Los getas estaban a los pies de la colina, voceando y gritando. Los espíritus más osados habían subido a caballo la primera parte de la ladera.
A lo lejos, en el mar verde, más allá de los últimos cuernos del avance getón, la hierba se movió como si la meciera el viento, y líneas de sakje pusieron a sus caballos de pie; líneas de una amplitud de un estadio cada una, cientos de jinetes surgiendo de la hierba como guerreros nacidos de los dientes de un dragón.
Y de detrás del promontorio llegaron el rey y sus nobles, montando con soltura caballos nada cansados que vinieron por la trasera de la colina para formar una compacta línea de hombres en armadura a la izquierda de Kineas. Y otra compañía apareció por la derecha: un sinfín de jinetes. Los olbianos y los sindones los aclamaron, y los sakje cruzaron la cresta para caer como rayos de Zeus sobre los getas.
El rey había venido. El rey había venido. Kineas se quitó un gran peso de encima, y entonces comenzó la matanza.
Los olbianos no participaron en el combate. Observaron la venganza de los sakje con la cansada alegría de los hombres que saben que han cumplido su misión y que les corresponde descansar. Antes de que el último getón cayera, cuando un puñado de nobles cerraron filas en torno a su líder y murieron amontonados, Kineas condujo a su columna los últimos estadios hasta el campamento del rey, un gran círculo de carromatos que encerraba a cientos de caballos junto a otro río, vigilado por más sakje considerados innecesarios para llevar a cabo la masacre.
Los olbianos fueron recibidos como héroes. Kineas, quizá por el cansancio, no estaba para escuchar demasiadas alabanzas. Fue montado de grupo en grupo, observando sus rostros, divertido al ver que sus hombres, agotados un momento antes, de pronto tuvieran energías para beber vino y alardear. Había comida, y fuego, y pronto se les sumaron los primeros sakje que regresaban tras la derrota aplastante de los getas. Muchos llevaban cabezas atadas a las sudaderas de sus sillas. Más tarde, Kineas vio a un hombre raspando cuidadosamente un pellejo entero tatuado. Otros traían botín: un poco de oro, un montón de plata y caballos.
Ataelo regresó poco antes de que oscureciera, cabalgando con los Manos Crueles de Srayanka. Ella iba cubierta de sangre, pero antes de que los temores de Kineas le llenaran el pecho, Srayanka le saludó con la mano. Él le correspondió, sonriendo de oreja a oreja, y vio que su propia piel estaba mugrienta; barro, sangre y sudor competían por adueñarse de sus muñecas y sus manos. Hacía una semana que no se daba un baño ni se limpiaba con el estrígil.
Ataelo se aproximó orgulloso, sentado en su poni como un rey.
—¡Tomé diez caballos! —anunció—. Tú gran jefe. Todos los guerreros lo dicen. —Miró un momento a Srayanka, que andaba dando órdenes a su círculo de allegados—. La dama dice tú héroe. Dice tú airyanám.
Kineas volvió a sonreír.
Mientras Ataelo le elogiaba, el rey llegó al fuerte de carromatos. Su armadura era de oro, y deslumbraba con el sol poniente. Miró a izquierda y derecha, y al ver a Kineas cabalgó hasta él; una masa de oro de la cabeza a los pies.
—Ha dado resultado —dijo. Forcejeó con el barbuquejo de su casco corintio, lo liberó y se quitó aquel objeto dorado de la cabeza. Tenía el pelo aplastado y un hilo de sangre le manaba de la nariz—. ¡Por los dioses, Kineas! ¡Los getas se acordarán de esto durante diez generaciones!
—Tuvimos suerte —dijo Kineas—. Mientras cabalgábamos, pensé en todas las cosas que podían haber salido mal. Era un plan insensato y demasiado ambicioso. —Sonrió con aire cansado—. Y si no recuerdo mal, tú no debías participar en este combate. Creo recordar que Kam Baqca te arrancó una promesa en ese sentido.
«¡Y has venido!», tuvo ganas de agregar.
—Dije que no me expondría a ningún peligro —contestó el rey sonriendo—. Y no lo he hecho. Ya estaban vencidos antes de que fuéramos colina abajo.
Desmontó y abrió los brazos para abrazarle, y Kineas le estrechó, armadura contra armadura.
—¡Caray, los hemos machacado! —se jactó el rey—. Los Manos Crueles estaban tan quietos que los exploradores getas pasaron prácticamente por encima de sus líneas sin verlos. Debo de haber matado a seis. —El muchacho puso fin al abrazo—. Me siento sucio. Cansado. Éste es mi primer gran combate, mi primera victoria como rey, y tú me la has dado. No lo olvidaré. —Satrax se iba quitando la armadura mientras parloteaba. Aún estaba bregando con los cordones de sus guardabrazos—. Marthax dice que debería mantenerme al margen de la lucha, pero si no luchara, dejaría de ser rey. Somos sakje, no griegos. —Sonrió con la misma expresión de alivió que mostraban todos los demás jefes—. A veces pienso que Marthax quiere toda la gloria para sí. O que quiere ser rey en mi lugar.
Alzó una copa de vino que le ofrecieron y la apuró.
Kineas se acercó a él y comenzó a desatarle el otro cordón. Otros hombres y mujeres hicieron lo mismo, cómo si quitarle la armadura al rey fuese una suerte de celebración. Parloteaban entre ellos, exaltados por la victoria y por seguir vivos.
Cuando le quitaron el peto por encima de la cabeza, el rey volvió a abrazar a Kineas.
—Sonríe —le dijo—. Ríe. Estamos vivos. Y ahora creo que vamos a vencer a Zoprionte. ¡Creo que podríamos vencer a Alejandro!
El joven rey le dio unas palmadas en los hombros, y Kineas le sonrió, aunque de pronto deseó verse libre de sus abrazos y alabanzas porque se sentía sucio. Se fue retirando poco a poco, diciéndose que también tenía ganas de quitarse la armadura como había hecho el rey. Kineas fue hasta una hoguera de la que se habían adueñado los olbianos y fue recibido con vítores. Ajax le ayudó a quitarse el peto y Kineas se sintió más ligero, incluso más joven.
Nicomedes se acercó y rodeó con un brazo las anchas espaldas de Ajax. La edad se le había borrado del semblante y volvía a ser un caballero de cuarenta años.
—Te honramos, hiparco —dijo—. Una cosa es oír hablar de tus hazañas y otra muy distinta verlas.
Kineas se miró las piernas, manchadas de barro, y los brazos, cubiertos por una mezcla de sangre e inmundicia. Lo único que había hecho la lluvia había sido que chorreara y, por el costado sobre el que había dormido en el barro, la túnica estaba empapada y la piel le picaba; tenía el brazo izquierdo hinchado.
—Si estás citando a alguien, no reconozco la cita —dijo Kineas.
—Soy un hombre rico, y he tenido el privilegió de ver trabajar a muchos grandes artistas y artesanos —respondió Nicomedes—. Siempre es igual: cuando les ves trabajar, percibes la concentración de su genio y sabes que lo que obtienes es real.
Ajax rió.
—Dudó que Kineas quiera formar parte de tu colección, amigó mío.
Kineas esbozó una sonrisa.
—Gracias…, supongo. —Se quitó la túnica—. ¿Puedes pedir a un esclavo que traiga mis cosas? Necesitó cambiarme de ropa.
Mientras tanto, voy al río a bañarme.
Nicomedes olisqueó su maltrecha clámide exagerando el gesto.
—Espléndida idea.
Ajax sacó un estrígil al tiempo que Niceas se sumaba a ellos con otro.
—Tengo aceite —dijo Niceas.
Ajax le aclamó como si hubiese ganado una carrera. Mientras caminaban hacia el río, otros hombres se les unieron; Leuconte y Eumenes, y varios de sus jóvenes soldados. Recorrieron el estadio hasta el río con las piernas doloridas, y Kineas fue feliz, tan feliz como pueda serlo un hombre al que han anunciado su propia muerte. Había perdido a cuatro hombres en una dura campaña. Lo lamentaba, pero sabía que él y los suyos habían hecho lo que debían, y también que durante unas horas sólo tenía que preocuparse del dolor de sus músculos y de la fiebre de su herida. La muerte parecía muy lejana.
Escuchaba la charla de los más jóvenes mientras caminaba un poco por delante de ellos, desnudo, con su mugrienta clámide al hombro. Oyó un retumbar de cascos y se volvió.
Srayanka estaba detrás de él, con unos cuantos de sus oficiales, todos desnudos, cubiertos de barró e inmundicia, tanto caballos como jinetes. Ella le vio a él y él la vio a ella, y Srayanka pasó juntó a él mirándole el cuerpo mientras Kineas no quitaba los ojos del suyo. Acto seguido puso a su caballo al galope y se volvió para saludar con la mano. Corría como el viento, más hermosa que nada que Kineas hubiera visto hasta entonces pese a la mugre y la sangre, la cabellera negra suelta ondeando a su espalda, irguiéndose para alentar a su caballo a saltar desde el terra plén de la orilla al agua del río levantando una salpicadura como la de una ballena en celo. El resto de sus guerreros la siguió.
Los olbianos señalaban entre gritos y vítores.
—Como Ártemis y sus ninfas —dijo Nicomedes. Estaba impresionado. Tomó aliento—. ¿Quién se figuraba contemplar tanta belleza en un día como éste? Ojalá tuviera un pintor, un escultor, alguien capaz de inmortalizar este momento para mí.
—Yo me conformaré con un baño —dijo Niceas.
—A la carrera —dijo Kineas, y los olbianos echaron a correr. Corrieron como atletas olímpicos, derrochando sus últimas fuerzas bajo el sol poniente. Y cuando llegaron a la orilla saltaron al agua fría soltando alaridos al caer.
Kineas nadó a través de la poza más amplia. El agua era profunda, pero estaba turbia a causa del limo que había arrastrado la lluvia y la arena que habían removido los caballos. No le importó: pese al frío, el contacto del agua con la piel le sentó de maravilla. Nadó agarrando la túnica con los dientes, buscando a Srayanka en la penumbra de la noche que caía lentamente.
La encontró en los bajíos debajo de un árbol muy alto. Estaba lavando a su caballo; cogía arena de la orilla para frotar las patas del animal, que parecían haber estado sumergidas en sangre. Srayanka le sonrió.
—Muerde —dijo en griego—. No muy cerca.
Kineas se quedó en el agua profunda. Era un hombre práctico, y se contentó con estar cerca de ella, admirando su cuerpo, y se puso a lavar la túnica tan bien como pudo. Al cabo de un rato, pasó por detrás de ella y fue hasta la orilla, donde cogió un puñado de la misma arena que usaba ella y se puso a frotar la porquería que tenía pegada en los brazos.
En la poza se oían los gritos y risas de los demás olbianos. Al parecer iban viniendo más a bañarse: más olbianos y más sakje.
—Tú airya nám —dij o Sra ya nka mira ndo por e ncima del hombro. Se apartó una cola de pelo negro del hombro desnudo. Miró río abajo y luego otra vez a Kineas.
Kineas dio unos pasos hacia ella y Srayanka se encajó entre sus brazos como si hubiesen ensayado el abrazo mil veces, y su boca se unió a la suya como dos manos que se estrecharan.
Se envolvieron mutuamente…
Por pocos segundos, hasta que Ataelo gritó:
—¡Ahí están!
Y de pronto se vieron rodeados de Manos Crueles y olbia nos que reían y se burlaban con más que unas pocas insinuaciones obscenas.
Kineas se hundió en aguas más profundas para ocultar la verdad de sus afirmaciones, aunque sin soltar la mano de Srayanka, que nadó detrás de él abandonando a su caballo. Y nadaron juntos con su gente hasta que estuvieron limpios. Se secaron desnudos en el tibio aire vespertino, sobre la hierba, y Agis el megarense y Ajax cantaron fragmentos de la Ilíada mientras los griegos se limpiaban la piel con aceite de oliva y estrígilos, para delicia y diversión de todos los sakje. Luego Marthax cantó con Srayanka, una y otra vez, una interminable balada de amor y venganza. Kineas se dio cuenta de que el rey se había unido a ellos y fue a sentarse a su vera mientras unos hombres fueron a buscar túnicas secas y comida, y luego Srayanka acabó de cantar y se sentó apoyando la espalda contra la suya como si fuesen viejos camaradas de armas. Su gente le había traído ropa limpia e iba vestida, y había regalado a Kineas una túnica de pálida gamuza cubierta de bordados como la suya. Era una prenda bárbara, pero se la puso de todos modos.
El rey, sentado muy tieso con ellos, de pronto miró hacia otra parte, obviamente enfadado, cuando Kineas se puso la túnica. Más tarde, cuando dio un beso a Kineas, un ausente y afectuoso beso al pasar por su lado mientras iba a por vino, el rey se puso de pie. Le habló deprisa en sakje, a todas luces enfadado con ella.
Srayanka sacudió su melena húmeda, clavó los ojos en Kineas y luego asintió al rey.
—Mi mente lo sabe —dijo con toda claridad—. Y mi mente gobierna a mi cuerpo.
El rey dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas sumiéndose en la oscuridad.
La espalda de Srayanka seguía siendo cálida contra la suya, la mano de hierro y gamuza, ágil y suave en la suya, y una vez más se sintió tan feliz como podía sentirse un hombre al que sólo le quedaban unas pocas semanas de vida.
Por la mañana, el ejército se hallaba sumido en un estupor fruto del agotamiento y la resaca del vino. Habría bastado un puñado de getas para hacerlos pedazos. Kineas nunca había visto a un ejército actuar de otra manera después de una victoria, pero se preguntó si no habría sido más prudente establecer unos turnos de guardia.
La hinchazón del brazo había disminuido, y ya casi no lo tenía caliente, como si el espíritu del río se hubiese llevado consigo el veneno. Fue uno de los primeros en levantarse, y tras beber un poco de té sindón, se puso la túnica de gamuza que Srayanka le había regalado. Pese a su extravagante aspecto, estaba limpia. Su túnica militar seguía estando húmeda, y el desganado lavado al que la había sometido mientras contemplaba a Srayanka no le había quitado la mugre; el resto de sus cosas había desaparecido durante la retirada, seguramente olvidadas en el último campamento.
El rey llegó montado adonde estaba Kineas estudiando las reatas de monturas getas que habían capturado los olbianos, tratando de seleccionar un caballo para él. A su juicio, todos eran demasiado pequeños.
—Creo que ya es hora de que hablemos de hombre a hombre —dijo el rey, con un evidente esfuerzo por no perder la dignidad—. Me has dado una gran victoria. No seré mezquino contigo.
Kineas suspiró y levantó la vista hacia el rey.
—Estoy a tu servicio, señor. —Bajó la vista al suelo, poco acostumbrado a discutir de esos asuntos. Luego volvió a mirarle—. ¿Te refieres a Srayanka?
El rey evitó mirarle a los ojos.
—Una vez vencido Zoprionte, ¿te casarías con ella?
Kineas se encogió de hombros.
—Por supuesto —dijo, porque tenía que decir algo. «Por su puesto, si siguiera vivo.» El rey se inclinó hacia él.