Tirano (61 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Los soldados bramaron. Las lanzas golpearon los escudos. Kineas, maravillado, los observó salir corriendo hacia el vado, manteniendo sus posiciones en formación cerrada.

La expedición para cruzar el vado y recoger a los muertos de la víspera se desarrolló casi sin ningún percance. Kineas tuvo todo el día a la falange preparada para intervenir, así como a la caballería olbiana, y en la segunda hora él mismo cruzó para efectuar un reconocimiento rápido. Antes de la hora tercera los hombres de Pantecapaeum ya iban de regreso, todavía corriendo, cantando el peán de su ciudad mientras avanzaban. Detrás de ellos venían los carros, llenos hasta los bordes de su lúgubre carga, y un puñado de heridos que habían sobrevivido a una noche de lluvia. Los últimos fueron Eumenes y su escuadrón. Habían visto a unos cuantos macedonios, igual que Kineas. Eumenes tenía otro prisionero.

Kineas convocó a sus oficiales y se reunió con ellos en torno a la hoguera de su carromato.

—Esto no me gusta —dijo—. Voy a ir a ver al rey. Zoprionte tendría que haber intentado cerrar el vado.

Eumenes no estuvo de acuerdo.

—Soy nuevo en la guerra, pero creo que anoche se sintieron derrotados, y que se retiraron del vado para estar tranquilos ya que temían la misma batalla que nosotros temíamos.

Niceas le dedicó una mirada de amo y señor.

—A mí me parece que tiene sentido —dijo.

—Es posible —asintió Kineas—. Tengo que precaverme contra todas las posibilidades. Pongamos a los hombres a cubierto; rotación de piquetes; y hay que ocuparse de los caballos. Este clima nos costará más caballos que una batalla. Diodoro, ponte al mando de los piquetes. ¿Alguien ha visto a Herón?

—Ya se ha marchado —dijo Diodoro—. Trató de localizarte cuando cruzaste el río, y dijo que tus órdenes no admitían demora y que se iba hacia el norte con nuestros exploradores. Parecía saber lo que se traía entre manos. He mandado a Ataelo con él.

Kineas no pudo reprimir una sonrisa.

—Sólo faltaría: tiene a nuestros mejores hombres. Envíamelo en cuanto regrese, o a cualquiera de sus hombres. Me voy a ver al rey.

Filocles, todavía una figura ajena con el pesado casco, lanza en ristre, escupió con destreza a través del casco.

—Me encargaré de los prisioneros —dijo—. Niceas los tiene separados. Veremos qué se cuentan.

Kineas asintió.

—Eumenes, si puedes permanecer despierto, te necesito.

Eumenes asintió sin disimular su cansancio, y Kineas dio permiso al resto para que se retirasen.

Desde lo alto de la colina la vista era mejor. Mientras sus piernas avanzaban rozando la hierba mojada, Kineas veía las manadas, que se extendían hacia el norte, y los campamentos de cada uno de los clanes. La lluvia sería extenuante para ambos ejércitos, pero los sakje, con sus enormes manadas de caballos y sus carromatos secos para dormir, estarían más cómodos.

El cielo se estaba aclarando, las nubes se levantaban. Volutas de nubes bajas oscurecían el panorama, pero en otras direcciones veía hasta cinco estadios o más, y aunque la lluvia era persistente carecía de la vehemencia de la noche anterior. En Atenas habría esperado que cesara al atardecer.

Hacia el oeste veía una línea de fogatas que quedaba casi fuera del alcance de la vista. Los fuegos eran pequeños y el humo que desprendían, negro.

«Casi sin leña —pensó Kineas—. Sin carromatos, sin comida.» Había flirteado con Zoprionte dos veces bajo la lluvia y, a pesar de los resultados, el ejército de Zoprionte le daba lástima.

Estaban desesperados.

Kineas tuvo una idea, tan hermosa que resultaba peligrosa. No quería ni siquiera formularla para sí, mucho menos decirla en voz alta a los demás, pero no dejaba de asomar en sus planes y preocupaciones. Y la idea era: «Zoprionte aún no sabe que Cleomenes ha traicionado a la ciudad.»

21

El rey estaba reuniendo a los jefes de clan, precisamente. Tenía una gran tienda de fieltro y sus guardias la habían armado en medio de su fuerte de carromatos.

Kineas todavía llevaba la armadura que se había puesto para salir de reconocimiento. Se dejó puesta la c lámide, más aún al llegar los jefes de clan entre los que se contaba Srayanka, que se recostó a su lado sobre las alfombras. Marthax se sentó al otro lado y el rey lo hizo en una banqueta plegable. Les sirvió vino con sus propias manos, en pesadas copas de oro, miró con desaprobación a Srayanka y se volvió hacia otra parte.

Finalmente llegaron los últimos jefes de clan, dos sármatas y Kam Baqca. Ésta hizo una reverencia al rey y se desplomó a su lado como si el esfuerzo de mantenerse de pie la hubiese agotado.

El rey señaló a Kineas con su fusta.

—Nuestro agradecimiento a nuestros aliados. Habríamos tenido muchas sillas vacías sin vuestras acciones en el vado.

Kineas se levantó y extendió un brazo desnudo hacia los sármatas.

—Fueron ellos quienes volvieron las tornas —dijosin rodeos—. Sin ellos, quizá nos habrían vencido. Aun así perdí al joven Leuconte, uno de mis oficiales.

El más rubio de los dos sármatas se levantó y correspondió. la reverencia. Habló deprisa al rey, que tradujo sus palabras encantado.

—El príncipe Lot dice que os había cuestionado como aliados, y ahora ya no se hace más preguntas, y espera que la gravedad de la ofensa quedara olvidada tras la hermandad en el campo.

Kineas sonrió al hombre alto y rubio. El rey asintió.

—Es bueno que el ejército esté unido, y es bueno que hayamos asestado un golpe a Zoprionte al filo de la noche. ¿Marthax? Marthax se levantó. Hizo crujir los dedos y estiró los brazos. Dijo en griego:

—Es bueno. —A través de Eumenes, añadió—: Zoprionte se resistió a combatir. —Eumenes traducía, aunque, tal como venía ocurriendo con más frecuencia, Kineas entendía casi todas las palabras—. Mi impresión es que le asustó lo que comenzó a oscuras y con lluvia, y que se retiró.

Los demás jefes hicieron oír su aprobación.

Kineas reparó en que sus ánimos habían cambiado en una noche. Estaban ansiosos, y el rey parecía más contento. Sólo Kam Baqca tenía ojeras y los pómulos pálidos.

Kineas levantó la mano y el rey le dio la palabra.

—Envié exploradores hacia el sur —dijo—. Vieron patrullas y capturaron a un prisionero. Zoprionte está buscando un vado. Nos tiene bien localizados: sus hombres sabían dónde esperarnos anoche, y eso que llovía.

Srayanka habló tumbada en la alfombra a su lado.

—Esos tesalios son unos cabrones duros de pelar —dijo.

Kineas asintió.

—Como dijimos desde el principio, ahora es cuando está desesperado. Sólo tiene dos opciones: o destruir su ejército o cruzar al sur para ir a Olbia. —Kineas se encogió de hombros. Con cierta vacilación, expuso su más preciada idea—. Suponiendo que esté al corriente de la traición de Cleomenes, y nada de lo que hemos visto hasta ahora nos indica que lo sepa. —Hizo una mueca por la ironía del asunto: Zoprionte tal vez ignoraba la mejor baza que tenía. Los dioses castigaban el orgullo desmedido con maniobras como aquélla. Hizo un gesto que le enseñara su niñera, pura superstición, para conjurar toda eventualidad de pecar de lo mismo.

Kineas prosiguió.

—Hoy tendría que tomar el vado. Si no lo hace, deberíamos plantearnos volver a hostigarlo, haciendo incursiones al otro lado del río.

Marthax se frotó el bigote y bebió un poco de vino.

—El día de hoy ya está bastante avanzado. Y la lluvia lo empapa todo.

—Nuestro campamento está encharcado —asintió el rey—. El de los macedonios aún estará peor.

Srayanka miró a todos los presentes.

—Hoy no quiero luchar —dijo, y otros jefes asintieron mostrándose de acuerdo, y Gaomavante, señor de los Lobos Pacientes, se puso de pie.

—Necesitamos descansar, señor. Los caballos están cansados, y también los guerreros; hay demasiados heridos. La lluvia no ayuda.

Lot, el príncipe de los sármatas, encogió los hombros pese a llevar armadura. Habló a través del rey, que imitaba todos sus gestos.

—Nosotros no estamos cansados. Mostradnos una hilera de Sombreros de Bronce y los rebanaremos. La lluvia no moja las puntas de nuestras lanzas. Si vosotros estáis cansados, pensad cómo estarán los Sombreros de Bronce hoy.

Kineas negó con la cabeza.

—Los taxeis no están cansados. Son capaces de marchar cien días bajo la lluvia. —Miró al rey y volvió a sacudir la cabeza—. Nosotros estamos más secos, y más seguros, que los macedonios. Descansaremos mejor. Tenéis más caballos de refresco para reemplazar a los que renquean. Y además, y miedo me da gritar esto a los dioses no vaya a ofenderlos mi arrogancia, nada de lo que hemos visto en dos días indica que Zoprionte sepa que Olbia le espera con las puertas abiertas. Si mi consejo tiene peso en esta asamblea, sugiero que los clanes que estén en mejores condiciones crucen el vado y bloqueen las rutas que tenga Zoprionte hacia el sur. Que no tenga modo de recibir mensajeros. Que ataquen sin tregua a los piquetes que tenga en el sur. Unos pocos cientos de caballos, como mucho; si se quedan aislados cuando Zoprionte avance hacia el vado, pueden hostigar su retaguardia o simplemente huir por la estepa.

El rey se rascó la barba. Miró a Marthax.

—¿Caudillo?

Marthax se encogió de hombros.

—¿Qué queremos, señor? —preguntó sin rodeos—. La campaña siempre ha estado abocada a esto. ¿Evitamos la batalla? ¿O forzamos la batalla y combatimos para destruir a este enemigo por completo, arriesgando nuestra propia destrucción? ¿No decidimos desde el principio correr ese riesgo? Podríamos habernos internado en la estepa en primavera; ahora mismo podríamos estar con los mesagetas. Pero estamos aquí. Basta de consejo. Aislemos a este Zoprionte del sur, es sensato, e incitémoslo a combatir. Dejemos que cruce el vado por la mañana. —Marthax miró a Kam Baqca casi con ternura—. Nos clavará el aguijón, pero arrasaremos su avispero. He dicho.

El rey miró uno por uno a los presentes y pudo constatar que los jefes estaban con Marthax. El único que vacilaba era el rey, que dijo:

—Os recuerdo que cuando planeamos esta campaña decidimos que justo en este momento negociaríamos una prueba de sumisión.

Los jefes gruñeron. Junto a Kineas. Srayanka se puso tensa y endureció su expresión.

El rey volvió a mirarlos. Señaló a Kineas.

—Tu amigo el espartano dice que la guerra es un tirano, y nada lo deja más claro que esto. —Su amargura era evidente—. El olor a sangre os ha excitado. Queréis arriesgarlo todo de modo que se elimine esta amenaza o que se nos recuerde a todos en canciones. Miró a Srayanka—. O de modo que se borren las injusticias del pasado.

El silencio se adueñó de la tienda mientras él jugueteaba con su fusta. Ninguno de ellos hizo el menor ruido, y del exterior llegaba claramente el sonido de un caballo al galope.

El rey miró a Kam Baqca, pero ésta apartó la cara y levantó una mano, como si los ojos del rey pudieran abrasarla. El batir de cascos se acercó y se detuvo, y en la poco natural quietud Kineas oyó saltar a tierra a un jinete.

El rey torció el gesto ante la reacción de Kam Baqca. Acto seguido se irguió, y Kineas, que conocía el peso del mando, no pudo evitar ver cómo caía esa carga sobre los hombros del rey. Levantó la fusta y señaló al señor de los Gatos Esteparios.

—¡El rey! ¡Tengo que ver al rey! —dijo una voz poderosa en el umbral de la tienda.

El mensajero era joven, sólo llevaba un gorytos, pantalones y botas, y un puñal. Se arrojó a los pies del rey.

—Señor, hay un heraldo en el vado que exige nuestra sumisión. Un heraldo de los Sombreros de Bronce.

En cuanto Kineas vio a Cleomenes sentado a lomos de una hermosa yegua en la orilla de Zoprionte, supo que había ocurrido lo peor.

La lluvia amainaba. Un velo de nubes avanzaba deprisa por el valle del río separando los dos ejércitos, pero en los cielos el sol conquistaba gradualmente el elemento de agua. Kineas levantó la vista y vio un águila o un halcón a lo lejos, hacia el norte, a su derecha. Un buen presagio. Abajo, en la tierra, cien jinetes de la caballería macedonia aguardaban a medio estadio hacia el oeste, mientras un centenar del séquito del rey estaba plantado en la orilla del vado. Y entre ellos había dos medios círculos: el rey de los sakje, Marthax y Srayanka, Lot y Kineas; y a un largo de caballo, Zoprionte, flanqueado por un oficial macedonio y Cleomenes, y un heraldo.

El buen presagio del cielo a duras penas contrarrestaba el desastre que suponía la presencia de Cleomenes.

El heraldo macedonio acababa de leer los requisitos de su amo: la sumisión de los sakje, un tributo de veinte mil caballos y la inmediata repudiación de los ejércitos de Olbia y Pantecapaeum.

Kineas observaba a Cleomenes. Cleomenes le miró a los ojos y sonrió.

Cuando el heraldo hubo terminado, Zoprionte azuzó a su caballo. No llevaba cascó, sino una diadema blanca en el peló.

—Tengo a Olbia en la palma de la manó —dijo. Sus palabras rezumaban arrogancia, desdiciendo lo que traslucía su semblante: fatiga y preocupación—. Con Olbia como base, puedo marchar sobre vuestras poblaciones. Me pasaré el otoño quemando vuestras cosechas. Ahorradme ese trabajó. Someteos.

Ninguno de los sakje rechistó.

Cleomenes se dirigió a Kineas.

—Has sido listó al no traer a ningún hombre de Olbia a esta J negociación, mercenario. Pero mis hombres los encontrarán y los pondrán al corriente. Y te abandonarán a tu suerte, dejando que mueras con éstos. Traidor. Falso asalariado. Mi señor Zoprionte no tendrá ninguna piedad contigo.

Kineas no dio más señales de reaccionar que los sakje. En lugar de eso, se volvió hacia el rey. Y el rey, que había estado sentado con los hombros caídos, relajado ó tal vez aburrido mientras escuchaba al heraldo, adoptó una postura erguida.

—Cuando me he enterado de la llegada de tu heraldo —dijo en perfecto griego—, estaba reunido en consejo con mis jefes. Ellos me instan a luchar y yo titubeó, porque librar batalla es someter a mi pueblo al azar y a la muerte. Oh, Zoprionte, tus palabras han aclarado el aire para mí, tal como el sol acaba por disipar la niebla. ¿Conoces bien a vuestro Herodoto?

El semblante de Zoprionte se ensombreció.

—No juegues conmigo. Sométete ó asume las consecuencias.

Incluso en ese momento, Kineas se daba cuenta de lo apurado que estaba Zoprionte. Aun teniendo a Olbia en sus manos, tan sólo a trescientos estadios de distancia, su desesperación seguía siendo patente. Una chispa de esperanza se encendió en el fuero internó de Kineas.

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