Tirano (24 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

—¡Ajax! —gritó, una pura orden.

Ajax trotó hasta su lado; o mejor dicho, su caballo intentó trotar amontonando nieve con los cascos. El manto que cubría el suelo ya tenía más de un palmo de grosor.

—¡Señor! —Ajax saludó como un militar.

«Si este chico sobrevive, será un buen soldado.»

Kineas se inclinó hacia él.

—Estoy enfermo —dijo muy bajito. Lavozleraspabala garganta y tenía la nariz tapada—. Y me estoy poniendo peor. Si no puedo mandar, pon a estos chavales en marcha hasta que deis con Filocles o con los sakje. ¿Me entiendes?

«¡Hermes!, parece que tengo setenta años.»

—Sí, señor —respondióAjax asintiendo con la cabeza.

Kineas puso su montura a medio galope y la yegua avanzó sacudiendo las patas hasta el frente de los muchachos. Detrás de él, Ajax gritó:

—¡Dos hileras! ¡Esto no es una partida de caza!

Kineas tuvo ganas de sonreír, pero el mundo real le era cada vez más ajeno.

Una hora después, aún mantenía el dominio de sí mismo y del grupo, pero a duras penas. En dos ocasiones estuvo a punto de…, quizá no de caer dormido pero sí de dejarse llevar. En ambas se recobró para ver la capucha roja del escita saltando delante de él.

La nevada cesó casi por completo y al cabo se reanudó con más intensidad. Kineas comenzó a tener miedo de adelantar a Filocles y al muchacho sin verlos, ocultos por la nieve. Se estaba amodorrando y sabía que eso no era bueno. Detrás de él, Ajax seguía acuciando a su tropa, exigiéndoles que se mantuvieran erguidos, que dejaran de sonarse, una interminable letanía de faltas menores que en otras circunstancias habrían resultado ridículas.

La tos fue empeorando, lo cual, tras cada ataque, parecía imposible; hasta que llegaba el siguiente. Y entonces Filocles apareció allí, a su lado, secundado por Clío. Se sentó bien erguido.

—Hemos limpiado el suelo bajo los árboles —dijo Filocles. Tenía la nariz roja como el vino.

—¡He encendido un fuego! —dijo elío—. ¡Yo solo!

—Bien hecho, muchacho. Bueno. —Tos—. ¿Está lejos?

—A medio estadio. Ataelo tiene a los exploradores vigilando el fuego.

—Vamos. Pongamos a estos chicos a cubierto. —Se sonó la nariz con la mano y tosió—. Dos tiendas: esclavos en una, caballería en la otra. Da de comer a los esclavos. Que beban algo caliente. ¿Entiendes?

—¡Soy un jodido espartano! —dijo Filocles—. No es la primera tormenta que paso a la intemperie. Parece como si Apolo te hubiese atravesado con una flecha. Hermes mediante te llevaremos al fuego. Hades, estás ardiendo.

Ver a Filocles alivió a Kineas más que cualquier medicina. Se encontraba mejor, se sacudió la nieve de la cimera del casco y pasó delante hacia el campamento. Cuando siguieron las huellas hasta el fuego, les hizo parar y poner a los caballos en círculo.

—¡Escuchadme! Os habéis portado como soldados. Ha sido peligroso, pero lo hemos conseguido. —Volvió a sonarse la nariz con los dedos y se los limpió contra el muslo, tosió y se irguió otra vez—. Aún no hemos terminado. Todos los hombres a recoger leña. Quiero una pila de leña tan grande como una casa. No lo dejéis a los esclavos: se trata de vuestra vida además de las suyas. Caballos almohazados y cubiertos con mantas. —Volvió a toser. Estaban sentados como estatuas: o se habían habituado a la disciplina en un día o estaban tan abatidos que no podían ni moverse—. Arni: los esclavos a hervir agua y a preparar comida. Dejad que primero entren en calor. Amos: a trabajar.

Ninguno se rebeló. Ninguno se acercó al fuego. Comenzaron a recoger leña; lastimosas ramitas nevadas al principio, pero Ajax y Filocles los fueron alentando y de pronto la tarea se convirtió en una competición, una proeza digna de Aquiles, y se emplearon a fondo para conseguir más madera, troncos varados en la playa del río, ramas caídas de la arboleda que poblaba el fondo del meandro. Incluso Kineas, que no tenía pleno control de su cuerpo, se sintió impulsado a participar.

Pronto se encontró bebiendo de un cuenco de bronce que le quemaba las manos al tiempo que el calor del ponche de vino especiado le aliviaba el dolor de garganta. Tenía las manos muy rojas. Los demás estaban de pie en torno a una hoguera enorme, un fuego tan grande como una casa cuyo calor les secó la ropa enseguida.

Y de repente estaba en una tienda, tosiendo.

Tiene calor, y los espíritus de los muertos se congregan en torno a él con lenguas de fuego: Aristófanes, que murió gritando con una flecha en el vientre a orillas del Éufrates, escupe fuego hasta que una nube de llamas le envuelve la cabeza como un sudario. Un persa —de repente está seguro de que es un hombre a quien mató él mismono tiene rostro, sólo huesos, pero sus manos hacen señales precisas, y entonces…

Tiene frío, y los cuerpos de los muertos están helados. Amyntas tiene hielo en la barba que le cubre las mejillas y cuando sonríe se le abren grietas como patas de gallo junto a los ojos de una matrona.

«No sabía que estabas muerto.»

Amyntas no tiene ojos ni voz, y no responde.

Las manos de Ártemis son frías como la arcilla y están mojadas, y su virilidad se estremece y rehúye su contacto, y las manos de ella brillan; tiene escarcha en las pestañas y una daga en el cuello, y él retrocede.

La luna se levanta como una diosa acusadora sobre el campo de batalla de Gaugamela, y él camina solo entre los muertos. En su mayoría persas, yacen como tristes bultos donde los macedonios les segaron la vida, o como hierba apilada donde los abatieron si estaban de pie. Y él piensa «esto es real», porque estuvo allí, bajo aquella luna, pero entonces los muertos comienzan a moverse, levantándose como hombres con frío que han dormido como troncos en el suelo, uno palpándose buscando algo que ha perdido —los intestinos, a sus pies—, otro sujetándose la espalda y gruñendo, pero no le llega ningún sonido, sólo un flujo de bilis negra.

Ártemis le coge de la mano y está en la orilla del Éufrates con ella, o quizá sea el Pinaro; quizás ambos a la vez. La fría luna no alumbra de verdad. Y él mira a Ártemis. «No sabía que estuvieras muerta.»

«¿Estoy muerta?» Ella levanta una mano, tan hermosa como siempre ha sido, incluso enrojecida por el trabajo, la mano de Afrodita, y señala al otro lado del río hacia la nube de polvo que ha levantado la caballería persa, o hacia la nieve. No recuerda qué formó la nube. Huele como el humo, como una soga ardiendo, o pinaza. No recuerda su propio nombre aunque sabe el de ella.

Suspira por ella, ansía quitarle la daga del cuello. Incluso reconoce la daga pero es incapaz de darle nombre. En alguna parte, una voz fuerte está cantando, pero si dice palabras, no significan nada. No es la voz de un hombre ni la de una mujer.

Corre dando traspiés bajando por la grava de la orilla porque tiene mucha sed, e intenta beber. Ella huele, no a putrefacción, a tierra. Sin lavar. Ya ha olido eso otras veces, en el campo. Tiene los cabellos llenos de tierra.

Quizá se los podría lavar.

La canción es muy atrayente. ¿Alguna vez hubo algo que ver en el otro lado del río? No lo recuerda; ahora no hay nada, pero está convencido de haberse abierto camino por allí una vez, y sobrevivió. Seguramente es verdad. ¿Había humo?

Necesita un caballo. No va montado y necesita un caballo. Y Ártemis se ha ido, pero no le importa, tan grande es la urgencia por hallar un caballo; puede darse por muerto si no encuentra un caballo y monta y sube por el agua y empuja con las piernas, pero el agua debe de ser más profunda de lo que esperaba, no hay nada debajo de él y la armadura le arrastra, le arrastra hacia abajo, y se hundirá, y está oscuro y hace frío, tanto frío que no puede moverse, y sólo desea dormir…

El apremio por hallar un caballo sobrevive y empuja hacia arriba a través del agua, pero es más bien como polvo y tiene la boca llena de polvo, y tose sin parar. Consigue sacar la cabeza del agua polvo, y el caballo que tiene encima es enorme —tan alto que sus patas se alzan como los pilares de un templo, pero la desesperación le domina, el terror—, le agarra los pelos de los corvejones y el animal lo saca a rastras del río, y vuelve a oír la canción, una canción bárbara que le envuelve, hay algo quemándose. Está en la arena del desierto —no, está en la nieve, y Darío está muertosuplicando en el ágora; él monta un caballo, el primero, y no puede dominarlo y la bestia se lanza a medio galope y luego a galope tendido y él no puede apearse, el caballo se adueña de él y él no puede dominarlo, no puede dominarlo, no puede dominarlo.

La canción suena fuerte y él monta el caballo, cabalga de noche por la llanura abierta, pero la llanura está oscura y vuelan chispas cuando los cascos del caballo tocan el suelo, muy de vez en cuando. Está volando. Y vuela bajando una montaña, o subiendo —hay destellos de relámpagos pero no se apagan, de modo que cada uno se superpone al anterior hasta que el cielo está blanco de un único rayo en la mano de Zeus—, la montaña y la luz alrededor de la montaña, y la canción —nasal, monótona, bárbara—, olor apelo sin lavar; agua en la boca; el tacto de ella como de fuego, y no es la primera vez. Él sonríe, pero ahora hay luz por doquier y la única oscuridad es como un túnel delante de él, y al final del túnel aguarda un persa con armadura completa, a lomos de un caballo también con armadura, y él no tiene lanza ni espada, y no se fía del caballo bárbaro que tiene entre las piernas, las manos de ella, la daga, la luz, el ritmo del caballo, canción, agua, calor, piel tocándole la cabeza y luz cálida en torno a él y olor a fuego…

—¿Kineas?

Kineas podía verle, pero no tenía sitió en el mundo con el caballo y Ártemis y todos los muertos. Y entonces sonrió, ó intentó sonreír. Tenía pieles debajo de la cabeza.

—¿Filocles? —dijo.

—Alabados sean los dioses.

Filocles le acercó un cuenco de agua a la boca. El aire sabía a humo y a algo bárbaro.

Durmió.

Despertó, y una bárbara se inclinó sobre él con voz de mujer y un asomo de barba en las mejillas, cantando. La canción le resultaba familiar. Volvió a dormirse.

Despertó, y la bárbara seguía cantando, la voz dulce, y tocaba un tambor con sus manos de hombre, y Filocles estaba sentado al otro lado del fuego, un fuego dentro de una tienda. Sabor a agua, sabor a vino… Se durmió.

Despertó, y Ajax estaba en la puerta, y entró una violenta racha de viento, nieve en la cara, nieve que no traspasaba las pieles amontonadas encima de él. Ajax le dio sopa, sopa buena, y le limpió dónde se había ensuciado, de modo que se avergonzó, y Ajax se rió.

—Te recobrarás y volverás a humillarme —dijo—. No, no: no era mi intención que te lo tomaras tan a pechó, Kineas. Descansa tranquilo. Estamos todos bien. Estamos con los sakje.

Y soñó, y las palabras retumbaban en sus sueños porque las decía Filocles escuchándolas del hombre que era una mujer —amavaithyá, gaéthanám, mizhdem—. Filocles las repetía, una y otra vez la mujer las decía, y el tambor sonaba sin cesar. Estaba despierto pero ellos no lo sabían, y el idioma era como el persa, que él conocía un poco, y luego dejaba de serlo. La mujer se llamaba Kam, ó tal vez Baqca.

Y de repente se encontró despierto, y la delgada capa a través de la cual había estado viendo el mundo se desgarró y volvió a ser él mismo. Se esforzó por incorporarse, y Filocles acudió a su vera y se repitió el vergonzante asuntó de desnudarlo y limpiarlo, pero sabía que así tenía que ser.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja, señalando a la mujer. Ahora la veía con más claridad, y estaba claro que era un hombre, pero le había oído la voz tanto tiempo que su género lo establecía la voz.

—Es Kam Baqca, que te ha curado.

Las palabras de Filocles contenían un mensaje, como siempre, pero el contacto de Kineas con el mundo, aunque firme, aún no era claro.

—¿Ella, él? ¿Es sakje? —preguntó Kineas con voz ronca, casi un graznido, pero se arrepintió de inmediato: tenía muchas otras cosas que preguntar. ¿Dónde estaban los hombres, los chicos, en realidad? ¿Había alguien más enfermo?

—Es toda una sakje. Y los demás están bien, o bastante bien, al menos. Habría regresado a la ciudad, pero hay mucha nieve y hasta los propios sakje permanecen acampados. ¿Me estás oyendo?

—Ya lo creo. —Kineas se las arregló para reír. Estaba muy contento. Estaba vivo.

—Ésta es una pequeña porción de su nación. De unos trescientos. Pero es importante. Kam Baqca sirve al rey; al más alto mandatario de los sakje, me parece. El Khan. Lo mismo que Srayanka. Han venido a Olbia en embajada. ¿Estás listo para oír todo esto?

Filocles se detuvo porque Kineas estaba tosiendo. Su tos era una pálida sombra de la que antes tenía, pero al toser aún le hacía daño el pecho. El pecho lo sentía exactamente igual que si se lo hubiesen golpeado insistentemente con la armadura puesta: el mismo dolor profundo, como si estuviera magullado debajo de la piel.

—Estoy bien. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—Siete días desde que llegamos. Te trajimos desde la tienda de nuestro campamento; creí que habías muerto.

Kineas recordaba retazos de sus sueños. Sacudió la cabeza para alejarlos y no hizo ningún comentario.

—¿Puedes comunicarte con ellos?

—Eumenes tuvo una niñera sakje: habla su idioma. Y Ataelo no ha pegado ojo: de no haber sido por él, no sé si estaríamos vivos. Y yo he aprendido un poco. Y doña Srayanka sabe un poquito de griego, y el rey lo habla con bastante fluidez, me parece, aunque rara vez se dirige a nosotros.

Kineas miró a su alrededor. Estaba en una tienda redonda, o una cabaña: tenía una abertura en lo alto por donde salía el humo y un poste central que parecía sólido al tacto; se incorporó un poco y lo palpó. Era recio. El suelo estaba cubierto de esteras de junco y alfombras y pieles. Las alfombras eran agresivas, vistosas y bárbaras. Las había visto en Persia. Una fogata ardía en el centro y había arcones de madera con los cantos forrados de herrajes decorados con dibujos. Fieras salvajes acechaban en los herrajes, en las alfombras y en el oro de la lámpara que tenía encima. Volvió a tumbarse, agotado.

—Escucha —dijo Filocles—. Te estoy cansando, pero tengo que contarle esto a alguien o voy a reventar. No van a reunirse conmigo formalmente: están aguardando a ver si sobrevives y hacen todo lo posible por salvarte. Pero Diodoro lleva razón. Dicen que Antípatro va a venir en primavera con un gran ejército, y que están aquí para sellar una alianza.

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