Tirano (44 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

—Creó… Creó que sí.

Menón se acercó a él.

—¿Lo has soñado pero sólo crees que sabes el resultado? ¿Cómo es posible?

Kineas soltó un bufido y sacudió la cabeza.

—No me preguntes más. No quiero comentarlo. Sólo quería decir que, pese a todas las mentiras del arconte, entraremos en cómbate. Cuando lleguemos a la mitad del verano, no nos someteremos. —Kineas miró por encima del hombro—. ¿De dónde ha salido el persa nuevo?

Menón sonrió brevemente, mostrando los dientes, dos de los cuales tenía rotos, y luego escupió a las losas del suelo del patio.

—Se lo regaló Cleomenes al arconte; un administrador persa muy bien formado. Éste nació esclavo. Se volverá muy peligroso —dijo Menón, desviando los ojos hacia la ciudadela. Luego sonrió con acritud a Kineas—. Igual que el arconte si descubre que en realidad él no lleva el timón.

Kineas se encogió de hombros.

—Me parece que los acontecimientos le quitarán las decisiones de las manos.

—Quiero una batalla. No me importa demasiado cómo lleguemos a ella. Todas esas escaramuzas en la hierba están la mar de bien para los chicos a caballo, pero mis muchachos necesitan un campó abierto y una larga jornada. Nosotros no haremos incursiones contra los campamentos.

Kineas asintió.

—Tus hombres son el corazón de la ciudadanía. Ca da semana que los mantengamos en campaña es una semana en la que Olbia se queda sin herreros ni granjeros. Creó —Kineas titubeó, preguntándose por enésima vez lo exactos que serían sus cálculos—, creó que podéis aguardar un mes antes de seguirme. Diez días para marchar hasta el campamento; debería bastar para que llegarais veinte días antes que Zoprionte.

Menón se atusó la barba.

—Veinte días, más una marcha de diez días; es tiempo más que suficiente para endurecerlos y entrenarlos a diario sin que acaben agotados. —Asintió—. ¿Y si Zoprionte no se ajusta a tu calendario?

Kineas echó a caminar hacia la puerta. No quería que todos sus pensamientos llegaran a oídos del arconte, aunque dudaba que los celtas supieran mucho griego.

—No tiene otra alternativa. Un ejército de ese tamaño, con caballería e infantería… Sabes tan bien como yo lo lento que avanzará. Si aguarda al momento oportuno no llegará aquí con tiempo de amenazar siquiera con un sitió. Si se da prisa, los hombres pasarán hambre.

Menón salió con él de la ciudadela y juntos bajaron por la muralla hacia la ciudad.

—Tu razonamiento parece muy acertado. —Rió con amargura. Alejandro se tomaría su tiempo en venir, y al Hades con las consecuencias. Daría por sentado que puede tomar la ciudad, incluso entrado el otoño, y utilizarla para aprovisionar a sus trópas aunque tuviera que pasar al pueblo por la espada.

Kineas asintió sin dejar de caminar.

—Sí.

Menón se detuvo en el ágora y se puso de cara a Kineas.

—Entonces, ¿por qué no hará Zoprionte lo mismo?

Kineas apretó los labios y se rascó la barba.

—Puede que lo haga —dijo—. Quizá será por eso que libra remos batalla.

Menón sacudió la cabeza.

—Pareces un sacerdote. No tengo ningún apreció por los sacerdotes. Con sueño ó sin él, esta campaña será dura. Recuerda mis palabras, soy un oráculo de la guerra. —Se rió—. Así habla Menón, el oráculo: Zoprionte hará algo que no hemos tenido en cuenta y todas nuestras previsiones se irán al garete.

Kineas se enojó; que Menón menospreciara sus cálculos le molestaba, pero tenía que admitir que sus afirmaciones no carecían de fundamentó.

—Tal vez —masculló.

—De tal vez, nada. Eres un soldado profesional: lo sabes tan bien como yo. Planea cuanto quieras, Zoprionte vencerá ó perderá a punta de lanza. —Menón parecía aumentar de tamaño mientras hablaba. Estaba exaltado—. Y ni siquiera todos los chicos a caballo del mundo pueden detener a un taxeis macedonio. A la hora de la verdad, serán mis hoplitas y los de Pantecapaeum quienes aguanten ó no. —La idea pareció deleitarle—. Tendré que organizar una reunión para las tropas de Pantecapaeum; conocer a su comandante, planear los entrenamientos y ver si tienen algo de hierro en las entrañas.

Kineas se alegró de ver a Menón tan comprometido. Le dio una palmada en el hombro.

—Eres un buen hombre, Menón.

Menón asintió.

—Ja! Y que lo digas. Me han hecho ciudadano, ¿te lo puedes creer? Ya puedo morir en una cama.

Por unos instantes Kineas el comandante había olvidado la inminencia de su propio deceso. Las palabras de Menón se lo hicieron recordar de golpe.

—Esperó que así sea —le dijo.

—¡Bah! Soy hijo de mi lanza. Ares me gobierna, si es que existe algún dios y a alguno de ellos le importa un óbolo l os hombres, cosa que dudó. ¿Por qué morir en la cama?

Se rió entre dientes, saludó con la manó y enfiló hacia el mercado.

Kineas tuvo muy presente Pantecapaeum durante los días siguientes. Envió una carta con Niceas como heraldo, dirigida al hiparco de la ciudad, solicitando que se reuniera con él para planear la campaña y sugiriendo un calendario de marchas provisional. Pidió a Niceas que le trajera un informe sobre la preparación de la ciudad.

Niceas regresó el mismo día en que zarparon los tres barcos. Kineas estaba en las murallas, observando a Menón entrenar a los hoplitas en la apertura de huecos en sus filas para permitir el pasó de Diodoro con la caballería.

Filocles se le aproximó por detrás.

—Atenas estará contenta de recibir el último cargamento de granó de invierno.

Kineas gruñó.

—Zoprionte estará contento de recibir un informe de sus espías que esboce cada aspecto de nuestros planes.

Filocles bostezó.

—Espías no faltan. Dos mercaderes macedonios llegaron a bordo del último barco; ese penteconter de la playa.

Kineas suspiró.

—Esto es como un colador.

Filocles se rió.

—No desesperes, hermanó. He tomado algunas precauciones. Kineas se asomó a las murallas. Los hoplitas habían sido demasiado lentos al abrir sus filas, y Diodoro había quedado atrapado ante el frente de la falange, quedando fatalmente expuesto. En una batalla, ese pequeño error de marcha habría significado un desastre. Menón y Diodoro se gritaban mutuamente de mala manera.

Kineas se volvió de nuevo hacia el espartano.

—¿Precauciones?

Filocles torció las comisuras de los labios.

—He dejado que el nuevo factor del arconte, otro medo perfumado, reciba ciertos informes que señalan que has engañado al arconte, que tu intención es coger el ejército y marchar hacia el sur con los sakje. De hecho, le sorprendió averiguar que los granjeros sindones hubieran cobrado por preparar un campo de batalla a lo largo del río Ágata, donde están cavando trincheras y tendiendo trampas.

Kineas enarcó una ceja. Filocles se encogió de hombros.

—Rumores, siempre rumores —dijo con sorna—. Es más probable que Zoprionte se crea un rumor que sus espías hayan oído en las tabernas que un plan expuesto delante de ellos. Es un defecto que tienen todos los espías.

Kineas abrazó al espartano.

—¡Buen trabajo!

—No es nada —respondió Filocles encogiéndose de hombros, aunque complacido con la alabanza. Se le sonrojaron las mejillas.

—Esos mercaderes macedonios…, sabrán la verdad dentro de pocas semanas —dijo Kineas.

—Ajá. —Filocles asintió—. Muy cierto. No obstante, Nicomedes y León los tienen controlados. O sea que… Quizá sea mejor que no diga nada más.

Kineas sacudió la cabeza.

—¿Nicomedes?

Filocles asintió.

—Me figuro que habiendo visto la soltura con que manda a su tropa habrás dejado de creerte su pose de petimetre incompetente…

Kineas negó con la cabeza.

—Me temo que no es así. Pese a su evidente destreza y autoridad, me cuesta tomármelo en serio.

Filocles asintió como si acabara de ver confirmada una teoría.

—Por eso los Nicomedes de este mundo tienen tanto éxito a la larga. En cualquier caso, los mercaderes son igual de desdeñosos. Se instalan en su casa, se comen su pan, se mofan de sus modales afeminados y persiguen a sus esclavas y a su esposa. —El espartano miraba a lo lejos—. Será una lástima cuando un liberto ofendido los mate a los dos.

El grito ahogado de Kineas hizo que el hombretón le mirara otra vez.

—Es un juego peligroso, hiparco. Esos hombres quieren nuestra sangre tanto como un getón blandiendo una lanza.

Kineas se serenó y observó a los hoplitas ejecutar un segundo intento de la maniobra. Asintió.

—Gracias. Más que gracias. Había supuesto que no se podía hacer nada…, y tú has hecho mucho.

Filocles sonrió abiertamente.

—Eres pródigo en tus alabanzas, muy poco espartano. —Su sonrisa se esfumó—. Los dos mercaderes serán los dos primeros muertos de esta guerra. Así es como empieza.

—Me consta que detestas la guerra —dijo Kineas. Alargó la mano para coger el hombro de Filocles, pero éste se apartó.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó.

El festival de primavera congregó a todos los hombres y mujeres de la ciudad y a casi todos los pobladores de las granjas de cuatro estadios a la redonda. Las calles estaban atestadas de gente vestida con sus mejores galas, y hacía suficiente calor para dejar de un lado los mantos, de modo que los hombres podían lucir al aire libre sus mejores prendas de lino y las mujeres, aquellas que habían decidido aparecer en público, presentaban su mejor aspecto.

El contingente entero de los hippeis llenaba el estadio; doscientos treinta jinetes, resplandecientes de azul, bronce pulido y oro brillante. Kineas acertó a ver la diferencia de las clámides y armaduras; las clámides de los hombres que habían estado con los sakje ya comenzaban a desteñirse perdiendo el azul real de cuando eran nuevas, y sus armaduras presentaban tonos de un rojo más oscuro a causa de los largos días pasados bajo la lluvia. Pero la apariencia del cuerpo en conjunto era formidable.

Kineas se sentía extrañamente nervioso encabezando la comitiva. Llevaba su mejor armadura, montaba su caballo más alto y sabía que estaba a la altura del papel. No podía explicarlo. Su habilidad con los hombres era un don divino, y rara vez dudaba de los dioses, pero hoy se sentía como un actor asignado a un papel, y la adulación de las multitudes a lo largo de la ruta hacia el templo acrecentaba su sensación de irrealidad. Ser nombrado comandante en jefe de las fuerzas de una ciudad, aparte de conducir al ejército de su amada Atenas en el campo de batalla, era la cima de la ambición de cualquier soldado.

La inminencia de su muerte y todo lo que significaría —la pérdida de poder terrenal, amigos, amorrondaba sus pensamientos. Pensaba que no podía perder el tiempo con naderías, que cada momento importaba, y deseaba llevar a sus fuerzas al campamento del Gran Meandro lo antes posible, vivir al máximo su última campaña.

Ver a Srayanka. Aunque no pudiera poseerla.

Pensaba en todas esas cosas, pero aquel día cabalgó hacia el templo de Apolo como un novio, ansioso, pese a todo, del honor que el arconte iba a otorgarle.

Filocles cabalgaba a su lado.

—Te encuentro un tanto vanidoso —dijo entre aclamaciones de la muchedumbre.

Kineas saludó a un grupo de sindones que le estaban señalando.

—Casi todos los soldados lo son, ¿no te parece? —preguntó.

Filocles sonrió.

—Ocultas muy bien tu devoción por las galas. Exhibes tu pobreza y tu vieja y andrajosa clámide para que el contraste haga resaltar tu magnificencia.

—Si tú lo dices —contestó Kineas.

—Lo digo. ¿O es que tal vez te da reparo mostrar tantas galas a diario por miedo a que te tomen por Nicomedes?

Las últimas palabras de Filocles quedaron casi ahogadas por una nueva ovación. Hizo una seña afirmativa a Ataelo, que se aproximó. Llevaba un paquete envuelto en lino que entregó a Filocles.

—Hicimos un juramento —dijo Filocles—: no darte esto hasta el festival de Apolo.

Kineas desenvolvió el lino. Dentro apareció su nueva espada, con una vaina de cuero rojo y la empuñadura de oro: una empuñadura elegante y potente decorada con dos Pegasos voladores. El pomo era de fundición y representaba la cabeza de una mujer.

El primer escuadrón había comenzado a cantar el peán.

En el siguiente intervalo de silencio, Kineas dijo:

—Es magnífica, pero yo no quería ningún regalo del rey.

—El rey la envió igualmente —dijo Filocles con una sonrisa triste—. ¿Has reparado en el pomo? ¿Ves algún parecido?

Kineas empuñó el arma.

—Eres como una moscarda: por más veces que te aparte, vuelves a fastidiarme otra vez. —Una amplia sonrisa desbarató su impostada severidad. Le encantaba. Parecía hecha a medida. Srayanka resplandecía en el pomo de oro macizo. «Srayanka Medea.»

—¿Envió esto? ¿En serio?

Filocles sonrió.

—En serio. —Sacudió la cabeza—. Deja de sonreír así; igual te haces daño en la cara.

Sacó a su caballo de la columna y regresó a su sitio.

Kineas no dejó de sonreír. El rey de los asagatje le había enviado un mensaje. O un desafío.

La ceremonia fue larga pero agradable, llena de música y vivos colores. Levantó los ánimos de la ciudad, de los hippeis y de los hoplitas, y cuando el arconte ató el fajín magenta en torno a su peto, Kineas también se estremeció de alegría.

Después del último desfile a través de la ciudad, Kineas llevó a los hippeis de regreso al hipódromo, donde los despidió con su agradecimiento y alabanzas, y con órdenes de congregarse al cabo de dos días preparados para la marcha. Mientras se iban, escuchó los chismorreos, el tono de sus quejas, las pullas y las bromas.

La moral era buena.

Como si lo hubiesen acordado previamente, los soldados mayores, los mercenarios que habían llegado a la ciudad ocho meses antes, se reunieron en el cuartel en lugar de acudir a las carreras de antorchas y demás festejos públicos. Estaban todos allí: Antígono, Coeno, Diodoro, Crax y Sitalkes, Ajax, Niceas, recién llegado de Pantecapaeum, Laertes y Likeles, Agis, Andrónico y Ataelo, los últimos porque les había tocado el turno de almohazar a los caballos, y Filocles, que apareció con dos esclavos de la ciudad y una gran ánfora de vino. La forma del ánfora anunciaba que procedía de Quíos y todos aplaudieron.

Filocles sacó una crátera de debajo de una manta y los demás fueron en busca de copas y extendieron cojines y mantos en los bancos para convertirlos en divanes.

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