Kineas enarcó una ceja.
—Zeus oiga tus palabras, egipcio. ¿O es que sabes algo?
—Conozco a muchas personas —dijo el egipcio—. Algunas viven en Atenas. —Hizo una mueca y aún se estrechó más el manto—. Por Zeus-Amón, hace más frío que en Olbia.
Kineas enarcó las cejas de golpe.
—¿Estuviste en Olbia?
—Llegué cuando acababas de marcharte —dijo el egipcio. Levantando la voz, agregó—: A lo mejor podría dejar que te quedaras esta espada por seis minas.
Kineas tenía demasiadas ganas de leer las cartas como para quedarse a seguir regateando el preció de la hoja de espada.
—No tengo seis minas —dijo Kineas. Dejó la copa de asta encima del mostrador y puso cuidadosamente la espada sobre la alfombra—. Oj alá las tuviera. —Hizo una breve reverencia al egipcio—. Gracias por el vino.
—No hay de qué —respondió el mercader—. ¡Pide prestado el dinero!
Kineas se echó a reír y se fue. Sentado a una mesa bajó la carpa de una taberna leyó los dos rollos: cartas de Atenas. Las cartas estaban fechadas meses atrás. Se frotó la cara y rió.
Atenas quería que detuviera a Zoprionte.
La ciudad sakje contaba con una cantidad desproporcionada de herrerías para su tamaño. Kineas las visitó con Dikarjes, el compañero del rey, así como con Ataelo y Filocles. El oro era barato allí, no barato per se, pero sí más que en Atenas, y los sakje lo adquirían para toda suerte de prendas y adornos. Había tiendas de artesanos de Persia, de Atenas y de lugares tan remotos como la península etrusca al norte de Siracusa. La afluencia de herreros hizo que Kineas aún se sintiera más tonto por haber creído que la existencia de la ciudad era un secreto.
Un liberto de Atenas dirigía una tienda donde trabajaban seis hombres de distintas razas. El busto de Atenea en su escaparate y el sonido de su voz conmovieron profundamente a Kineas, y entró para conversar y se quedó a comprar. Presentó la hoja de espada egipcia sin empuñadura que había adquirido el día anterior por cinco minas.
—Una hermosa pieza —dijo el ateniense. Hizo una mue ca—. Casi todos mis clientes quieren un caballo o un grifón en su espada. ¿Qué quieres poner en la tuya?
—Una empuñadura que equilibre la hoja —dijo Kineas.
—¿Cuánto puedes pagar? —preguntó el herrero estudiando la hoja con interés profesional. La puso en una balanza y la pesó, haciendo una serie de anotaciones en una tablilla de cera—. ¿Punta pesada? Muéstrame dónde quieres el equilibrio. Muy bien.
Puso varias pesas en la balanza, anotó el resultado y trazó una línea en la hoja con un estilo de cera.
Kineas echó un vistazo a la tienda. Parsht aevalt estaba admirando una funda de gorytos, de oro macizo, con magníficas estampas de Olimpo, rodeado por un puñado de nobles asagatje.
—No tanto como pueden pagar ellos —dijo Kineas—. ¿Dos minas de plata? —propuso. Tendría que pedirlas prestadas, la adquisición de la espada le había dejado en la penuria.
El herrero ladeó la cabeza.
—Supongo que podría hacerla de plomo —dijo.
Parshtaevalt se aproximó.
—Escucha, tú, gran hombre. Rey paga para ti, sí, sí.
—No quiero que pague el rey —protestó Kineas.
—Deja que te fabrique algo tan bueno como la hoja —dijo el herrero ateniense—. Eres el hiparco de Olbia, he oído hablar de ti. Tu reputación me basta.
Kineas le cedió la hoja con cierta vacilación.
Dikarjes, el amigo del rey, apartó a Filocles. La tienda se estaba llenando de nobles asagatje; casi todos los hombres y mujeres del consejo. Parshtaevalt gruñó un saludo y Dikarjes contestó. Ataelo tradujo.
—¡Confiar para que encuentres todos nuestros secretos! ¡Nuestro herrero ateniense!
Parshtaevalt le dio una palmada en la espalda. Dikar jes volvió a hablar, y Ataelo dijo:
—Por supuesto rey para pagar. Quiere mostrar favor para ti. Pregunta a todos qué puede regalar. ¿Qué mejor regalo que una espada? —Y pasó a presentarle a los demás nobles—. Kaliax de los Caballos Rampantes —dijo. través de Ataelo. Y prosiguió—: Gaomavante de los Lobos Pacientes. Son los más leales, el núcleo del ejército del rey; junto con los Manos Crueles, por supuesto.—Sonrió a Parshtaevalt—. Es muy buena señal que ya hayan venido con casi todas sus fuerzas.
Kineas los saludó a todos con fuertes apretones de manos.
Gaomavante le dio un estrecho abrazo y habló mientras le palmeaba la espalda. Atael o se atragantó, y Eumenes tradujo con la cara roja como un tomate.
—Dice…, dice que eres uno de los favoritos de Srayanka. Que menos mal que eres tan duro porque si no te engulliría.
Dikarjes dijo unas cuantas palabras y los demás rieron a carcajadas, y Gaomavante le dio otra palmada en la espalda.
Ataelo se enjugó los ojos.
—El señor Dikarjes dice: bueno para todos si ella aparea contigo: tú griego, y no puedes sufrir por la alianza. Si Manos Crueles se junta con Lobos Pacientes, sangre en la hierba, ¿sí? Si Manos Crueles apareacon el rey, el rey demasiado poderoso. Pero Manos Crueles…
—¿Manos Crueles? —preguntó Kineas—. ¿Es el clan de Srayanka?
Ataelo asintió.
—Y el nombre de guerra de la señora, también. Manos Crueles.
Filocles le palmeó el hombro.
—Bonito nombre. Perfecto para una esposa griega.
Kineas se forzó a reír, pero durante el resto de la tarde estuvo oyendo la voz de Ataelo resonando en su cabeza: «Manos Crueles aparea con el rey.»
Kineas procuraba evitar a Kam Baqca porque aquella mujer le daba miedo. Era la personificación de los sueños que lo perseguían y, en su presencia, los sueños del árbol y de la llanura parecían más inminentes, casi reales. No obstante, el quinto día en la ciudad de los sakje Kam Baqca lo encontró en la gran sala y le cogió del brazo con el suyo, fuerte como una hoja de hierro, y se lo llevó a una alcoba separada con cortinas que parecía una tienda. Echó un puñado de simientes al brasero y los envolvió una pesada nube de humo. El humo olía a hierba recién cortada. Le hizo toser.
—Soñaste con el árbol —dijo ella.
Kineas asintió.
—Soñaste con el árbol dos veces. Tocaste el árbol y estás pagando el precio. Pero me aguardaste para encaramarte, así que no eres tonto de remate.
Kineas se mordió los labios. Había una droga en el incienso; lo notaba.
—Soy un hombre griego —dijo—. Tu árbol no es para mí.
Ella parecía moverse en el humo como una serpiente, retorciéndose, reptando fácilmente de un sitio a otro.
—Tú eres un baqca nato —dijo ella—. Sueñas como un baqca. ¿Estás listo para el árbol? Tengo que llevarte ahora, mientras aún te tengo. Pronto te habrás marchado y las fauces de la guerra te devorarán. Yo no sobreviviré a esta guerra; y entonces no habrá nadie que te lleve al árbol. Y sin el árbol, tampoco tú sobrevivirás ni conquistarás a la dama.
Le estaba diciendo demasiadas cosas demasiado deprisa.
—¿Vas a morir?
Ella estaba a su lado.
—Escúchame. —Le agarró el brazo como una tenaza de hierro—. Escucha. Lo primero que el árbol te muestra es el mo mento de tu muerte. ¿Estás preparado para eso?
Kineas no estaba preparado para nada de aquello.
—Soy un hombre griego —volvió a decir aunque sonara como una pobre excusa. Sobre todo habida cuenta de que el árbol estaba creciendo ante sus propios ojos, alzándose en la tienda de humo espeso, directo del rescoldo del brasero, sus pesadas ramas encima de su cabeza y ascendiendo hacia las alturas del cielo.
—Coge una rama y trepa —dijo ella.
Alargó la mano y cogió la primera rama de corteza suave que tenía encima de la cabeza, levantó una pierna con torpeza y se encaramó. Tenía los brazos tan llenos de la droga como la cabeza. Se encontró con que había cerrado los ojos y los abrió.
Estaba sentado a lomos de un caballo en medio de un río; un río poco profundo, con piedras bajo los cascos del caballo y agua rosa que discurría entre las piedras. El vado, porque era un vado, estaba lleno de cuerpos. Hombres y caballos, todos muertos, y el agua blanca que borbotaba sobre las piedras estaba teñida de sangre, la espuma del agua rosa bajo el sol.
El río era inmenso. No era el Isso, dijo una parte de su mente. Levantó la cabeza, vio la otra orilla y cabalgó hacia ella. La madera que había arrastrado la corriente hacía que pareciera una playa del mar, y un único árbol muerto se alzaba sobre las piedras rojas de la ribera. Había otros hombres detrás de él, por todas partes, y estaban cantando. Iba montado en un caballo que no conocía, alto y oscuro, y notaba el peso de una extraña armadura.
Sintió el poder de un dios.
Conocía aquella sensación, la sensación de la batalla ganada.
Hizo un gesto y su caballería cobró velocidad, cruzando el vado más deprisa. En la otra orilla comenzó a formarse una línea de arqueros que se pusieron a disparar, aunque detrás de ellos reinaba el caos de la derrota y la huida en desbandada: todo un ejército haciéndose pedazos.
Un ejército macedonio.
A medio estadio de los arqueros levantó las manos, su espada de acero egipcio con empuñadura de oro como un arco iris de muerte en su mano.
Dio media vuelta hacia Niceas; no era Niceas sino una mu jer; la mujer se llevó la trompeta a los labios; la llamada sonó como un toque a rebato, y cargaron.
El día había sido vencido. Fue su último pensamiento cuando una flecha le derribó de la silla arrojándolo al agua. Estaba hundido en el agua, ya había estado allí antes, y empujó para ponerse de pie, pero la flecha le arrastraba hacia el fondo.
Se sentó, vivo, a horcajadas en la rama del árbol, que era tan suave como el muslo de una mujer apoyado en su entrepierna.
Kam Baqca habló.
—¿Has visto tu muerte?
Kineas estaba tendido, agarrando la mano de alguien. Su grito de muerte todavía reciente en la garganta.
—Sí —susurró.
Abrió los ojos y vio que estaba cogiendo la mano de Kam Baqca. No era una mala muerte, pensó.
Niceas no estaba a su lado cuando había caído. ¿Estaba presente Filocles? Costaba decirlo en el caos de unos pocos segundos; todos los hombres que tenía detrás llevaban cascos cerrados, y casi todos armadura sakje.
Kam Baqca volvió a hablar.
—No oses interpretar lo que has visto. Quizás estés seguro de lo que significa y aun así puedes llevarte una sorpresa. Ahora has comenzado a trepar al árbol; yo llevo haciéndolo toda mi vida. Entregué mi sexo a los dioses para que me ayudaran a trepar más deprisa. Tú ni siquiera crees en el ascenso. Ten cuidado con el orgullo desmedido.
—¿Qué?
Tosió, como si todavía tuviera agua en los pulmones. Tenía la mente despejada pero el cuerpo aletargado.
—No hay reglas para los griegos —contestó Kam Baqca—. Pero creo que encontrarás insensato hablar de ello, sobre todo dentro de unas pocas semanas, cuando decidas que soy una marimacho pringada que usa drogas para manipular a los demás. —Se encogió de hombros—. Tal vez te juzgue mal. Tú y Filocles… Nunca he conocido ni visto en ningún sueño a unos griegos más abiertos a las cosas nuevas.
Kam Baqca se puso en cuclillas y echó otra hierba al brasero; esta vez con fragancia de pino.
—Esto te despejará la mente y apartará la muerte de tu espíritu —dijo. Se levantó—. Esta semana trae malas noticias, Kineas de Atenas. Ésta es la que tengo para ti. Vigilas a Srayanka como un semental vigila a una yegua. Tengo que decirte, y hablo en nombre del rey, que no vamos a permitir que los sementales y las yeguas sirvan en la misma compañía porque trastornan a todos los caballos. Lo mismo vale para ti. No te aparearás hasta que esta guerra termine. Srayanka ya está pensando más en ti que en su deber. Tú, en vez de dar tu mejor consejo al rey, tienes miedo de ofenderla. —Le puso una mano en el hombro—. ¿Quién no vería que sois el uno para el otro aunque no habléis la misma lengua? Pero todavía no, y no ahora.
Kineas habló, y no pudo disimular la angustia de su voz.
—¡No me ha hablado en una semana!
—¿Ah, no? —Kam Baqca no parecía alterada por su tono—. Pues entonces eres ciego, sordo y tonto. —Esbozó una sonrisa—. Cuando seas menos tonto, te pido que pongas cuidado.
—Cuidado es lo que me gustaría tener —dijo Kineas.
Kam Baqca le acarició la mejilla.
—Todo está en equilibrio sobre la hoja de una espada afilada. Una palabra, un acto, y el equilibrio se va al garete.
Kineas pensó menos en el equilibrio que en el hecho de que estaba condenado a morir, y muy pronto.
Cabalgaron como sakje por el camino de regreso, trotando durante kilómetros, cambiando de caballos y reanudando la marcha. Esta vez no llevaban escolta, sólo a Parshtaevalt y a otro Manos Crueles llamado Gavan como guías y mensajeros.
Durante todo el viaje, Kineas sintió la presión de la urgencia en sus hombros. El suelo estaba bastante duro. Zoprionte podía emprender la marcha en cualquier momento y la campaña, después de tanto tiempo en suspenso, de repente se le venía encima y tenía la impresión de no estar preparado. Le preocupaban la posible traición del arconte y la moral de la ciudad, la vida de sus soldados y la alianza con los sakje, cuántos serían y cuán buenos.
Y habiendo previsto su propia muerte, se esforzaba por entender qué significaba, si lo aceptaba como una verdadera profecía o como mero resultado del humo. Los sakje usaban una droga de humo para muchas cosas, incluso para el esparcimiento. Ya la había probado más de una vez, al visitar a Dikarjes o sentado en la gran sala cuando arrojaban la droga en braseros. La había inhalado en la tienda de Kam Baqca en la nieve. Era posible que la droga fuese la causa de sus sueños. Y si el sueño era real, era una espada de doble filo. Ningún hombre deseaba saber que sólo le quedaban sesenta días de vida. Aunque había consuelo, también: caer en la hora de la victoria tenía al menos la virtud de predecir dicha victoria.
De todas las cosas que tenía ganas de tratar con Filocles, ésta (los sueños, la profecía, los poderes del oráculo, los sueños sobre la muerte y sobre el futuro) le acuciaba cada vez que conversaban y, no obstante, una reserva, una cautela por no hacerla más real al comentarla en voz alta, le impedía abordarla.
Y, por descontado, la baqca le había prohibido hacerlo.
El último día, cuando los exploradores ya habían visto las murallas de la ciudad, intercambiando gritos con los centinelas, y aliviado la mente de Kineas de la mitad de sus preocupaciones lógicas al informar de que todo iba bien, Filocles se situó al lado de Kineas. Ya montaba lo bastante bien como para ser considerado un jinete. Requería caballos más grandes que cualquier otro hombre y los cansaba más deprisa, pero era infatigable en la silla.