —Hizo una pausa—. ¿Me aconsejarás?

Kineas asintió lentamente.

—En la medida en que pueda. Estoy al mando de la caballería del arconte. No soy su confidente.

El rey sonrió.

—Si lo fueras, me guardaría bien de pedirte consejo.

De pronto pareció muy maduro para su edad; Kineas pensó que quizás estaba haciendo sus propias preguntas, después de todo, y su sarcasmo era tan griego como su lenguaje.

—Muchos de mis nobles consideran que deberíamos luchar.

Kam Baqca dice que sólo deberíamos luchar si Olbia y Pantecapaeum también tienen intención de hacerlo.

¿Qué dices tú? Qué fácil mostrarse desdeñoso y burlón delante de Filocles. Bastante más fácil que delante de aquel joven tan franco.

—Me lo pensaría dos veces antes de enfrentarme a Macedonia —dijo Kineas.

Srayanka volvió la cabeza de golpe hacia él. Entrecerró los ojos. Kineas reparó en lo oscuros que eran sus labios y en cómo los torcía hacia abajo al apartar la mirada de él.

Kam Baqca dijo unas pocas palabras. El rey sonrió.

—Kam Baqca dice que has servido al monstruo y que sabes más acerca de él que cualquier hombre aquí presente.

—¿El monstruo? —preguntó Kineas.

—Alejandro. Kam Baqca le llama el Monstruo.

El rey se sirvió más vino.

—Serví a Alejandro —admitió Kineas. Todos le miraron y se preguntó si estaba en peligro allí. Ninguna de las miradas era amistosa; sólo Kam Baqca le seguía sonriendo. Y Srayanka jugueteó con su fusta para no tener que mirarle.

Y Kineas pensó: «Le serví. Le amé. Y ahora comienzo a sospechar que Kam Baqca lleva razón. Es un monstruo.» Estaba confundido y la confusión le alteró el tono.

—El ejército de Macedonia es el mejor del mundo. Si Antípatro envía a Zoprionte aquí, traerá a miles de piqueros, tracios, arqueros: probablemente una infantería de quince mil hombres. Y caballería de Macedonia y Tesalia, las mejores del mundo griego. Contra eso, los hombres de Olbia y de Pantecapaeum, más unos pocos cientos de escitas, aunque cada uno de ellos fuese Aquiles regresado de los Campos Elíseos, no serían suficientes.

El rey, incómodo, volvió a toquetearse la barba y luego jugueteó con un anillo.

—¿Cuántos jinetes crees que puedo poner en el campo, Kineas? Kineas se encontró perdido ante semejante pregunta, ya que los reyes bárbaros indefectiblemente exageraban el recuento de sus hombres. Si condescendía y aventuraba una cifra muy alta, restaba validez a su propio argumento; si proponía una muy baja, ofendería al rey.

—No lo sé, oh, Rey. Aquí veo unos pocos cientos. Estoy convencido de que hay muchos más.

El rey se rió. A medida que sus palabras fueron traducidas, cada vez más sakje rieron. Incluso Srayanka rió.

—Escucha, Kineas. Estamos en invierno. La hierba está debajo de la nieve y en las llanuras hay poca leña para hogueras. En invierno, cada clan de cada tribu va por su cuenta para buscar comida, cobijarse y cortar leña. Si nos quedáramos todos juntos, los caballos pasarían hambre y los animales se mantendrían alejados de nuestros arcos. He visto las ciudades de los griegos: fui rehén en Pantecapaeum. He visto a cuánta gente podéis meter dentro de una muralla de piedra, con esclavos que cultiven la tierra y esclavos que cocinen. Nosotros no tenemos esclavos. No tenemos murallas. Pero en primavera, si mis jefes guerreros resuelven que debemos combatir, puedo congregar a decenas de miles de jinetes aquí. Tal vez tres decenas de miles. Tal vez más.

Filocles apoyó una mano en la rodilla de Kineas.

—Ataelo dice lo mismo. Creo que es verdad. Piensa antes de hablar.

Kineas trató de imaginarse a treinta mil jinetes en un mismo ejército.

—¿Puedes alimentarlos? —preguntó.

El rey asintió.

—Durante una temporada. Y si es por más tiempo, con las ciudades de mi parte. Permíteme ser franco contigo, Kineas. También puedo limitarme a cabalgar hacia las llanuras del norte y dejaros en manos de los macedonios. Ya pueden marchar hasta las nevadas del año que viene, que nunca darán conmigo. Las llanuras sonvastas, más extensas que todo el resto del mundo.

Kineas suspiró profundamente obviando la mano que tenía en la rodilla y los ojos azules bajo las cejas oscuras que le miraban desde el otro lado de la tienda.

—Si deseas influir en el arconte, tendrás que convencerle de que dispones de esos contingentes.

Con treinta mil hombres y mujeres que cabalgaban como Ártemis…

El rey señaló la puntera de su bota y el inmenso cuenco de oro que tenía a los pies.

—No puedo mostrarle a los jinetes en la gran llanura, Kineas. Pero puedo mostrarle una cantidad de oro enorme. Y el oro es el camino hacia el corazón de un griego, o eso me ha parecido observar. Y vuestro arconte tal vez se pregunte lo siguiente. Si el rey bandido tiene una montaña de oro, ¿por qué no iba a tener treinta mil jinetes?

Kineas hizo una mueca al oír las palabras «rey bandido», y el rey se rió otra vez.

—¿No es así como nos llama? ¿Bandidos? ¿Ladrones de caballos? ¿Cosas peores? Las oí todas cuando fui un rehén.

—En ese caso, ¿por qué querrías combatir? —dijo Kineas—. ¿Por qué no retirarse a las llanuras?

El rey se recostó hasta apoyar los hombros contra un tapiz. Daba la impresión de estar cómodo.

—Vuestras ciudades son nuestras riquezas. Allí vendemos nuestro grano y compramos bienes que nos encantan. Podemos perder esas cosas: no tenemos ataduras. Pero también podríamos luchar por ellas. —Levantó la mano y la hizo oscilar en el aire—. Es una cuestión de equilibrio. ¿Luchar por nuestro tesoro o abandonarlo? —Sonrió con ironía—. Si tomo la decisión acertada, seré un buen rey. Si yerro al decidir, seré un mal rey. —Se levantó. Estás cansado. Tendré más preguntas que hacerte mientras cabalgamos. ¿Estarás listo para partir mañana?

Kineas también se levantó, y Filocles hizo lo mismo con manifiesta impaciencia.

—Oh, Rey, lo estaré. Con tu venia, te escoltaré hasta Olbia.

—Que así sea.

Al día siguiente, Kineas todavía se mareaba un poco cuando se movía deprisa, y el esfuerzo de llevar armadura le resultó excesivo al principio, aunque no tardó en acostumbrarse. La nieve formaba profundos ventisqueros en torno al campamento, y estaba apisonada en las sendas que habían abierto las huellas de los cazadores y los recolectores de leña. Lejos, hacia el sur, se veía un gran meandro negro del río. No había ni rastro del camino que habían seguido para llegar hasta allí.

—Tendremos que ir despacio —dijo Kineas a Ajax y Eumenes. Filocles le estaba evitando.

—Los sakje tendrán caballos de refresco dijo Eumenes mientras señalaba hacia el lugar donde el grupo de viajeros ultimaba preparativos; el rey y diez compañeros. Todos iban vestidos como reyes, cargados de adornos de oro. Todos llevaban mantos rojos, aunque no había dos que estuvieran teñidos con el mismo tono exacto.

Kineas buscó a Srayanka, pero ella no estaba allí. No formaría parte del séquito real. Se preguntó si los habría acompañado de haber dicho lo que ella deseaba. Se preguntó qué era exactamente lo que ella y Filocles habían querido que dijera. Pensó en el recibimiento que le aguardaba en Olbia y en un invierno entrenando a hombres ricos y a sus hijos para convertirlos en soldados de caballería, y por primera vez tal perspectiva se le antojó vana e insustancial. Pensó en la proposición que le habían hecho después de que lo exiliaran, y en lo que ahora significaría.

Pensó en Srayanka y en el modo en que el rey la había mirado. ¿Amante real? ¿Prometida? Amargos pensamientos, la clase de pensamientos celosos que primero informan a un hombre de que está enamorado, le ocupaban la mente cuando Filocles apareció a su lado.

—Parece que un perro se te haya comido el desayuno —dijo Filocles. Se le veía contento, en forma y listo para cualquier cosa.

—¿Es verdad que está bien casada, hermano? —preguntó Kineas.

Filocles sonrió: Kineas rara vez aludía a él como hermano, y el cumplido le alegró.

—No lo está. Algo me decía que querrías averiguarlo.

Rió a carcajadas. Kineas notó que los colores le bajaban de las mejillas al cuello.

—Ríe cuanto quieras —dijo lacónicamente.

Filocles levantó una mano.

—Perdona —dijo—. Es injusto que ría quien tan a menudo ha sentido el aguijón de Afrodita en sus carnes. Está soltera; y, tal como pensaba Ataelo, es la señora de la gran tribu de estos bárbaros. Y una famosa guerrera.

Kineas se rascó la barba observando al rey y a su montura y evitando los ojos de Filocles.

—¿Sabes si es…, concubina del rey?

Filocles se puso en jarras.

—¿Eres capaz de imaginarte a esa chica como concubina de alguien? —Sonrió—. Estoy por decirle lo que has preguntado. —Kineas giró en redondo y Filocles se volvió a reír—. ¡Mal te veo! —dijo.

Kineas soltó un gruñido. Luego dio la espalda a Filocles, agarró a Eumenes del hombro y se dirigió a grandes zancadas hacia donde estaba el rey.

El rey estaba comprobando los cascos de su montura. Tenía una pata delantera entre las rodillas y un cuchillo curvo entre los dientes.

—Buenos días —dijosin sacarse el cuchillo de la boca.

Kineas hizo una reverencia con fría formalidad y no sin cierta torpeza debido al peso de la armadura.

—No quisiera retrasarte, señor, pero tenemos pocos caballos de refresco y no estaremos en condiciones de viajar deprisa.

El rey volvió a dejar la pata del caballo en el suelo, dio una palmada afectuosa al animal y se puso a tensar la cincha. A Kineas aún le costaba trabajo ver a un rey tensando su propia cincha. Hacía que le resultara imposible creer que ese mismo rey pudiera disponer de treinta mil jinetes.

Satisfecho con la tensión de su cincha, el rey hizo una seña con su fusta a un hombre alto de pelo muy rubio y con una barba imponente, vestido de rojo de la cabeza a los pies. En el consejo había estado sentado a la izquierda del rey.

—¡Marthax! Te necesito.

Marthax se aproximó montado en un alto semental ruano. Era un hombre corpulento, con una barriga que le caía por encima del cinturón, pero tenía los brazos como troncos de árbol y unas piernas enormes. Su sombrero rojo puntiagudo estaba forrado de piel blanca y llevaba una tira de placas de oro moldeadas como Afroditas besándose alrededor de la parte alta de cada bíceps. Él y el rey intercambiaron unas cuantas palabras. Kineas estuvo seguro de que dijeron «caballo» y «nieve». Luego ambos le miraron. Marthax sonreía de oreja a oreja.

—¡Tú amigo rey! —dijo—. Buen amigo. Rey dar caballos. ¡Ven! Mira caballos, coge.

Kineas llamó a Ataelo a voz en cuello y le dijo. Eumenes:

—No quiero estar en deuda por estos caballos. Dile que basta con que nos preste unos pocos para tenerlos de refresco.

Eumenes comenzó a deliberar, salpicando su discurso con unas cuantas palabras en sakje, pero el rey negó con la cabeza.

—Cogedlos sin más. Tengo otros cuantos miles. Quiero ir deprisa y zanjar este asunto cuanto antes. Mi pueblo me estará aguardando aquí y nos espera un viaje muy largo hacia el norte a través de las llanuras cuando esto haya terminado.

Sus palabras fueron cordiales, pero el tono, perentorio. El obsequio no era una petición; era una orden.

Kineas indicó a Ataelo, que ya había montado, que fuera con Marthax. Regresó con una reata de robustos ponis de las llanuras y dos grandes caballos de guerra. Ambos eran de un gris pálido como el del hierro nuevo, con rayas negras que les recorrían la espina dorsal.

Kineas los observó pasar y examinó su talla y fortaleza. Estaba tan absorto con los caballos que casi chocó con Kam Baqca. Ésta lo agarró por los hombros con firmeza y le miró a los ojos. Los suyos eran oscuros, de un marrón casi negro incluso con el resplandor de la nieve. Se puso a hablar, casi a cantar, y el rey vino y se situó a su lado.

—Dice: «No intentes cruzar el río otra vez sin mi ayuda.»

El rey enarcó las cejas. La vidente sonrió, sujetándole todavía los hombros, y Kineas miró sus profundos ojos castaños: «Todo el camino hasta donde aguardaban los sueños, y un árbol crecía en la oscuridad…»

Y entonces se encontró de pie en la nieve y ella dijo en griego bien claro:

—No debes marcharte sin hablar con mi sobrina.

El rey se volvió para mirarla; el giro repentino y la mirada fulminante de un águila. Kineas se percató. La vidente hizo caso omiso del rey. En cambio, levantó los brazos y ató un amuleto a la brida del caballo de Kineas. La brida era sencilla, sólo una lazada de cuero con un bocado de bronce. La brida buena la llevaba su caballo de batalla, sano y salvo en Olbia. El amuleto era de hierro, un arco y una flecha.

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