Kineas sacudió la cabeza.
—Joder —murmuró. Y se dispuso a dormir.
Cuando volvió a despertarse, era de noche. Ataelo estaba sentado junto al fuego jugando con él, y Kineas le observó durante lo que le pareció mucho rato, mientras el escita recogía astillas de corteza y de leña de las alfombras y las lanzaba a las llamas, absorto en los parpadeos de la luz y el proceso de combustión. Luego salió sin el menor ruido por la puerta y regresó con una brazada de troncos menudos, cuidadosamente partidos a lo largo. Los dispuso ordenadamente encima de los restos de otro montón y fue alimentando la fogata hasta reavivarla. Con la nueva luz de las llamas Kineas vio que Kam Baqca estaba sentada al otro lado del fuego; había estado allí todo el tiempo. Llevaba un abrigo largo de piel cubierto de diminutos símbolos bordados con pelo teñido de venado. Cientos de platillos de oro cubrían las mangas y la pechera, de modo que relucían con la luz renovada. Iba calzada con zapatos ajustados y medias de piel, los zapatos, poco más que calcetines de cuero, también cubiertos de diminutos ornamentos. Kineas vio caballos, antílopes y animales más raros, sobre todo grifones, repetidos en interminable variedad, sin que hubiera dos iguales.
Kam Baqca advirtió que estaba despierto y se aproximó a él rodeando la fogata. Tenía el rostro de mediana edad, hermoso y circunspecto, con una larga nariz recta y altas cejas depiladas, pero sus ojos eran los ojos de un hombre, y el cuello era el cuello de un hombre. Y sus manos, cuando alzó una copa para que él bebiera, eran las manos de un hombre, llenas de callos y costras.
Ataelo seguía jugueteando con el fuego. Kam Baqca habló, con voz grave, y Ataelo fue a situarse a su lado.
—Kam Baqca pregunta, ¿cómo es para ti esta noche? —Ataelo pronunció con más claridad que de costumbre.
Kineas sacudió la cabeza para librarse de la copa de oro.
—Estoy mejor. ¿Sí? ¿Bien? ¿Puedes darle las gracias de mi parte? ¿Es médico?
Ataelo ladeó la cabeza como un perro muy listó.
—¿Tú mejor? —dijo, y lo repitió en lengua bárbara.
—Por favor, dile «gracias» —pidió Kineas otra vez. Espació las palabras cuidadosamente.
Ataelo dijo elgo más en su idioma y luego se volvió hacia Kineas.
—Yo digo gracias para ti. ¿Bien? Bien. Hablar mucho griego para mí. —Se rió—. ¿Quizás aprender más griego para mí, sí?
Kineas asintió y se recostó en el montón de pieles que tenía detrás de la cabeza. El meró gestó de levantarla le exigía mucho esfuerzo.
Kam Baqca comenzó a hablar. Cuanto más hablaba, más familiar le resultaba su idioma, muy parecido al persa. Dijo xshathrá Ghán, el Gran Rey; conocía aquella palabra. Le agotaba escuchar, tan cerca como estaba de comprender.
Ataelo se puso a traducir.
—Dice, para ti importante buscar al rey, pronto. Pero antes tú hablar con ella. Más importante, lo más importante hablar con ella. Dice, tú casi morir. Luego dice, sí, ¿recuerdas para casi morir?
Kineas asintió.
—Dile que sí. Sí, me acuerdo.
Ella asintió a su respuesta y prosiguió. Ataelo dijo:
—Dice, ¿entrar en el río?
Y Kineas tuvo miedo. Era muy bárbara y su rol masculino/ femenino era extrañó, y ahora le estaba haciendo una pregunta sobre su sueño. No contestó.
Ella sacudió la cabeza con vehemencia. Sus manos salieron disparadas de los puños del abrigó haciéndole señas, y cuando habló, su griego, aunque jónico, fue bastante claro.
—¡Miedo no tengas! Pero di sólo la verdad. ¿Entraste en el río?
Kineas asintió. Podía verlo; notaba el sabor del polvo.
—Sí.
Ella asintió a su vez. Sacó de su espalda un tambor, también cubierto de miniaturas de animales, mayormente renos. Sacó un latiguillo, como una fusta de montar de juguete, sólo que la empuñadura era de hierro y el fuete estaba hecho de peló, y con el latiguillo comenzó a tocar el tambor y a cantar.
Kineas quería irse. Quería verse libre de la tienda extranjera y de la mujer hombruna, y deseaba que le hablaran en buen griego. Estaba al borde del pánico. Miró a Ataelo, el bueno de Ataelo, su prokusatore, en busca de apoyo.
La mujer lanzó el tambor por los aires y dijo una frase muy larga. Ataelo dijo:
—Dice, te he encontrado en el río, te traigo a casa. Sólo para ti. Sólo para Baqcas. Ningún guerrero es, fue, será… —Ataelo se sentó, debatiéndose con el lenguaje, y de pronto sonrió—: Debía de estar vivo. Dice, esto cosa más importante. ¿Sí? ¿Sabes qué digo?
Kineas se volvió, incapaz de entender aquella pura barbaridad.
—Dile que le doy las gracias —dijo, y fingió que se dormía. No tardó en estar durmiendo de verdad.
Al día siguiente estaba más fuerte y lo trasladaron. El traslado le despejó la mente y cuando entrevió el mundo, incluso en medio de la nevada, se alegró; había perros y caballos y hombres vestidos con pieles, mujeres con pantalones y gruesas chaquetas de piel, con aros y otros adornos de oro por doquier. Había estado en la tienda de Kam Baqca, ahora lo entendía, y le llevaban a una tienda dispuesta para él con montones de pieles y dos lámparas de oro, alfombras y esteras y varios mantos tracios por si acaso. Filocles dirigía el traslado y todos los muchachos estaban presentes, peleando por un sitio para llevar su litera, arreglando las pieles y las mantas, llevándole vino caliente.
Resultaba profundamente conmovedor y disfrutó del momento. Y la conversación con Kam Baqca le pareció menos extraña. Quizás entonces aún tuviera un poco de fiebre, pero ahora había remitido.
—Deduzco que estás aguardando a que me recobre —le dijo. Filocles. El resto de los muchachos se había marchado, mandados por Ajax, para ir a cazar con los sakje.
—Sí. El rey quiere hablar contigo antes de levantar el campamento. Si quieres que te sea franco, le sugerí dejarte aquí con su gente y que yo dirigiera la escolta de regreso a Olbia, pero él piensa que tú eres una persona de peso.
—Los huevos de Ares. ¿Por qué? —Kineas resopló. Muchas cosas habían quedado por debajo del umbral de la preocupación durante los últimos días, pero ahora regresaban en tropel: su enajenado patrono, las facciones, la ciudad.
—Doña Srayanka; mencioné su nombre. Es sobrina del rey, me parece, aunque tienen un nombre distinto para cada grado de parentesco.
—Igual que los persas.
—Exacto. Es una sobrina, o quizá la hija adoptada de una hermana, pero es alguien con poder y es nuestra chica de las llanuras. Sostiene que tú eres un hombre importante. Ataelo dice que es cosa de guerreros. —Filocles se encogió de hombros—. Me figuro que mataste a alguien importante, o tal vez en el momento oportuno. O, como dice Eumenes, vengaste a alguno de ellos con tu acción y eso te otorga un estatus.
Kineas sacudió la cabeza.
—Estamos muy lejos de casa.
Sintió cierta excitación: «Nuestra chica de las llanuras. Ahora sé cómo se llama. Srayanka.» Parecía un tanto ridículo que un hombre de su edad estuviera tan complacido con algo semejante, pero el caso era que lo estaba. Lo repitió una y otra vez, como una plegaria.
Filocles se sentó sobre un montón de pieles. Kineas se fijó con un sobresalto en que Filocles llevaba pantalones de cuero. Resultaba muy poco griego, muy impropio de un espartano, por más exiliado que estuviera. Filocles reparó en su mirada y sonrió.
—Hace frío. Y me los hicieron a medida; Eumenes dijo que sería grosero rechazarlos. Abrigan mucho. Te frotan las partes.
—Si los éforos te vieran ahora, serías un exiliado para siempre. —Kineas se echó a reír. Le dolió el pecho, pero le hizo bien. Estaba hablando griego con un griego. El mundo pronto volvería a estar en orden.
Filocles rió con él y luego se le acercó.
—Escúchame, Kineas. En esto hay más de lo que tú sabes.
Kineas asintió.
—¡No, escucha! Este pueblo…, es la potencia militar de las llanuras. No necesitan hoplitas ni murallas. Son nómadas, se mueven a su antojo. Son quienes ostentan el poder aquí. Tienen capacidad para detener a Macedonia en la estepa. O no.
Kineas se incorporó.
—¿Desde cuándo te preocupa tanto lo que haga Macedonia? Filocles se levantó.
—Esto no tiene nada que ver conmigo.
Kineas se recostó.
—Al contrario. Tiene mucho que ver. —Había algo que le fastidiaba en los márgenes de su pensamiento, alguna conexión—. Querías estar aquí, y aquí estás. ¿Macedonia? ¿De verdad van a venir aquí? ¿Me preocupa? Me llevaré a la compañía antes de…
—¡No! —Filocles se inclinó encima de él—. No, Kineas.
¡Quédate y lucha! Lo único que necesita esta gente es que le digan que Olbia y Pantecapaeum se alzarán y combatirán con ellos, y entonces reunirán un ejército. Es lo que dice Srayanka.
Kineas negó con la cabeza y dijo despacio:
—Esto significa mucho para ti, espartano. ¿Por eso viniste?
¿Para crear una alianza contra Macedonia?
—Vine para ver mundo. Soy un exiliado y un filósofo.
—¡Bastardo! Eres un agente de los reyes y los éforos, y un espía.
—¡Mientes! —Filocles se echó la clámide al hombro de un tirón—. Púdrete en el infierno, ateniense. Tienes en tus manos la ocasión de hacer algo bueno, de defender el frente y salvar algo que… ¡Bah! Como buen ateniense, salvarás el pellejo y dejarás que los demás se pudran. No es de extrañar que los macedonios nos tengan dominados.
Apartó de un golpe la portezuela y salió; la nieve se desprendió del techo y dejó una rendija por donde se colaba un viento gélido. El fuego comenzó a humear.
Kineas salió de debajo de las pieles y fue hasta la puerta. No hacía tan mal tiempo como temía, sólo frío. Tiró de la pesada portezuela de fieltro hasta que cayó en su sitio tapando la puerta, y apretó una vara cosida al fieltro hasta cerrarla bien, sellando la abertura. Una cortina interior cayó sobre el conjunto. Kineas entró en calor de inmediato. Encontró cecina y sidra junto a su cama y se puso a comer con apetito: la cecina estaba un poco sazonada, casi agria, y la sidra olía a Ecbatana. Se la bebió toda.
Luego tuvo ganas de orinar. Estaba desnudo en la tienda, y allí no había ninguna jarra ni orinal.
Se preguntó qué le había inducido a acusar a Filocles y sacudió la cabeza ante la hipocresía de su acusación. Tenía que orinar y necesitaba que alguien le ayudara. Eso le hizo ver lo estúpido que había sido haciendo enfadar al espartano; ¿y para qué? Sospechaba de los motivos del espartano; así había sido desde el principio.
—¿Y a mí qué? —preguntó a la portezuela de la tienda. No llevaba ropa y fuera haría un frío endemoniado, pero tenía que orinar—. ¡Me importa un carajo! —exclamó, comentario que en sus circunstancias no dejó de tener gracia.
La portezuela crujió y apareció la cabeza de Filocles. Kineas sonrió aliviado.
—Me disculpo.
—Yo también. —Filocles entró—. He puesto de mal humor a un hombre muy enfermo. ¿Qué haces fuera de la cama?
—Tengo que mear como un caballo de guerra.
Filocles lo envolvió con dos mantos tracios y le acompañó afuera. El frío de la nieve le hacía daño en los pies, pero el alivio de vaciar la vejiga pudo más que el dolor de los pies y en cuestión de segundos volvió a estar acostado entre las pieles.
Filocles le miraba atentamente.
—Estás mejor.
—Lo estoy —asintió Kineas.
—Bien. He encontrado a alguien más persuasivo para que defienda mis argumentos. Doña Srayanka vendrá a verte después de la cacería. Ella misma te expondrá el caso.
Kineas volvió a recorrer la tienda con la mirada.
—¿Dónde está mi ropa?
—No seas tonto. Esto no es un ritual de apareamiento: me figuro que la señora está bien casada. Esto es diplomacia y tienes la ventaja de la enfermedad. Relájate y muestra tu debilidad. Además, rara vez has estado más encantador. Eumenes suspira por ti cuando no está suspirando por Ajax.
Kineas le miró y se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.
—Córtame la barba.
—Hace una hora era un cobarde y un mentiroso.
—No: un espía. Lo de mentiroso lo has dicho tú.
La posibilidad de una verdadera enemistad flotaba en el ambiente, a pocas palabras de distancia de las pullas. Kineas hizo una seña de aversión en el aire, una seña campesina de los montes del Ática.
—Me he disculpado y lo haré otra vez.
—No es preciso. Soy un bastardo muy susceptible. —Filocles apartó la mirada—. Soy bastardo, Kineas. ¿Sabes qué significa eso en Esparta?
Kineas negó con la cabeza. Sabía lo que significaba en Atenas.
—Significa que nunca eres espartiata. Vences en los juegos, triunfas en las lecciones y aun así no eres bienvenido en ningún cuerpocívico. Creía que había escapado del yugo de la vergüenza, pero, según parece, lo he traído hasta aquí conmigo.
Kineas reflexionó unos instantes mientras tomaba unos sorbos de sidra. Y luego dijo:
—Aquí no eres un bastardo. Lamento haber usado esa palabra. La uso demasiado a menudo. Resulta fácil: sea lo que sea ahora, nací en una familia de alcurnia. Pero lo digo otra vez: tú aquí no eres bastardo, ni en Olbia. Como tampoco en Tomis, ya puestos. Por favor, perdóname.
Filocles sonrió. Fue una sonrisa curiosa, tratándose de él, sin rastro de sarcasmo o de duda: sólo una sonrisa.
—El filósofo te ha perdonado cuando me he ido de la tienda. —Se rió—. El espartano necesitaba un poco más de combate.
Kineas se frotó la cara.
—Ahora recórtame la barba y péiname.
—Maldito bastardo —dijo Filocles.
Srayanka fue a verle mucho después de que anocheciera. Kineas y Filocles habían pasado la tarde conversando, primero con efusión y luego más relajadamente, por temas, con silencios. En dos ocasiones Kineas se quedó dormido y al despertar encontró a Filocles a su lado.
La nevada por fin había cesado. Eumenes así lo dijo cuando regresó con un antílope que había abatido con su propia lanza, orgulloso como un niño tras recitar sus primeros versos de Homero.
—¡Cómo montan estos bárbaros! Mi padre los llama bandidos, pero son como centauros. Sólo los había visto borrachos en la ciudad; aparte de mi niñera, por supuesto. ¡Aquí no se emborrachan ni por asomo!
Filocles sonrió.
—Me imagino que aquí ves a una clase de sakje completamente distinta.
—De la nobleza, ya lo sé. La dama… monta como la mismísima Ártemis.
Kineas se sobresaltó antes de darse cuenta de que el muchacho debía de referirse a la diosa. Hizo una señal de aversión: las mujeres que rivalizaban con Ártemis rara vez llegaban a un buen final. Aunque su Ártemis había sido una buena amazona, de muy diversas maneras. Sonrió para sí. Se estaba convirtiendo en un viejo chocho.