Tirano (60 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

—Has venido —dijo Srayanka sin dejar de besarle, como si no se lo creyera.

Kineas había venido buscando algo. Ahora tenía una manó bajó la túnica de ella, resiguiendo la línea dónde el suave marfil de su pechó se encontraba con la piel más suntuosa del pezón, y ella le clavó los dientes en el brazo, y Kineas jadeó, inhalando una bocanada más profunda del humo que emanaba del brasero…

El gusano estaba cerca, sus fauces devoraban cuanto encontraban a su paso, y arqueó la garganta al arrancar la cara de Leuconte de su cráneo…

—¡Ataelo! —gritó Kineas. Apartó a Srayanka. Se preguntó si no se estaría volviendo loco.

Srayanka le agarró la manó y él se resistió, pero ella era fuerte y tiró de él, le empujó, y de pronto estaba cayendo…, había humedad, y estaba tirado juntó al eje de la rueda. Srayanka saltó a la hierba y se agachó a su lado.

—Eres fácil para el humo —le dijo. Le reprendió levantando un dedo—. Respira hondo. Ve bajó el carromato y respira.

—Quédate conmigo —dijo Kineas, pero ella negó con la cabeza.

—Demasiado humo, demasiado deprisa. Tú respira. Yo encuentro Ataelax. Él con Samahe. Hacer lo que nosotros deberíamos hacer, pero para Sastar Baqca y el rey.

Y se esfumó.

Kineas tenía la mente despejada cuando regresó con Ataelo detrás de ella como si fuese un caballo de refrescó.

Kineas no se sentía como un comandante y le constaba que no tenía aspecto de serlo, pero trajo a Ataelo hacia sí.

—Envié a Herón, el hiparco de Pantecapaeum, río abajo esta mañana para que buscara más vados.

—No vado río abajo —contestó Ataelo. Había otro hombre con él; no, una mujer. Tenía los brazos cruzados sobre el pechó y chorreaba enfadó mezclado con el agua de lluvia—. Ésta es Samahe; esposa para mí. —Sonrió—. ¡Esposa de veinte caballos!

Kineas le dio la manó como un idiota.

—Necesitó saber dónde está Herón y qué ha averiguado.

Ataelo frunció el ceño y miró fijamente a Kineas.

—¿Me pides que monte en la lluvia, ahora? ¿Por este Herón?

—Sí —dijo Kineas.

Ataelo suspiró profundamente.

—¿Para ti? —preguntó.

—Para mí —dijo Kineas. No sabía cómo explicarle por qué estaba tan preocupado, de repente, por el hiparco desaparecido, pero el casó era que lo estaba.

Cuando se hubo marchado, pese a las airadas protestas de Samahe, Kineas se sentó en el suelo secó de debajo del carromato. Srayanka hizo lo mismo apoyando la espalda contra la suya. Permanecieron callados mucho rato. Finalmente, ella dijo:

—Si ganamos, cuando ganemos, ¿me traes veinte caballos?

—¿Ése es tu preció? —preguntó Kineas.

Srayanka se rió; una risa grave, plena.

—No tengo preció —dijo en sakje, y se volvió para mirar le—. Te deseó como una yegua en celó desea un semental, y me iría contigo por un puñado de hierba, como una sacerdotisa. Ésa es la mujer que soy. —Echó la cabeza hacia atrás y su poderoso perfil quedó recortado a la luz de una hoguera cercana—. Pero soy khan de los Manos Crueles, y no hay precio que valga para comprarme como novia. —Se encogió de hombros—. El rey me haría reina, y eso haría ricos a los Manos Crueles. Soy una mujer y soy khan. —Le miró a los ojos. Los suyos reflejaban el res plandor de las fogatas—. Pero si ganamos esta batalla —dijo otra vez—, si nos libramos de Sastar Baqca, ¿me pedirás que me case contigo?

Kineas apoyó su espalda en la de ella.

—Si vivimos, te pediré que te cases conmigo. —La besó, y notó la caricia de sus pestañas en la mejilla—. Sé qué significa baqca. ¿Qué es Sastar?

Serpenteó un poco entre sus brazos.

—¿Cómo es la palabra que decís cuando un hombre gobierna a otros hombres pero sin escucharlos? ¿Gobierna solo? ¿Ninguna voz más que la de ese hombre?

—Tirano —contestó Kineas al cabo de un momento.

—Tirano —repitió Srayanka—. Sastar es como tirano. Sastar Baqca, el baqca que no admite otra voz. —Se volvió y cruzó las manos detrás de la nuca—. Me casaré contigo.

Kineas volvió a besarla.

—No —dijo Kineas. La muerte parecía algo remoto, y todo parecía posible—. Yo me casaré contigo.

Y la besó otra vez. Srayanka sonrió mientras la besaba, se apartó y lo miró.

—¿En serio? —preguntó . Sonrió, lo besó y lo apartó—. Pues entonces tráeme la cabeza de Zoprionte como dote.

Se puso de pie de un salto. Kineas se levantó sin soltarle la mano. Se miraban de hito en hito. Srayanka le apretó un poco la mano y luego se fue alejando poco a poco.

La lluvia le serenó, y al cabo de un momento volvió a cobrar conciencia de todo: la batalla, planes, preocupaciones. «¿Dónde Hades está Herón?» Y luego los hechos desnudos: «Esto es una soberana estupidez; estaré muerto.» Pero se obligó a reír y dijo en voz alta:

Una dote muy cara.

Srayanka salió de debajo del carromato y se volvió.

—Hará una bonita canción —dijo conriendo—. ¿Sabes que ya cantan sobre nosotros?

Kineas no lo sabía.

—¿En serio? —preguntó levantando la voz.

Srayanka hizo una pausa bajo la lluvia antes de subir al carromato.

—Quizá viviremos para siempre, en una canción.

Kineas se detuvo en el fuerte de carromatos del rey para dar el parte de novedades, y luego siguió caminando cuesta abajo, calado hasta los huesos, para dar las últimas órdenes en las hogueras. Había transcurrido la mitad de la noche cuando final mente abrió la cortina de su carromato. Tuyo suficiente energía para quitarse la túnica y colgar la clámide empapada en la parhilera antes de acostarse. Se quedó un rato despierto, y volvió a preguntarse si los dioses le habían enviado la locura. No quería cerrar los ojos pero el sueño lo venció.

El gusano avanzaba, mil patas empujaban su obscena figura a través de la hierba mojada hacia el río, una docena de bocas obscenas masticaban cuanto se ponía al alcance de sus fauces: caballos muertos, hombres muertos, hierba.

Él volaba en círculos sobre el gusano, viéndolo con dos visiones; como el gusano que era, el monstruo, y como los hombres, los caballos y los carromatos que componían el gusano, como si leyera un rollo de papiro y entendiera el todo de una vez, como si viera cada tesela de un mosaico y viera el dibujo entero.

Apartó el sueño de su mente y la lechuza se alejó del gusano y voló hacia el sur; era la primera vez que controlaba un sueño. La lechuza batía las alas y los estadios pasaban uno tras otro, grises e indistintos bajo la lluvia constante, pero vio unos jinetes que avanzaban por el margen derecho del río, una docena de grupos cabalgando hacia el sur.

Entonces dejó que su yo del sueño tomara la iniciativa y girase hacia el norte, de regreso al gusano en el mar de hierba. Era horrible, pero ese horror tenía algo familiar, pues él mismo había sido las patas del gusano, y la boca. Conocía el olor.

Su yo del sueño giró hacia el este, sobre el río, que relucía apagado bajo la lluvia del sueño, y de pronto estaba descendiendo, y allí estaba el árbol, que ya no era una torre verde y negra de majestad. El árbol se estaba muriendo. La corteza de cedro era dura bajo sus garras, las hojas y agujas amontonadas en el suelo recordaban a un animal enfermo que perdiera pelo y dejaban a la vista madera desnuda y corteza podrida, y la parte más alta ya se había roto y caído. Aterrizó, agarrándose a una rama firme, y ésta también se partió y él se encontró cayendo…, del caballo, con una flecha en la garganta, atragantándose con el agudo dolor y la sangre a borbotones; amargo cobre y sal en su boca, en su nariz, y en sus últimos instantes de vida intentó ver, intentó recordar si habían ganado la batalla, pero todo se desvaneció ante sus ojos dejando sólo la voz de ella cantando, y no lograba recordar su nombre; la escuchaba…

—Amanece, en algún lugar por encima de la lluvia —dijo una voz. Una mano le sacudía el hombro—. Tengo buenas noticias para ti. Levántate.

—¿Qué? —preguntó . Se sentía igual que si lo hubiesen golpeado como masa de pan.

—Amanece. Eumenes está listo para partir. Tus órdenes… ¿Estás despierto? —preguntó Filocles. Iba desnudo y mojado—. Laertes está aquí, con un prisionero.

Kineas se incorporó. La túnica que se había quitado antes de acostarse estaba tan húmeda ahora como cuando se metió en la cama. Igual que su clámide. Se echó la clámide por los hombros y bajó del carromato, sofocado por el olor a lana húmeda. Filocles bajó detrás de él.

—No hace frío —le dijo.

—No todos somos espartanos —replicó Kineas. En realidad, lo que le ocurría, como siempre, era que le incomodaba mostrar su cuerpo desnudo. Incluso estando a punto de iniciar una batalla. Se sonrió ante su propia vanidad.

Ataelo estaba sentado junto al fuego con Laertes, Crax, Sitalkes y otro guerrero; un hombre yacía a los pies de Laertes, con el pelo rubio rizado y las piernas desnudas, cubierto con un manto rojo oscuro: el prisionero, salvo que ya fuese un cadáver. Los demás se iban pasando un cuerno de asta que humeaba. Kineas lo interceptó.

—Buenos días —dijo. El significado de la presencia de Ataelo acabó de despertarlo del todo. Apoyó una mano en el hombro de Crax—. ¿Dónde está Herón? —preguntó . Y entonces señaló al desconocido del manto rojo—. ¿Quién es?

Crax sonrió.

—Un idiota que capturé. —Empujó la figura yacente con el pie—. Sitalkes le arreó más de la cuenta.

Kineas comenzó a estirar los músculos.

—Me parece que tendréis que contarme la historia entera.

Laertes sonrió y le arrebató el cuenco.

—Herón es concienzudo, hiparco. Hay que reconocerlo. Recorrimos sesenta, quizás ochenta estadios y clavamos nuestras lanzas en cada puñetera playa del maldito río.

Sitalkes habló deprisa, equivocándose con el griego a causa de la excitación y mostrando un cuero cabelludo en su lanza, hasta que Laertes tomó la palabra. Sacó un brazo de debajo del manto con el que se envolvía y señaló a Ataelo.

—Gracias a los dioses que lo enviaste —dijo—. Todos los afluentes van llenos; es difícil cruzarlos. Estábamos perdidos en medio de la oscuridad cuando Ataelo nos encontró. —Hizo un gesto en dirección a Sitalkes—. Nos encontramos con sus patrullas dos veces, pero no lograron cruzar. Este idiota —Laertes revolvió el pelo de Sitalkes— mató a un hombre con una jabalina y fue a nado a arrancarle la cabellera, el muy bárbaro.

Kineas sintió que el calor del té se adueñaba de su barriga.

—Así pues, ¿hay algún vado al sur de aquí?

Laertes se encogió de hombros y cruzó una mirada con Ataelo.

—Hay una docena de vados, si quieres que tu caballo nade o si te abres camino en fila india. Nada que sirva para un ejército; en realidad ni siquiera para una patrulla.

Kineas se frotó los ojos.

—¿Cómo acabasteis luchando con éstos, entonces? —preguntó señalando al prisionero.

—Debíande tenerbarcas —dijo Laertes—. Herónnos hizo buscarlas, pero no encontramos ninguna. Llevó su tiempo, bajo la lluvia. Y luego nos perdimos —concluyó, encogiéndose de hombros.

Ataelo sonrió al otro guerrero que estaba con él. Kineas se dio cuenta de que era su esposa, Samahe. La Negra. Sonri ó irónicamente a su marido.

—Yo par a encontrar caballo griego —dijo—. Ver de noche.

Ataelo le pasó el té.

—Buena esposa —dijo—. Encontrar caballo griego; encontrar a Crax; encontrar enemigo lo mismo.

—¿Dónde está Herón? —preguntó Kineas. Volvió a mirar al prisionero. El hombre le resultaba familiar, o tal vez fuese el manto.

Laertes alzó el cuenco y un esclavo del campamento acudió a rellenarlo.

—Envuelto en su clámide. Tiene intención de ir al norte en cuanto hayamos descansado.

Kineas asintió.

—Dadle las gracias de mi parte. Y procurad descansar.

Todos sonrieron, complacidos con ellos mismos y con sus elogios, por más sobrios que hubiesen sido. Les hicieron sentirse mejor.

Filocles cogió el cuenco y lo apuró.

—Eumenes está esperando —dijo con mordacidad. Se limpió la boca y dejó el cuenco en el suelo—. Voy a ir con él. Veré qué puedo sonsacarle al prisionero cuando regrese.

Kineas caminó colina abajo pensando en las patrullas macedonias que sus hombres habían visto al sur del vado. Su intuición, que había bullido toda la noche, había sido acertada. De pronto entendió lo que acababa de oír. Filocles rara vez entraba en acción como soldado.

—¿Por qué? —preguntó Kineas—. ¿Por qué vas a ir?

La lluvia le estaba empapando otra vez y tenía la barba demasiado larga; la notaba como algo ajeno a su rostro. Quería afeitarse. Demasiados días en la silla.

Filocles se encogió de hombros.

—Es hora de luchar —dijo.

Eumenes estaba montado en la cabeza del escuadrón de Leuconte. Los hippeis de Pantecapaeum también estaban montados y, detrás de ellos, bajo la lluvia, había la mitad de la falange de Pantecapaeum. Casi todos iban desnudos, armados con el escudo y una única lanza pesada. Detrás de ellos, un par de pesa dos carromatos sakje.

Kineas fue caminando hasta Eumenes.

—Cruzáis derechos, recobráis los cadáveres y volvéis.

Eumenes tenía los ojos fijos en el vado.

—No te defraudaremos. No se repetirá lo de ayer —dijo muy serio.

Kineas se acercó un poco más, donde pudiera sentir el calor del caballo.

—Lo de ayer pudo haberle pasado a cualquiera. Esto es la guerra, Eumenes. Recoged los cuerpos y volved sin hacer heroicidades.

Eumenes saludó.

Un sindón, uno de los hombres de Temerix, fue trotando has ta Filocles y le dio un casco, que éste se puso en la parte de atrás de la cabeza, y una lanza pesada: dura, negra, un palmo más larga que la dedos demás hombres, y tan gruesa como la muñeca de Kineas. Filocles se colgó un escudo al hombro, un escudo sencillo de bronce sin ninguna señal distintiva.

—¿Te vas con él? —preguntó Kineas otra vez. No lo entendía. Filocles sonrió forzadamente.

—Menón me ha nombrado comandante de sus doscientos —dijo. Enarcó una ceja—. Ventajas de una educación espartana.

Filocles giró en redondo e hizo ondear su clámide roja tras él. Con un movimiento desenvuelto de la cabeza, dejó caer el casco en posición de modo que las carrilleras le taparan la cara. De dentro del casco surgió una voz inhumana, tan distinta de la de Filocles que Kineas hubiese dicho que se trataba de otro hombre.

—Correremos sin parar —dijo la voz—. Si un hombre se rezaga o cae, lo abandonaremos a los pájaros. ¿Listos?

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