Niceas rompió el hechizo caminando hasta Agis, a quien puso una mano en el hombro.
—Mejor que en Gaugamela —dijo.
Agis encogió los hombros, claramente exhausto.
—Cuando me viene —dijo— es como si un espíritu hablara a través de mí; o un dios. No soy actor, y a veces me cuesta creer que sea capaz de recordar el pasaje.
Los demás hombres que le conocían desde hacía años asintieron. Incluso Kineas pensaba que el megarense tenía un don divino.
Sin embargo, Ajax sonrió. Bajo el brillante sol de la batalla, el muchacho desaparecía por completo, pero a la luz del fuego seguía siendo guapo y su rostro conservaba en parte al chico que los había seguido a la guerra abandonando la casa paterna.
—Me encanta oír al Poeta —dijo—. Es casi…, como el cántico, escucharlo en una noche como ésta, la víspera de una batalla.
Nicomedes puso los ojos en blanco y Filocles soltó un resoplido, casi como un rebuzno de asno, y Ajax agachó la cabeza con resentimiento.
—El Poeta conocía la guerra —dijo Filocles—. Y no le gustaba nada. Contó una gran historia, la historia de la ira de un hombre, y a través de su ira, el relato de cómo es la guerra. Ajax, ya no eres virgen. —Una risa grosera desde el fuego—. La guerra es una locura, igual que la ira de Aquiles.
Ajax volvió a levantar el mentón y habló con firmeza.
—Todos los hombres que hay aquí han hecho la guerra hoy —dijo—. Tú, Filocles, has sido un héroe salido de los mismísimos versos del Poeta.
Filocles se levantó con la corona en la cabeza, un homenaje a su bravura, y pareció el hombre más alto de la hoguera, rojo y dorado a la luz de las llamas.
—La guerra convierte a los hombres en bestias —dijo—. Yo lucho como una bestia prudente y astuta: un depredador. Hoy he matado a nueve hombres, quizá diez. —Se encogió de hombros y pareció menguar—. Un lobo podría decir lo mismo. Y un lobo dejaría de matar cuando hubiese saciado su hambre. Sólo el hombre mata sin necesidad.
Ajax, picado en lo más vivo, replicó:
—¡Si tanto la odias, no es preciso que luches!
Filocles sacudió la cabeza. La luz del fuego le transfiguraba el rostro; el cuerpo era rojo y dorado, pero la cara tenía huecos negros en vez de ojos, y su sonrisa erizó el pelo del cogote de Kineas.
—¿Odiarla? —dijo. través de su sonrisa—. ¿Odiarla? La amo como un borracho ama el vino, e igual que el borracho, parloteo acerca de ella cuando estoy sobrio.
Se dio la vuelta, salió del corro y se adentró en la oscuridad de la noche.
Kineas fue tras él. Siguió al espartano por la sierra, pasando de una hoguera de hoplitas a otra, y bajó por la ladera de una loma tropezando a oscuras por el terreno desigual, hasta que vio la pálida silueta de la espalda de su amigo. Filocles se había sentado en una gran roca que surgía del suelo como el último diente de un anciano. Kineas se sentó a su lado.
—Soy un idiota —dijo Filocles.
Kineas, que había visto infinidad de casos de mala conducta en vísperas de una batalla, dio un puñetazo amistoso al espartano en el brazo.
—Desde luego —le dijo.
—Se empeña en mantener los ojos cerrados al horror. Quiere que la guerra sea como el poema, no ve con cuánta frecuencia se desploman los hombres sobre la tierra polvorient a sujetándose las tripas. —Filocles hablaba en voz baja—. Es fácil matar a un hombre, o una ciudad, ¿no?
—Puñeteramente fácil —dijo Kineas.
Filocles asintió, y siguió hablando tanto para sí mismo como para Kineas.
—Si te entrenas toda la vida para ser guerrero, sin ofrecer nada a los dioses, sin saber de ningún poeta, quizás incluso analfabeto, puedes llegar a ser muy bueno matando, ¿cierto?
Kineas asintió, sin tener claro adónde estaba yendo el espartano con aquel argumento.
—Quizá te conviertas en el mejor luchador del mundo. Mortífero con una espada, mortífero con una lanza, montado, a pie, con una piedra, con un garrote, no importa cómo decidas luchar. Y puedes gastar todo tu dinero en equipo para ello: armadura, escudos, espadas, lo mejor de cada cosa. ¿Cierto?
—Estoy seguro de que me estás llevando a alguna parte con todo esto —dijo Kineas, aunque su intento por aligerar el tono fracasó.
Filocles le cogió por los hombros.
—Sólo para poder protegerte, porque es muy fácil que te maten. Podrías imaginar todas las amenazas que pueden surgir contra ti: cada hombre que quiso tu bolsa, cada hombre que intentó robarte el caballo o la armadura. Podrías pasarte la vida en la jungla, ser capaz de ver venir al enemigo…, o quizá lucharías por el poder, para así poder pedir a otro hombre que te protegiera.
—Como un tirano —dijo Kineas cre yendo que le comprendía.
—Tal vez —dijo Filocles un tanto desdeñoso—. Porque lo que quiero decir es que puedes vivir así, puedes pasarte la vida entera velando por tu seguridad, bien sea como hombre o como ciudad. Y un niño con una honda puede matarte en un instante. Y ahí estás, muerto, y has llevado una vida sin una sola virtud, salvo quizás el coraje: eres analfabeto y cruel y estás muerto.
Kineas comenzó a comprender.
—¿O?
Filocles miró hacia el agua.
—O puedes llevar una vida virtuosa, de modo que los hombres quieran protegerte, o emularte, o unirse a ti.
Kineas lo meditó un momento y luego dijo:
—Y, sin embargo, matamos a Sócrates.
Filocles se volvió de nuevo hacia él con los ojos chispeantes.
—Sócrates se mató a sí mismo para no renunciar a la virtud. —Hizo un gesto retórico, como un hombre que se dispusiera a hablar ante la asamblea—. La única armadura es la virtud. Y la única excusa para la violencia es la defensa de la virtud, y entonces, si morimos, morimos con virtud.
Kineas dejó que una lenta sonrisa se adueñara de su rostro.
—Creó que ahora ya sé por qué no he oído hablar de otros filósofos espartanos.
Filocles asintió.
—Somos violentos. Y siempre es más fácil morir defendiendo la virtud que vivir virtuosamente.
Kineas había oído mucha filosofía en horas precedentes a una batalla, pero la de Filocles tenía más enjundia que las demás. Le cogió la manó.
—Me parece que tú y Ajax tenéis más en común de lo que a ti te gustaría que yo pensara.
Filocles gruñó.
—También es un idiota. Escúchame, hermano. Tengo que pedirte un favor —dijo Kineas en tono desenfadado, aunque le estrechó los hombros con el brazo, gestó que rara vez hacía.
—Por supuesto.
—La noche anterior a una batalla, me gusta escuchar a Agis, y luego me gusta oír las voces de mis amigos. Porque tienes razón; pero esta noche no somos bestias. Somos hombres. Ven conmigo, volvamos a la hoguera.
Filocles tenía lágrimas en los ojos que relucían cómo joyas a la luz de la luna. Al enjugárselas, el puño rozó la corona de roble que llevaba en el peló.
—¿Por qué me has dado esto? —preguntó—. No soy nin gún héroe.
Kineas lo empujó para que se levantara de la roca y juntos subieron la cuesta. Sus pies hacían ruido al pisar el sueño endurecido, de modo que Filocles tal vez no llegó a oír la respuesta de Kineas.
—Sí que lo eres —dijo Kineas, pero en voz muy baja.
Y más tarde esa noche anterior a la batalla volvieron a darle vueltas a lo mismo otra vez. Ajax no dejaba de pensar en la guerra. Kineas, que llevaba demasiados años al mando de hombres, sabía que Ajax perseguía una justificación, en vísperas de la batalla, para la muerte y la destrucción que el amanecer traería consigo.
—Si somos bestias… —dijo trás rumiar una hora mientras los demás conversaban y cantaban, y Likeles bailaba una danza militar espartana para asombró de Filocles—. Si somos bestias, ¿cómo es que planeamos con tanto cuidado?
Kineas se interpuso entre Ajax y Filocles, resuelto a evitar el desastre.
—¿Cuál de mis planes has visto que llegue a cumplirse hasta el final de la batalla? —preguntó.
Niceas rió con los demás veteranos. Nicomedes miró a Ajax como avergonzado por los malos modales de su amigó y le dio una patada en el tobillo.
Ajax sacudió la cabeza.
—Planeamos —comenzó otra vez, y algo explotó en Kineas.
—¡Es un puñetero desquició! —dijo demasiado alto, y acalló otras conversaciones—. ¡Locura! ¡Caos! —Señaló a Ajax—. ¡Lo sabes de sobra! Has visto al animal, día y noche, durante meses. ¡Un hombre tiene que estar delirando para creer que puede imponerse orden en la guerra!
Filocles apoyó una mano en el hombro de Kineas. Ajax estaba retrocediendo, alejándose de Kineas como si su comandante pudiera golpearle. Filocles habló en voz baja y con calma.
—Planeamos la guerra para mitigar el caos. Nos entrenamos para que nuestros músculos se muevan siguiendo una secuencia determinada cuando la mente cae presa del pánico y nos convertimos en bestias. En Esparta somos expertos en convertir a los hombres en autómatas.
Nicomedes salió en defensa de su amigo.
—Una compañía de danza hace lo mismo, igual que un coro: entrenan y ensayan sin parar, hasta que son capaces de hacer lo que tienen que hacer de manera automática. Pero no son bestias.
La actitud de Ajax era casi suplicante.
—Vosotros… —dijo, señalando a través del fuego a Niceas y Antígono, a Likeles, Coeno y Andrónico, a todos los viejos camaradas—. Todos vosotros sois hombres de guerra. ¿De verdad la detestáis?
Filocles comenzó a levantarse, pero Antígono se puso de pie; Antígono, que nunca hablaba en público porque se avergonzaba de su mal griego. Era un hombre corpulento, y tenía muchas cicatrices. Llevaba toda la vida luchando y se le notaba.
Ajax le gustaba —lo amaba, como hacían todos—, y le dedicó una sonrisa que nadie podía reprocharle.
—En alguna parte —dijo en su mal griego— hay un hombre tan cruel que en la víspera de una gran batalla proclama su amor por la guerra. —Antígono sonrió atribulado—. Yo temo demasiado la muerte para amar la guerra. Pero amo a mis camaradas y por eso no me acobardaré. Es lo único que puedo dar y lo único que un compañero puede pedir. —Sostuvo un odre en alto y lo agitó para que todos oyeran el ruido del vino—. Nada bueno saldrá de hablar de la guerra esta noche. Tengo vino. Bebamos.
Menón, que era quien más a menudo profesaba su amor por la guerra, sonrió, bebió un trago y guardó silencio.
Más tarde, Kineas, que no quería cargar con enfado en su conciencia en su última noche, fue a sentarse en el suelo al lado de Ajax.
—Antes te he gritado porque a mí también me da miedo la muerte y tú pareces inmune.
Ajax lo abrazó.
—¿Cómo pueden decir esas cosas —preguntó cuando ellos mismos se parecen tanto a los héroes?
De pronto a Kineas le picaron los ojos; estaba al borde del llanto.
—Son mejores que los héroes del Poeta —dijo— y dicen la verdad.
El vino y las canciones, y la compañía de sus amigos mantuvieron apartados los pensamientos acerca de la muerte y la ausencia de Srayanka hasta que se arrebujaron en las clámides para dormir. Kineas anduvo entre las hogueras, e intercambió unas pocas palabras con los hombres que aún seguían despiertos, y luego, agotado, regresó a la suya. Kineas decidió no tenderse a solas en su tienda y extendió su manto junto a Filocles, y al cabo tuvo a Ajax en el otro lado, como si hubiesen retrocedido un año en sus vidas y estuvieran cruzando las llanuras al norte de Tomis. Sonrió agradecido por el calor que le daban sus amigos y, antes de tener ocasión de obsesionarse con la parca, se durmió.
Mas la muerte fue en su busca poco después, en sus sueños.
Estaba mojado de sangre, y debajo de él corría un río de sangre, y hedía como todas las heridas purulentas que había visto, a infección, y trepó para alejar su cuerpo de la corrupción. Tenía las manos en el árbol, los pies libres de las raíces, y trepaba deseando adoptar la forma de una lechuza y volar, pero la sangre de las manos se lo impedía, y lo único que podía hacer era trepar. Pensó que si trepaba lo bastante alto quizá llegaría a ver el otro lado del río, a contar las hogueras del enemigo, o a ver el gusano y saber… No recordaba qué quería saber. Trepaba, apabullado, y la sangre de las manos le corría por los brazos, y de los brazos a los costados, y le quemaba al tocarle la piel, escocía como el agua de mar en una quemadura de sol.
Quemadura de sol en el rostro, lejos del agua, sal en los ojos, y sus manos enredadas en la crin del gran caballo, el agua tirando de sus piernas y el peso del peto empujándole hacia el sue lo cada vez que intentaba montar.
Un arma resonó contra su casco, girándolo de modo que quedó ciego. Un filo le hizo un corte en el brazo, desgarró el bronce de la coraza y luego se clavó en el brazo de las riendas. El caballo gris se asustó, dio un salto hacia delante y lo arrastró fuera de la corriente subiendo a la orilla que acababan de abandonar, colgado de la crin, cosa que le causó tanto pánico que agitó su poderosa cabeza. La suerte y la fuerza de su cuello lo elevaron un palmo más de lo que había conseguido subir hasta entonces, de modo que pudo echar una rodilla sobre los anchos lomos del animal.
Miró en derredor, y todos los guerreros que tenía detrás eran desconocidos; todos sakje con magníficas armaduras, y él mismo llevaba brazales de oro cincelado que podía ver a través de las rendijas de su casco; estaba seco, sentado erguido en un caballo del color del metal oscuro, y la batalla se había ganado, el enemigo, aplastado, y al otro lado del río el enemigo intentaba reagruparse en la orilla junto al único gran árbol viejo y muerto que ofrecía el único refugio contra sus flechas, y levantó su fusta, la agitó tres veces y comenzaron a cruzar el río.
Estaba preparado para la flecha cuando llegó, y casi la saludó, tan bien la conocía, y luego estaba en el agua; unas manos le agarraban…
Otra vez. Se despertó porque Ajax lo estaba sacudiendo.
—Ha sido una pesadilla —dijo Ajax.
Kineas se había destapado las piernas mientras dormía. Tenía frío. Filocles se había alejado, seguramente buscando un compañero más sosegado. Un vistazo a la luna y las estrellas le dijo que había dormido bastante bien y que faltaba menos de una hora para el alba. Se levantó. Ajax se dispuso a hacer lo mismo. Kineas se lo impidió.
—Aún tienes una hora —dijo.
Ajax agachó la cabeza.
—No puedo dormir —dijo.
Kineas le obligó a tumbarse y cubrió con su viejo manto al joven.