Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (34 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

El encuentro adquirió desde el primer momento un inusitado frenesí que tenía algo de anormal y sobrehumano, como si ambos contendientes se encontrasen poseídos de una poderosa energía que les permitía destruirse con asombrosa rapidez y eficacia. Batallones enteros quedaban fuera de combate en un abrir y cerrar de ojos. Nadie cedía un paso, prefiriendo en todo caso quedar muerto en el mismo sitio donde combatía.

Como era siempre su costumbre, Ahuízotl y Tízoc luchaban uno al lado del otro, coordinando sus movimientos con tan perfecta precisión, que más bien parecían un solo guerrero dotado de miembros duplicados.

Sin ostentar ninguna de las insignias inherentes a su alta investidura, Axayácatl era tan sólo un guerrero más en las filas del acosado ejército azteca. Una especie de afán suicida parecía dominarle impulsándole a un estilo de lucha en extremo riesgoso, como si deliberadamente pretendiese perder la vida en medio de aquel mortífero combate.

La valentía y arrojo con que luchaban los guerreros tenochcas y tarascos eran del todo semejantes, y de ello se derivaba la falsa impresión de que aquel encuentro sólo concluiría hasta que los dos ejércitos se hubiesen mutuamente aniquilado, pero ello no era así, pues merced a la estrategia puesta en práctica por Zamacoyáhuac, sus tropas contaban ahora con una considerable superioridad numérica, y en forma lenta pero segura, dicha ventaja iba inclinando poco a poco la victoria en su favor. Sin posibilidad alguna de romper el cerco por sus propias fuerzas, la destrucción del ejército azteca era tan sólo cuestión de tiempo. Y así lo comprendían sus integrantes, que si bien proseguían combatiendo con inquebrantable ahínco, no vislumbraban ya esperanza alguna de salvación.

Existía, sin embargo, una persona que a pesar de hallarse sumida en la más completa negrura como resultado de la reciente pérdida de sus ojos, continuaba poseyendo en su mente una clara visión de todas las posibles perspectivas sobre las cuales podía desarrollarse la batalla. Tras de haber logrado escapar al ataque de sus enemigos, Tlecatzin había conducido a sus tropas hasta el sitio fijado inicialmente por Ahuízotl para efectuar la reunificación de las fuerzas aztecas. Después de esto no se había limitado a esperar inactivo la llegada de las otras dos secciones del ejército, sino que había despachado numerosos mensajeros a realizar misiones de observación en todas direcciones.

Al retornar los mensajeros con la información de que a cierta distancia de aquel lugar se estaba librando una feroz batalla que mantenía inmovilizadas a las tropas aztecas, Tlecatzin comprendió de inmediato que el plan de retirada ideado por Ahuízotl no se estaba cumpliendo en los términos previstos; y sin pérdida de tiempo, ordenó a sus tropas constituir dos gruesas columnas de ataque, y transportado en andas por jóvenes guerreros que se iban turnando para sostenerle, se encaminó a toda prisa hacia el lugar donde se desarrollaba el combate.

Muy pronto el fragor de la batalla llegó hasta los oídos de Tlecatzin, indicándole la proximidad del sitio donde tenía lugar el encuentro. El guerrero comprendió la necesidad de hacer saber a las tropas sitiadas su presencia, evitando así el posible desaliento que podía generarse en ellas al suponer, en medio de la confusión reinante, que llegaban nuevos refuerzos de tropas enemigas. Apoyándose en los hombres de quienes lo conducían, el general azteca alzó su cuerpo al tiempo que exclamaba con toda la fuerza de sus pulmones:

¡ Citlalmina!

El nombre de la madre adoptiva de Tlecatzin fue de inmediato coreado por incontables voces, inundando el campo de batalla con su musical acento:

¡ Citlalmina!

Las sitiadas tropas tenochcas, que a duras penas continuaban sosteniendo el embate tarasco, escucharon gratamente sorprendidas la incesante repetición del nombre de la legendaria heroína azteca y pronunciaron a su vez, con desesperado afán, su propio grito de guerra.

¡Tlacaélel!

Dominando el estruendo que producían el entrechocar de escudos y macuahuimeh, de silbar de flechas y gemidos de heridos, la enunciación de los nombres de las dos personalidades más famosas del mundo azteca —fundiéndose en una sola y prolongada palabra— parecían imprimir todo un vibrante ritmo al espacio donde se libraba la contienda:

¡ Citlalmina-Tlacaélel! ¡ Tlacaélel-Citlalmina!

Las columnas mandadas por Tlecatzin se arrojaron contra las tropas purépechas, con la evidente intención de abrir una especie de estrecho corredor que permitiese la salida de sus cercados compañeros. Por su parte, los guerreros tarascos se aprestaron con determinación a frustrar los propósitos de sus rivales.

Desde lo alto de la principal fortaleza purépecha, Tzitzipandácuare, Rey de Michhuacan, y Zamacoyáhuac, comandante en jefe de los ejércitos tarascos, habían permanecido observando con reconcentrada atención el desarrollo de la batalla. En varias ocasiones Tzitzipandácuare había tenido que dirigir la palabra a la numerosa y excitada población civil ahí reunida, tanto para recomendarle que se mantuviese en calma y confiada en el triunfo de su causa, como para oponerse rotundamente a las peticiones de mujeres, ancianos y niños, que deseaban descender a la llanura a tomar parte en el combate.

Los mensajeros llegados del campo de batalla habían transmitido a Zamacoyáhuac, una y otra vez, la solicitud de que acudiese a tomar parte en la lucha al frente del pequeño grupo de tropas de reserva que éste mantenía consigo, pues de hacerlo así —opinaban los oficiales tarascos— se aceleraría la destrucción del cercado ejército azteca. Sin embargo, el taciturno general purépecha no había accedido aún a la petición de sus subalternos, estimando que la intervención de tan escasas fuerzas no alteraría en nada el curso del encuentro, y en cambio, le privaría de toda posibilidad de hacer frente a cualquier eventualidad que pudiese presentarse. Y Zamacoyáhuac estaba seguro de que dicha eventualidad habría de ocurrir antes de que finalizara la contienda, pues conocía de sobra la pericia militar de Tlecatzin —puesta una vez más de manifiesto al ejecutar la maniobra con que lograra burlar la trampa urdida en su contra— y no dudaba que en cualquier momento las tropas del general azteca harían su reaparición en el campo de batalla.

Las dos largas estelas de polvo que surgiendo en el horizonte se acercaban a toda prisa a la llanura donde se desarrollaba el encuentro, constituyeron para Zamacoyáhuac un seguro indicio del próximo arribo de las fuerzas de Tlecatzin. Comprendiendo que la batalla se acercaba a su momento decisivo, el general tarasco organizó en columna de ataque al pequeño contingente de tropas de reserva, y marchando en unión de Tzitzipandácuare al frente de sus fuerzas, inició un rápido descenso rumbo a la llanura.

La llegada de los refuerzos purépechas coincidió en forma casi simultánea con el arribo al campo de batalla de las tropas de Tlecatzin. Ambas acciones pusieron de manifiesto ante todos los combatientes la necesidad de realizar en aquellos instantes un poderoso sobreesfuerzo, con miras a lograr el cumplimiento de sus respectivos propósitos. Decididos a impedir a todo trance la escapatoria de sus rivales, los tarascos efectuaron un nuevo y furioso intento por deshacer la cerrada formación de los batallones tenochcas. Los aztecas, por su parte, al percatarse que se presentaba ante ellos una esperanza de salvación, sacaron fuerzas de su agotamiento, y al mismo tiempo que proseguían luchando para impedir la ruptura de sus cuadros, intentaron un desesperado contraataque justo en el lugar por donde arremetían las tropas de Tlecatzin.

Deseando llevar a cabo un acto que produjese la consternación en sus rivales y terminase por ocasionar la anhelada y al parecer ya inminente desorganización de sus filas, Zamacoyáhuac procuró localizar, desde el momento mismo de su arribo al campo de batalla, el sitio donde se hallaba el Emperador Azteca. Aun cuando Axayácatl no lucía insignia alguna sobre su persona, muy pronto fue descubierto por la aguda mirada del comandante purépecha; quien arrollando a todo aquel que se interponía en su camino, logró irse aproximando al mandatario azteca.

Axayácatl pareció adivinar que el fornido general tarasco que se acercaba derribando guerreros tenochcas cual si fuesen débiles cañas, era precisamente el causante del inusitado apuro en que se encontraban las fuerzas imperiales, y a su vez, buscó también aproximarse a su rival, con el claro propósito de enfrentársele.

Muy pronto ambos personajes se hallaron frente a frente, iniciándose al instante una cerrada contienda. Axayácatl era famoso por su habilidad en el manejo del macuahuitl y el escudo, armas que sabía utilizar con inigualable pericia; sin embargo, en esta ocasión le dominaba un incontrolable sentimiento de furia, pues presentía que aquella figura con la que luchaba, personificaba todo el espíritu de oposición de los tarascos a los propósitos tenochcas de predominio universal. El afán de abatir cuanto antes a su adversario llevó al Emperador a cometer un leve error en la sincronización de sus movimientos. Pretendiendo dar mayor impulso al brazo para lanzar un golpe, apartó ligeramente su escudo desprotegiendo así su cabeza durante un tiempo no mayor al de un parpadeo. El pequeño resquicio fue llenado al punto por el macuahuitl de Zamacoyáhuac, lanzado con la fuerza y la velocidad de un zarpaso. El impacto deshizo el casco protector del Emperador —engalanado con una altiva cabeza de águila— afectando al cráneo con una grave herida que originó el inmediato desplome de Axayácatl. Incontables brazos tenochcas se lanzaron al rescate del cuerpo del monarca, apartándolo con prontitud del centro de la lucha.

En contra de lo previsto por Zamacoyáhuac, el derrumbe del Emperador no ocasionó mayores consecuencias en el desarrollo del combate. La transferencia de mando realizada por Axayácatl en favor de Ahuízotl no había sido un acto puramente formal, sino que correspondía a una auténtica realidad, y el impasible guerrero azteca era ahora la fuerza de sustentación que permitía a las acosadas fuerzas imperiales mantener su coherencia.

Al advertir su error, Zamacoyáhuac buscó de nueva cuenta entre sus rivales al dirigente del ejército tenochca. No tardó en percatarse de la presencia de Ahuízotl, quien en unión de Tízoc continuaba derribando a cuantos se atrevían a cruzar sus armas con las suyas. Una sola mirada bastó al general purépecha para entender que era aquel guerrero y no otro quien constituía en esos momentos la voluntad conductora de las fuerzas imperiales. Teniendo siempre a su lado a Zitzipandácuare, el comandante tarasco se fue abriendo paso rumbo al sitio donde se encontraba Ahuízotl, quien había observado ya la proximidad de Zamacoyáhuac, y a su vez, buscaba también la forma de llegar junto a él para enfrentársele.

Cuando todo parecía indicar que el encuentro entre ambos comandantes tendría forzosamente que producirse, la batalla tomó de repente un nuevo giro: venciendo la tenaz oposición enemiga mediante un continuado y desesperado esfuerzo, las tropas de Tlecatzin habían logrado finalmente traspasar el cerco tarasco y establecer contacto con sus abrumados compañeros. Se inició al instante la retirada del ejército azteca, que aprovechando el espacio logrado gracias al contraataque del ciego y valeroso general, se precipitó a través del salvador pasadizo, transportando consigo a un gran número de heridos y manteniendo todo el tiempo la organizada formación de sus filas. La batalla entró de inmediato en una nueva fase, en la que los aztecas buscaban alejarse lo más rápidamente posible, mientras que los tarascos presionaban a sus rivales, intentando impedir o al menos obstaculizar al máximo su retirada.

Las circunstancias en que se desarrollaba el combate hacían difícil el enfrentamiento entre Ahuízotl y Zamacoyáhuac. En realidad habría bastado con que el guerrero azteca retrocediera más lentamente o el general tarasco acelerase ligeramente su avance, para que el encuentro se produjera, pero en aquellos instantes, ambos comandantes encarnaban en su persona la voluntad conductora que guiaba a los ejércitos en pugna, y la sincronización entre sus acciones y la actuación de sus respectivas tropas era de tal grado, que de variar alguno de ellos el ritmo de su avance o retroceso, se produciría de inmediato un cambio de idéntico sentido en todos los soldados bajo su mando, lo que fatalmente pondría en peligro al ejército que así actuase: si los aztecas disminuían la velocidad de su retirada quedarían cercados y si los tarascos apresuraban su acometida se exponían a desorganizar sus filas y a quedar expuestos a un contraataque enemigo.

En medio del frenético torbellino de aquel devastador encuentro, tanto Ahuízotl como Zamacoyáhuac conservaban una inalterable serenidad y un pleno dominio de sus emociones. Así pues, aun cuando ambos buscaban la posibilidad de un enfrentamiento personal, no estaban dispuestos a que esto implicase el menor riesgo para sus respectivos ejércitos, por lo que ninguno de los dos alteró el ritmo de sus pasos y la en ese momento corta distancia que les separaba comenzó lentamente a ensancharse. Como obedeciendo a un mismo impulso, en el instante en que empezaban a alejarse, los dos guerreros apartaron ligeramente los escudos que les protegían y levantando sus armados brazos efectuaron con éstos un escueto ademán, a modo de respetuoso saludo a su oponente. Al realizar este gesto sus miradas se encontraron y les fue posible, por vez primera, observar por unos momentos el rostro de su adversario. Las facciones inmutables de los dos guerreros sufrieron al punto una inusitada transformación, al reflejar sus semblantes una fugaz expresión del más completo asombro. Y es que para ambos el contemplar la faz de su rival fue como el asomarse a una corriente de agua y ver en ella reflejado el propio rostro, pues la semejanza de facciones del guerrero purépecha y del militar azteca era completa. No se trataba solamente de un simple caso de fisonomías más o menos parecidas, sino de una auténtica y total similitud entre dos caras, fenómeno singularmente extraño, producto tal vez de la profunda analogía existente también entre las almas de ambos guerreros.

La retirada del ejército azteca constituía ya un hecho consumado. A pesar del acoso incesante de los tarascos, los escuadrones tenochcas proseguían llevando a cabo, cada vez con mayor celeridad, su movimiento de repliegue. La luz solar era para entonces únicamente un pálido reflejo rojizo en el horizonte. Muy pronto la negrura de una noche sin luna envolvía por igual a todos los contendientes. Inopinadamente, una recia tempestad se abatió sobre el campo de batalla, poniendo punto final al combate, pues con la excepción de pequeños grupos de guerreros separados del grueso de las tropas, que entre las tinieblas y el fango continuaban luchando hasta su total exterminio, ambos ejércitos dieron por concluidas las hostilidades e iniciaron la tarea de organizar, en medio de las consiguientes dificultades, sus respectivos campamentos.

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