Tirano (62 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

El rey alargó el brazo y cogió un canasto de manos de Srayanka, que montaba a su lado.

—Aquí tienes nuestras ofrendas, oh, Zoprionte. —Se encogió de hombros y pareció tan joven como realmente era—. No he tenido tiempo de atrapar un pájaro.

Azuzó a su caballo. El caballo dio unos pocos pasos y todos los macedonios reaccionaron. Pero el rey entregóel canasto al heraldo y detuvo su caballo juntó al caballo de Zoprionte.

Zoprionte hizo un gestó de impaciencia. El heraldo retiró la toalla de lino que cubría el canasto y una rana saltó al suelo. Sobresaltado, el heraldo dejó caer el canasto. Se volvió hacia su amó.

—¡Bichos! —exclamó—. ¡Ratones y ranas!

El rey echó manó a su gorytos y sacó un puñado de flechas ligeras que arrojó al suelo, a los pies de Zoprionte.

—Soy el rey de los sakje. Ésta es la respuesta de los sakje. Mis aliados pueden hablar por sí mismos.

El rey miró a Kineas y se sentó muy erguido. Acto seguido dio la vuelta a su caballo y se marchó.

Cleomenes estaba tan rojo como una clámide espartana. El caballo del heraldo respingó asustado por los ratones.

Kineas se inclinó hacia delante. La tensión le hacía apretar los puños, pero su voz sonó con firmeza.

—Sus ofrendas significan esto, Zoprionte: salvó que seas capaz de nadar como una rana, excavar como un ratón ó volar como un pájaro, te destruiremos con nuestras flechas.

Zoprionte reaccionó enfadándose tanto que Kineas vio confirmada su sospecha de que estaba al límite.

—¡Esta embajada ha concluido, mercenario! Lárgate antes de que ordene que te maten.

Kineas hizo avanzar a su caballo, flotando en la promesa de su sueño.

—Inténtalo, Zoprionte —dijo—. Intenta matarme.

Zoprionte dio la vuelta a su caballo.

—Estás loco. Ebrio de poder.

Kineas rió. Fue una risa áspera, un poco forzada, pero surtió el efecto deseado.

—¿Sabe Alejandro que llevas la diadema? —gritó—. ¿Tienes una banqueta de marfil a juego?

Vio que había dado en el clavó. Zoprionte hizo girar a su caballo. Se llevó la manó a la empuñadura de la espada.

Kineas se quedó quieto, y su caballo de guerra tampoco se movió.

Cleomenes se inclinó sobre el cuello de su caballo.

—Eres un hombre peligroso. Y ahora vas a morir.

Kineas no cedió terreno. Su risa era burlona, y estuvo orgulloso de poder conjurarla. Y necesitaba acosar a Zoprionte. Necesitaba que se dejara dominar por la desesperación.

—Tus caballos se mueren de hambre —gritó—. Tus hombres caminan como cadáveres. Estás quemando tus carros porque no tienes leña.

Zoprionte estaba a dos largos de caballo. Aún tenía la mano en la espada y no dejaba de hacer muecas.

Kineas señaló las flechas del rey.

—Cleomenes —dijo con sorna—. Has elegido imprudentemente. —Lo miraba de hito en hito—. Eres un estúpido. Este ejército jamás llegará a Olbia con vida.

Cleomenes no pestañeó.

—Exijo que me entregues a mi hijo y a todos los hombres que aún sean fieles al arconte.

Kineas sacudió la cabeza.

—Si te enviara a Eumenes —dijo—, te mataría con sus propias manos. —A Zoprionte le dijo—: Olbia está en tu lado del río. Tus exploradores te habrán dicho que no hay más vados al sur de aquí. Cuando creas que estás preparado para tomar el vado, ven y enfréntate a nosotros. Eso si tus caballos no han muerto antes de hambre.

La ira de Zoprionte comenzaba a sacarlo de sus casillas, y Kineas se marchó. Alcanzó al rey en el vado.

—No hay que dejarle marchar hacia el sur.

—Lo sabemos —asintió Marthax.

—Que los Gatos Esteparios crucen el vado en cuanto Varó, su señor, esté preparado —dijo el rey—. Mostrémosles su futuro.

Kineas se percató de que Kam Baqca le estaba observando. La miró a los ojos y se preguntó si los suyos se verían igual de vacíos.

Los Gatos Esteparios cruzaron el vado en cuanto la lluvia pertinaz dio paso a chubascos dispersos a primera hora de la tarde. Un sol húmedo aclaraba p artes del cielo, si uno lo miraba con optimismo.

Kineas ordenó a Diodoro que cruzara con una patrulla y explorara el campamento enemigo o su línea de patrulla. Le habría gustado ir en persona, pero tenía que dormir.

Su siesta fue sin sueños, pero tuvo una aguda sensación de estar soñando cuando un brazo mojado le despertó y la voz de Filocles le habló al oído.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Tu prisionero, ¿recuerdas? —dijo Filocles—. El que trajo Laertes. Es un celta. Uno de los del arconte.

—Atenea protectora. Escudo de nuestros padres, señora del olivo. Por todos los dioses —juró Kineas, pero ya había salido de su carromato a la luz de la media tarde: el cielo era pálido y el sol, demasiado débil para proyectar sombras, pero más seco que la lluvia. Siguió a Filocles hasta el hoyo de la hoguera, donde el prisionero estaba sentado en una piedra, vigilado por un trío de amigos del herrero. Tenía la cabeza entre las manos y Kineas vio que tenía la nuca hinchada.

—Mírame —ordenó Filocles con su voz de Ares.

El hombre levantó la cabeza y Kineas lo reconoció a pesar de tener un ojo magullado.

—Vaya —dijo Kineas—. Pues no fue arrogancia. Los dioses nos sonríen, salvo que otros pasaran de largo.

Filocles sacudió la cabeza.

—Una docena de celtas, un par de macedonios y Cleomenes salieron juntos de la ciudad. La esposa de Ataelo los descubrió en plena noche y condujo a los hombres de Herón hasta ellos. Éste piensa que están todos muertos.

Kineas se rascó la barba. «En equilibrio en el filo de un cuchillo.» Si él y Srayanka… Si ella no hubiese conocido a Ataelo… Si Ataelo no tuviera una nueva esposa que hubiese cabalgado con él…

Aún no estaba todo dicho.

Kineas se refrescó la cara con agua fría.

—Cleomenes logró reunirse con Zoprionte —dijo—. Con un día de retraso, me parece. Espero. —Se encogió de hombros—. Voy a por agua caliente, un afeitado y un estrígil —dijo—. Mañana luchamos.

Filocles asintió.

—Yo iré a peinarme —dijo.

Marthax envió más secciones de su caballería ligera a través del vado a última hora de la tarde, con órdenes de sembrar la máxima confusión posible entre los macedonios. Las horas siguientes fueron una sucesión de constantes escaramuzas poco más allá de donde alcanzaba la vista desde el vado. Los sakje iban y venían para cambiar de caballo, abastecerse de flechas y traer a los heridos.

Kineas envió a Diodoro a apoyarlos y a recabar cuanta información pudiera.

Todavía quedaba una hora de luz, si no más, cuando Kineas vio movimiento en el vado. Hizo una seña a Menón, que acudió a la carrera. Jinet es olbianos venían cruzando el vado a toda velocidad.

Vio a un mensajero sakje subir la colina hasta el fuerte de carromatos del rey. Otro sakje se aproximaba desde el norte, por su lado del río, galopando entre las manadas a un paso temerario. Y un griego, que resultó ser Diodoro, venía hacia Kineas al galope desde el vado.

—Están avanzando —dijo Diodoro jadeando.

Kineas se rascó la barba recortada.

—¿Van a combatir ahora?

A Diodoro le costaba trabajo recobrar el aliento. Llegó Menón.

—Se dirigen al norte. Han usado la negociación para cubrirlos. El ejército entero está en marcha. Hay caballería a modo de pantalla; hemos tenido suerte. Y están cansados. Los hemos visto fugazmente.

Kineas se irguió tanto como pudo en la silla, como si así alcanzara a ver más lejos. El viento empujaba las últimas nubes de lluvia hacia el este, pero la visibilidad seguía siendo mediocre, y a pocos estadios apenas se distinguían colores.

—¿Al norte? —dijo.

El temerario jinete sakje venía hacia él. Cuando estuvo a un estadio, Kineas vio que se trataba de Ataelo. Se le aceleró el pulso. Tuvo la sensación, casi la misma que en sus sueños baqca, de saber quéocurría. AtaeloveníadeveraHerón. Herónestaba explorando el norte. Diodoro había dicho que los macedonios marchaban hacia el norte.

Kineas lo vio: la arremetida desesperada de Zoprionte. «El jabalí acorralado cornea a los reyes.»

Ataelo no se molestó en desmontar. Frenó tan cerca que el sudor de su caballo salpicó a los presentes.

—Herón encuentra vado. Norte. Y Macedon ia encuentra vado también.

Kineas se sintió atenazado por el peso de un futuro ineludible. Otro vado; con una playa de guijarros y un gran árbol muerto, seguro.

El vado quedaba justo al norte de las manadas situadas más al norte, junto al santuario del dios del río. Ataelo dijo que era tan ancho como cuatro carros y profundo hasta las rodillas de un hombre, y que había macedonios en la otra orilla, sólo un puñado, aunque iban llegando más, y que Herón estaba resuelto a defenderlo tanto tiempo como pudiera.

Kineas no aguardó a oírlo todo. Se volvió hacia Menón.

—Me voy a ver al rey. Coge la falange y marchad de inmediato. Tienes que ganar la carrera a los taxeis. Llevan ventaja, pero vuestra ruta es más corta.

Menón asintió.

—No cruzarán esta noche.

—Lo intentarán. ¡Salid ya! —dijo Kineas. Se volvió hacia sus oficiales—: Eumenes, tus hombres han descansado. Que cada uno coja dos caballos. Dad montura a todos los sindones. Cabalgad como si cada uno de vosotros fuera a lomos de Pegaso. Nicomedes, ve con él en cuanto tus hombres estén en condiciones de montar. Haré que los esclavos pongan un carro en marcha para llevaros la cena. ¿Treinta estadios? —preguntó a Ataelo.

Ataelo encogió los hombros.

—Una hora a caballo.

— Diodoro, retira a tus hombres del vado. Que descansen. Vendréis conmigo dentro de una hora. —Kineas los miró a todos—. Debemos ganar la carrera hasta el vado.

Todos asintieron.

—Éste es el último lance —dijo Kineas—. Ésta será la batalla. Nos ha robado una marcha, pero sabemos que podemos marchar deprisa. Ahora demostremos lo que somos capaces de hacer.

Filocles le puso una mano en el hombro.

—Basta de órdenes —dijo—. Nos vemos en el vado.

Las noticias de Kineas sólo sirvieron para confirmar lo que el rey ya había oído. Marthax fue al grano.

—Quizás el vado. Quizá no el vado. —Hizo un gesto con la mano—. No podemos dejar que se marche, que se vaya al sur, a Olbia.

El rey parecía cinco años mayor.

—Estamos llevando a los sakje al otro lado del río —dijo—. Le seguiremos, aplastaremos su retaguardia, dificultaremos su marcha.

Kineas suspiró profundamente.

—Llevará tres horas de ventaja. Marchará toda la noche. No le alcanzaréis hasta por la mañana. Si no voy errado, estará cruzando.—Se pasó una mano por el pelo—. ¿Tenemos el ejército más pequeño y nos proponemos dividirlo?

El rey negó con la cabeza.

—Tenemos el ejército más veloz. Vigilamos todos sus movimientos y nos reagrupamos para el combate.

Kineas sacudió la cabeza.

—Tal vez os obligue a luchar en el mar de hierba… Y yo me encontraré a horas de distancia, incapaz de ayudar.

Marthax estaba muy serio. Habló deprisa y el rey le tradujo.

—No tenemos elección. Si llega a Olbia antes que nosotros, estamos perdidos.

Kineas comprendió que ya habían tomado su decisión. Estaban cansados, todo el mundo lo estaba, y no había tiempo para discutir. Pensó en un campo de batalla que no había visto nunca, excepto en un sueño. Pensó en el rey, su amigo y rival, de quien iba a separarse en breve. Sabía lo que importaba ahora. Tras vacilar un instante, dijo:

—Deja un clan conmigo; no puedo defender el vado sólo con los griegos.

Lo que más miedo le daba era cómo se sentirían los olbianos cuando despertaran y vieran que estaban solos para soportar el peso de Macedonia.

El rey frunció el entrecejo, pero Marthax asintió.

—Gatos Esteparios. Caballos Rampantes. Te quedas con los dos. Conoces a los jefes. Gatos Esteparios luchan todos los días; cansados. No cabalgan toda la noche. Caballos Rampantes llevan peor parte ayer. —Envió a Ataelo en busca de los jefes y, a través del rey, dijo—: Creo que Zoprionte irá al vado. Creo que lo alcanzaremos dos horas después del amanecer. Vosotros resistid. Nosotros lo alcanzaremos. —Los demás jefes se apresuraban colinas arriba, salvo los que estaban luchando al otro lado del río. Kineas vio a Srayanka, ya montada, dando órdenes a los caballeros de su séquito. Filocles pasó corriendo junto a ella, al frente de sus doscientos lanceros, y mientras le observaba, Filocles levantó una lanza hacia ella, gesto al que correspondió son un grito de guerra que a su vez fue coreado por su clan. El escuadrón de Eumenes ya estaba desapareciendo en la penumbra. Los hombres de Nicomedes estaban terminando de armarse y los esclavos tenían dos carromatos cargados: toda la columna estaba en movimiento, con la falange de Menón marchando en retaguardia.

Kineas se sintió orgulloso de ellos.

Kaliax de los Caballos Rampantes acudió el primero. Tenía una herida de espada en un brazo y estaba pálido, pero se avino a servir a las órdenes de Kineas. Varó de los Gatos Esteparios presentaba mejor aspecto; hablaba deprisa, aún poseído por el daimon de la lucha, y explicó con elocuencia la jornada de escaramuzas más allá del vado, las brechas abiertas en la pantalla enemiga y el descubrimiento de que estaban recogiendo el campamento.

Kineas procuró ser paciente, pero su corazón estaba con los olbianos que avanzaban deprisa río arriba. Al cabo de una hora quizás estarían acometiendo. Llevara razón o no, Kineas quería estar allí. Tenía buen ojo para el terreno y la suya era la voz que todos los griegos obedecerían, incluso Menón.

S e le ocurrió que tal vez moriría aquel mismo día, aquella misma tarde si la batalla comenzaba de inmediato. Se le hizo un nudo en la barriga y el pulso se le aceleró. Era allí. Ahora.

Quería ver a Srayanka otra vez. La última. Estaba en la falda de la colina, tan sólo a un hipódromo de distancia.

No obstante, se volvió hacia Varó y Kaliax.

—Habrá combate en el santuario del dios del río al anochecer —dijo—. Para vosotros queda a una hora de aquí. ¿Cuándo podréis venir?

Kaliax flexionó la mano herida.

—Ocaso —dijo.

Varó asintió.

—Algunos de mis Gatos aún están al otro lado del río. Necesitaremos caballos de refresco, comida. Ocaso como muy pronto.

Kineas asintió con gravedad. Tampoco había esperado nada mejor.

—Venid por mi flanco derecho —dijo. Tuvo que buscar las palabras, y al cabo de un minuto de confusión y preocupación, saltó de su montura, fue hasta una fogata, cogió una ramita quemada y un trapo que tapaba una olla haciendo caso omiso de las protestas de la sindona que atendía el fuego. Se puso el trapo en la rodilla y dibujó—. Río —dijo. Luego trazó dos líneas en ángulo recto, como un camino—. El vado y el santuario —dijo, y los dos jefes asintieron. Esbozó un bloque, un simple rectángulo—. Los griegos —dijo. Y dibujó otro al otro lado del río—. Macedonios.

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