Casi todos los hombres rieron, incluso Ajax.
Antígono levantó la mano.
—¿Y los demás a almohazar caballos?
—No. —Kineas los miró a todos—. Somos una compañía de iguales. Yo mando, sí. Diodoro será mi segundo y Niceas mi hipereta, como siempre. Después de ellos, cada hombre hará cada tarea por turnos. Primero, no obstante, me propongo acostumbrar a nuestros reclutas a la idea de que nosotros pertenecemos a su misma clase social. Una vez que les hayamos enseñado a manejarse como es debido en la silla, el resto de vosotros los entrenaréis en maniobras de escuadrón, escaramuzas, todas las artes de la guerra en las que tan duchos sois.—Kineas había apilado los dracmas olbianos encima de la mesa mientras aguardaba a que Niceas trajera a los hombres—. La paga será a razón de cuatro dracmas al día. Cada mes se paga por adelantado. Ésta es la paga de vuestro primer mes. Diodoro y Niceas cobran el doble. ¿A todos os parece bien?
A todos les parecía mejor que bien salvo a Ataelo, que se puso a contar con los dedos, y a Ajax y Coeno, que se encogieron de hombros.
—Muy bien —dijo Kineas—. Agis de Megara: ciento veinte dracmas. Pon tu marca. Ciento veinte dracmas para Andrónico, más cincuenta dracmas por el caballo que entregamos a la amazona. Sin deducciones. Ciento setenta dracmas. Pon tu marca, eres un hombre rico. Ciento veinte dracmas para Antígono, sin adiciones ni deducciones. Pon tu marca. Coeno…
Y así sucesivamente. Crax se quedó maravillado ante el montón de plata que tenía en sus manos y Ajax estaba tan desconcertado que no sabía qué hacer con tanta calderilla. Pagó a todos los hombres mientras Niceas ponía marcas en un rollo y Diodoro observaba.
—Mañana tenemos nuestro primer desfile. Os quiero a todos en orden de revista para este y cualquier otro desfile que hagamos. Que nuestro porte y conducta les recuerde que vosotros sois soldados profesionales y ellos, unos tristes aficionados. Cuando tengáis limpios los arreos y le hayáis sacado brillo a la armadura, podéis ir a gastar vuestro dinero como mejor os parezca. Llenad los barracones de putas, perdedlo en las mesas de juego. Ahora bien, os advierto que ahora estáis sujetos a la disciplina militar. Para nosotros disciplina significa no quedar como un idiota fuera del cuartel. —Estaban riendo, los hombres más pobres no podían apartar los ojos de los montoncitos de pesadas monedas de plata—. Pero antes —la voz de Kineas resonó como un estandarte al vientoprestaréis juramento.
Se pusieron de pie formando corro; los doce, y levantaron las manos poniéndolas uno tras otro encima de la de Kineas, de modo que éste sentía el peso de sus brazos encima de la suya.
—Por Zeus, que escucha todos los juramentos, por Atenea y Apolo y todos los dioses, juramos que seremos leales unos a otros y a la compañía hasta que sea disuelta por todos en consejo. —Kineas pronunció las palabras y ellos las repitieron con entusiasmo, sin que faltara una voz. Ajax sorprendió a Kineas haciendo oír la suya por encima de las demás. En ese momento los amó. Procuró que no se le notara.
—Limpiad vuestra armadura, y luego bebamos vino.
Movió los dedos de los pies al calor de la lumbre, contento de haber dejado atrás las frías llanuras y de estar sentado en un asiento decente.
Pero deseó haber aprendido el nombre de la noble guerrera sakje.
Por la mañana, si alguien tuvo resaca, lo disimuló bien. Primero, Kineas les leyó a todos el plan de inspección e instrucción que tenía previsto. Montaron blancos para lanzar jabalinas, reservaron un espacio para los ejercicios de monta y construyeron vallas para simular cabalgadas por terreno agreste. Cuando el campo del hipódromo estuvo listo, Kineas pasó revista a sus doce veteranos. Todos habían gastado dinero el día anterior en túnicas y hebillas y presentaban un aspecto inmejorable. Bajo la armadura llevaban túnicas azules, el color de la ciudad, y cada hombre lucía una hebilla de plata en el cinto de la espada. Sus caballos relucían. Kineas les dedicó una sonrisa para demostrar que apreciaba su esfuerzo. Él mismo llevaba una clámide nueva azul oscuro y una cimera de crin azul en su casco liso de bronce. Se había afeitado la barba, cambiando la masa enmarañada de pelo por un pulcro corte a la moda.
Se ejercitaron durante una hora, expuestos al aire cortante, para poder acomodar con soltura sus maniobras al campo del hipódromo. Kineas se volvió hacia Niceas después de la primera ronda de lanzamiento de jabalina.
—Vamos a necesitar más espacio para trescientos hombres. Haz que Ataelo explore los alrededores de la ciudad y nos encuentre un campo decente.
—Iré con él —dijo Niceas, y tosió. Se sonó la nariz con un trapo y volvió a toser.
—Quiero que guardes cama. Tienes muy mala cara.
Niceas se encogió de hombros.
—Estoy bien —dijo, y se puso a toser de nuevo.
Los ejercicios fueron bastante aceptables. Kineas los tuvo en ello hasta que los caballos estuvieron empapados de sudor y los hombres se hubieron sacudido las telarañas que entorpecían su destreza. Ajax ya podía lanzar una jabalina al galope pero aún no conseguía pasar la segunda a la mano de lanzar antes de sobrepasar la diana. La segunda tendía a caérsele por culpa de la prisa. Filoc les lanzaba lejos y con puntería, pero le faltaba prontitud en el lanzamiento y a duras penas dominaba a su caballo. Había mejorado la manera de montar pero aún distaba de estar a la altura de los demás hombres.
Kineas optó por comentárselo en privado; el espartano era perfectamente consciente de sus defectos. Pero cuando concluyeron los ejercicios, los congregó a todos.
—Quiero que tengáis presente que ahora estamos en una tierra de jinetes. Los sakje no son los únicos que montan bien por estos pagos. Es probable que nuestros hippeis sean mejores jinetes que la mayoría de los griegos, tan buenos como los tracios o los tesalios. El trabajo de hoy ha estado bien. Llevad a los caballos a las cuadras y abrigadlos. Cuando lo hayáis hecho, me gustaría que Filocles, Diodoro, Likeles, Laertes y Coeno me acompañaran al gimnasio. El resto deberíais dar una vuelta por la ciudad. Averiguad dónde están las puertas y las poternas, no sólo las tabernas.
El esclavo getón, Sitalkes, cogió el caballo de Kineas y comenzó a almohazarlo, lo cual le valió una mirada iracunda de Niceas. Kineas quitó importancia al asunto y fue a cambiarse para ir al gimnasio.
El cuartel era pequeño pero estaba bien montado. El cuerpo central del porche tenía una hilera de ganchos para colgar las clámides y el equipo, y daba a una cocina donde dos esclavos de la ciudad cocinaban, así como a una sala de reuniones y a los dos cuartos espaciosos de Kineas, con una chimenea en la parte trasera del edificio. Una escalera exterior subía a un pasillo donde se abrían las puertas de seis habitaciones pequeñas con literas para los soldados. Las habitaciones no tenían chimenea, pero eran mejores que cualquier tiendade campaña, y los hombres habían ocupado las dos que quedaban justo encima de la cocina. Kineas entró por el pórtico y se desnudó en su cámara, secó el sudor frío del peto, limpió el casco y los dejó en un estante al lado de su cama. Colgó el cinto de la espada encima del peto. Vestido con una túnica decente, pero no de corte militar, encontró a Diodoro en la sala central.
—Ahora demostremos que somos caballeros —dijo Kineas.
—Veré qué puedo hacer —respondió Diodoro.
—Preferiría que fuesen los lugareños quienes demostraran ser caballeros —terció Coeno con desdén—. De momento me parecen un atajo de paletos.
Mientras aguardaban a los demás, Kineas envió a un esclavo al gimnasio a solicitar permiso para usarlo con sus hombres. Como mercenarios, gozaban de cierto estatus, pero no eran ciudadanos. Lo mejor era asegurarse.
Likeles llegó rascándose la cabeza.
—Estoy pensando seriamente en comprarme un esclavo que almohace a mi caballo —dijo—. ¡Qué peste!
El esclavo de la ciudad regresó con un puñado de discos de arcilla.
—Esto es para uso de vuestras señorías. Os señalan como invitados.
Kineas dio un óbolo al chico.
—¿Os apetece un poco de ejercicio? —dijo. su tropa de caballeros.
El gimnasio de Olbia era un edificio más espléndido que el de Tomis, aunque también más hortera. Delfines de bronce adornaban la escalinata de piedra y la fachada también era de piedra. El edificio tenía el suelo caldeado y baños calientes, y una placa conmemorativa chapada en bronce declaraba que el arconte Leuconte, hijo de Sátiro, lo había construido como un regalo para la ciudad.
Kineas leyó la placa y le divirtió ver que al menos en ella el arconte usaba su nombre.
Esclavos de la ciudad se hicieron cargo de sus clámides y sandalias. Cruzaron un breve corredor hasta el vestuario y se desnudaron en un ambiente gélido, dejando sus túnicas en chiribitiles de madera. Otros dos hombres interrumpieron su conversación y, sin decir palabra, les observaron desnudarse. Se pusieron a hablar en voz baja en cuanto los cinco soldados salieron del vestuario hacia la pista de ejercicios.
Allí se repitió el silencio. Había no menos de doce ciudadanos en la pista de arena, unos pocos hacían ejercicio con pesas, un hombre limpiaba el aceite de otro con su estrígil, pero sus conversaciones cesaron cuando Kineas entró.
Diodoro echó un vistazo en derredor. Luego se encogió de hombros.
—¿Te apetece un encuentro de lucha, Kineas?
Hacía demasiado frío, incluso con el suelo caliente, para estar mucho rato sin hacer nada. Kineas se puso en guardia contra Diodoro, mientras Coeno y Likeles comenzaban una tanda de ejercicios de calentamiento. Laertes optó por levantar pesas.
Diodoro fintó un placaje a las piernas de Kineas, le sujetó un brazo y le empujó, pero Kineas le agarró la cabeza al caer y ambos rodaron por el suelo. En un instante estuvieron de pie otra vez. En la segunda presa, Diodoro puso más cuidado, pero no logró reducir a Kineas, y fue éste quien atrapó una de las manos de Diodoro y trató de derribarlo. Diodoro asestó un golpe seco a Kineas en las costillas, pero éste le puso un pie detrás de la pierna y le hizo caer. Diodoro aprovechó el impulso de la caída para rodar y levantarse de un salto, y ambos quedaron de pie otra vez, ahora calientes y jadeantes.
Kineas levantó las manos, con las palmas hacia fuera, en una guardia alta. Diodoro mantuvo las suyas bajas, cerca del cuerpo. Dieron vueltas. Por el rabillo del ojo, Kineas vio que casi todos los presentes en la sala los estaban observando. Agarró la cabeza de Diodoro con ambas manos. Las de Diodoro salieron disparadas, separaron los brazos de Kineas y le golpearon con las palmas abiertas en la frente, haciéndolo trastabillar. Acto seguido, Diodoro se abalanzó sobre él, metió la pierna izquierda entre las de Kineas y Kineas se vio derribado, esta vez con todo el peso de su amigo encima. La arena del suelo no era muy profunda y la caída le magulló la cadera. Diodoro se puso de pie y Kineas se levantó chorreando sudor y frotándose la cadera.
—Buen asalto —dijo. regañadientes.
—Sin duda es lo que me ha parecido. Me obligas a esforzarme cada vez más, Kineas. Quizá no tardes en ser un luchador aceptable.
Lucharon otros tres derribos, dos de ellos vencidos por Diodoro, y entonces Likeles y Coeno se pusieron a boxear. Ninguno de los dos era tan rápido como Kineas ni tan atlético como Ajax, pero eran competentes y un tanto fanfarrones.
Ninguno de los demás hombres de la sala propuso un combate o siquiera una apuesta, como tampoco abordaron a los hombres de Kineas. Se agruparon junto a la fuente del gimnasio, desde donde los observaban en silencio.
Kineas cruzó la pista hasta ellos. Recordó los esfuerzos que había hecho, infructuosos según demostró el tiempo, para ser sociable con los oficiales macedonios del ejército de Alejandro. Pese a sus dudas, abordó al hombre de más edad, un anciano delgado y atlético con la barba casi blanca.
—Buenos días, señor —dijo Kineas—. Sólo soy un invitado aquí, y me gustaría correr. ¿Dónde debo ir para correr?
El anciano se encogió de hombros.
—Yo corro en mi finca, fuera de la ciudad. Diría que eso es lo que hace todo caballero.
Kineas sonrió.
—Soy de Atenas. Nuestras fincas, por lo general, están lejos de la ciudad, y no solemos ir hasta ellas para echar una carrera. Con frecuencia he corrido alrededor del teatro, por ejemplo, o a primera hora por el ágora.
El anciano ladeó la cabeza examinando a Kineas como si fuese un carnero expuesto para ser vendido en subasta.
—¿En serio? ¿Tienes una finca? Francamente, joven, eso me sorprende. Me imaginaba que eras un bandido.
Kineas se puso a hacer estiramientos. Levantó la vista hacia el anciano y su corte.
—Antes de morir, mi padre era uno de los terratenientes más importantes de Atenas. Se llamaba Eumenes; quizá le hayas oído nombrar. Nuestros barcos comerciaban con este puerto. —Y mientras cambiaba de lado para estirar la otra pierna, añadió deliberadamente—: Mi amigo Calco aún envía naves aquí, me parece.
Otro hombre, más delgado pero con una panza que indicaba una seria falta de ejercicio, se inclinó hacia delante.
—Yo comercio con Calco. ¿Le conoces?
Kineas se sacudió la arena del muslo y dijo:
—Crecimos juntos. Así pues, ¿no corréis en la ciudad?
El hombre más apuesto del grupo, más joven y fuerte, dijo:
—A veces corro dando vueltas al gimnasio. No lo construyeron en el mejor emplazamiento, ¡vaya que no! ¡Conste que no estoy atacando al arquitecto ni al arconte! El gimnasio nuevo no tiene sitio para celebrar carreras, sólo es eso.
Otros hombres se alejaron de él como si estuviera infectado. Kineas le tendió la mano.
—Me gustaría tener compañía. ¿Te apetece correr un rato conmigo?
El hombre miró al resto del grupo, pero todos apartaron la mirada y él se encogió de hombros.
—Desde luego. Deja que me estire un poco. Soy Nicomedes.
Corrieron más tiempo del que Kineas hubiese querido. Nicomedes era un consumado corredor de fondo y estaba interesado en ir más rápido y más lejos de lo que Kineas había planeado, lo cual dejaba poco sitio a la conversación. Pero era bastante amigable, aunque distante, y cuando hubieron corrido todo lo lejos que Kineas podía sin desmoronarse en público, regresaron al gimnasio y a los baños, y Nicomedes invitó a Kineas a cenar: su primera invitación en la ciudad.
Deleitándose con el primer baño decente que se había dado en un mes, Kineas preguntó: