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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (38 page)

En la misma forma que había ocurrido muchos años atrás en la caverna que ocultaba el secreto de la adormecida Aztlán, el descifrado de los signos encontrados en el recinto maya fue dando lentamente a Tlacaélel no el simple contenido de un relato, sino la comprensión de toda una profunda cosmovisión, pues lo que el Azteca entre los Aztecas tenía ante los ojos era, nada menos, que una pormenorizada exposición de las diferentes influencias que los cuerpos celestes ejercen sobre la totalidad de ese particular territorio que constituye Me-xíhc-co.

El rasgo esencial de Me-xíhc-co —su excepcional fertilidad para el nacimiento y desarrollo de las más altas culturas— aparecía subrayado una y otra vez a lo largo del bajorrelieve. En igual forma, se ponía de manifiesto la importancia que para el apropiado desempeño del rasgo esencial tenía el lograr una adecuada armonización de los diferentes grupos humanos que habitan en su suelo, pues éstos nunca han constituido una entidad uniforme y homogénea, sino por el contrario, han sido siempre un vasto y multifacético conjunto, producto de la interacción de encontradas energías representadas por una gran diversidad de pueblos poseedores de muy distintas peculiaridades y, solamente cuando todas y cada una de estas diferentes energías logran manifestarse en perfecta consonancia, resulta posible llevar a cabo la difícil y elevada misión que a Me-xíhc-co le es propia: la de dar origen a nuevas y grandiosas culturas.

En virtud de que el tiempo analizado desde una perspectiva cósmica no constituye algo sucesivo sino simultáneo, el mensaje contenido en el bajorrelieve no sólo proporcionaba una cabal comprensión de las características inmutables de Me-xíhc-co, sino también una clara visión de su pasado, presente y futuro. Las influencias celestes que habían permitido el desarrollo de edades inmemoriales, en las cuales el predominio de] espíritu constituía la nota permanente de los seres humanos y no algo puramente latente y balbuceante, aparecían expuestas con toda claridad. Asimismo, figuraba también un análisis detallado de las energías cósmicas predominantes durante las épocas oscuras, en que la humanidad se había precipitado al abismo desapareciendo incluso en varias ocasiones de la faz de la tierra. A continuación, se representaba el mapa celeste correspondiente a la última edad, durante la cual habían florecido en Me-xíhc-co las diferentes culturas de las que todavía se conservaba memoria, si bien muchas de ellas eran tan remotas, que apenas si subsistían algunas vagas noticias de su existencia.

Tlacaélel prestó especial atención a la parte del bajorrelieve referente al futuro que se avecinaba. Era evidente que estaba próximo un tiempo en el que harían su aparición fuerzas desconocidas que acarrearían una tremenda conmoción, a tal grado, que la sobrevivencia misma de la invaluable herencia de Me-xíhc-co estaría en juego y en inminente peligro de perderse para siempre.

Profundamente preocupado ante lo que observaba en aquel antiquísimo bajorrelieve, el Azteca entre los Aztecas continuó descifrando su contenido. Los jeroglíficos dejaban ver una posible solución tendiente a superar el peligro que se aproximaba.

Como consecuencia de. la estrecha interrelación existente entre todos los seres que pueblan el Cosmos, las acciones de los astros y de los seres humanos se entrelazan y repercuten entre sí, convirtiéndose en necesarios los unos a los otros. El conocimiento de esta verdad fundamental había sido la causa que diera origen a la creación del Imperio Azteca, sin embargo, ahora Tlacaélel comprendía —a través de la lectura del pétreo mensaje— que la tarea de coadyuvar al crecimiento del Universo jamás sería lograda mediante el simple recurso de extraer corazones a un creciente número de víctimas, era necesario algo mucho más profundo y trascendente: un sacrificio interior —voluntario y consciente— que propiciase una auténtica elevación espiritual de la naturaleza humana. Y de la adecuada realización de esta elevada misión dependía, precisamente, el que Me-xíhc-co lograse preservar su preciada herencia a pesar de los bruscos cambios de influencias celestes que próximamente habrían de producirse.

Agotado por el esfuerzo realizado, Tlacaélel detuvo por unos momentos su labor, para proceder después al desciframiento del último jeroglífico contenido en el bajorrelieve. El signo aludía a un lejano futuro, a una época aún distante que tardaría varios siglos en materializarse. Todo auguraba las más favorables condiciones para aquellos tiempos. Tal y como ocurriera tantas veces en el pasado, las influencias celestes se conjugarían de nuevo para coadyuvar al nacimiento y desarrollo en Me-xíhc-co de una vigorosa cultura.

Tlacaélel se sintió más tranquilo ante los buenos presagios del último jeroglífico, pero no por ello podía dejar de preguntarse si la sagrada herencia de Me-xíhc-co lograría subsistir hasta el día en que las condiciones cósmicas tornasen a ser favorables o si, por el contrario, desaparecería a resultas de la grave crisis que se avecinaba. El Azteca entre los Aztecas concluyó que la respuesta a esta trascendental interrogante era del todo impredecible. Los astros, en su incesante transitar por los cielos, iban propiciando todo género de influencias sobre la tierra, pero eran los seres humanos quienes, mediante su conducta, determinaban en última instancia el resultado de los acontecimientos. Así pues, todo dependía de la actitud que ante cuestión tan vital asumiesen los habitantes de Me-xíhc-co, tanto los que lo poblaban en aquellos momentos, como los integrantes de las futuras generaciones.

Firmemente decidido a consagrar hasta el último instante de su existencia a la tarea de reorganizar el Imperio, de forma que estuviera preparado para hacer frente a las difíciles pruebas que le aguardaban, Tlacaélel comenzó a planear —desde aquel derruido santuario enclavado en medio de la selva— algunas de las numerosas reformas que para este fin tendrían que efectuarse lo antes posible En primer término, había que proceder a la suspensión de los sacrificios humanos. Asimismo, era indispensable un cambio radical en el sistema de gobierno, pues debía reemplazarse el forzado y aplastante centralismo por un sistema de alianzas, que sin destruir la unidad del Imperio, permitiese a los distintos pueblos que lo constituían desarrollar libremente su propio destino.

Dando por concluida su estancia en aquel olvidado paraje que tantas sorpresas le había deparado, Tlacaélel dio instrucciones a Tízoc para que organizara la reanudación de la marcha al amanecer del día siguiente.

Conforme la comitiva azteca proseguía su avance fue produciéndose una lenta, pero fácilmente perceptible, transformación del paisaje. La selva, tras de perder su prodigiosa exuberancia, terminó por transformarse en matorrales enmarañados y espinosos, para luego dar lugar a una extensa y reseca planicie, en donde la única agua existente se encontraba depositada en profundas cavidades subterráneas.

Cansados y sudorosos, los tenochcas llegaron finalmente al término de su viaje: una insignificante aldea de apenas una docena de chozas, donde habitaba Na Puc Tun, el Sumo Sacerdote Maya que tenía bajo su custodia una de las dos partes que integraban el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.

El encuentro del Maya y el Azteca estuvo exento de solemnidad. Después de intercambiar algunas breves frases de cortesía a través de los intérpretes que acompañaban a los tenochcas, ambos personajes se dieron a la tarea de hacer frente a los prosaicos, pero ineludibles problemas, que creaba la presencia de los recién llegados en aquella pequeña población.

Así pues, mientras la mayor parte de los aztecas en unión de los habitantes de la aldea se dedicaban a toda prisa a levantar albergues provisionales donde guarecerse, el resto de sus compañeros se encaminaba a una población más grande, a medio día de marcha, con objeto de adquirir en ella suficientes subsistencias para toda la comitiva.

En cuanto se terminó la construcción de la choza en donde tendrían lugar las pláticas entre los dos dignatarios, éstos se trasladaron a ella acompañados tan sólo de un intérprete y de sus respectivos ayudantes: Tízoc y un joven maya de inteligente y escrutadora mirada.

Na Puc Tun, el supremo representante de todas las organizaciones religiosas existentes en los territorios mayas, era un sujeto de baja estatura y regular complexión, dotado de largos brazos rematados por manos que parecían las garras de un jaguar. Su rostro —surcado de incontables arrugas— evidenciaba una poderosa voluntad a la par que una infinita tristeza. En torno de su figura parecía flotar un indefinible ambiente de insondable antigüedad, a grado tal que, a pesar de ser varios años menor que Tlacaélel, representaba una edad mucho mayor que éste.

La presencia del Sumo Sacerdote Maya hacía evocar de continuo en Tlacaélel el recuerdo de Centeotl.
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Sin que existiera entre ambos personajes ninguna semejanza en lo exterior, se daban entre ellos profundas similitudes que convertían sus respectivas existencias en vidas del todo paralelas. Guardianes de los más valiosos secretos de un pasado desaparecido, ambos habían sabido desempeñar fielmente su misión, aun a sabiendas de que no vivirían lo suficiente para contemplar la llegada de mejores tiempos. Altivos y orgullosos, habían permanecido aislados e indiferentes a todo cuanto su propia época podía ofrecerles, despreciando los honores y riquezas que con propósitos mezquinos intentaban poner bajo sus pies los mediocres gobernantes en turno.

Desde el inicio mismo de las pláticas, tanto el Cihuacóatl Azteca como el Sumo Sacerdote Maya comprendieron que no les resultaría difícil llegar a un acuerdo, pues poseían criterios bastante afines sobre las cuestiones que abordaban. Tlacaélel comenzó la entrevista mostrando a su interlocutor el códice recién elaborado por Tízoc, en el que se reproducían todos y cada uno de los jeroglíficos hallados en el derruido santuario de la selva. Na Puc Tun manifestó que conocía muy bien toda aquella información. A su juicio, los graves peligros que en dichos jeroglíficos se anunciaban estaban íntimamente relacionados con el retorno de Kukulkán,
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acontecimiento largamente esperado pero poco comprendido, pues para que tuviese lugar no era necesario el regreso físico de dicho personaje —lo que no obstante también podría ocurrir— sino fundamentalmente que se operase un cambio en las influencias cósmicas que imperaban sobre Me-xíhc-co, en tal forma que las energías representadas por el cuerpo celeste al que los Aztecas habían identificado con su máxima deidad —Huitzilopóchtli— dejasen de predominar y lo hiciesen en cambio las provenientes del astro cuyo nombre había sido dado al desterrado emperador tolteca.
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A continuación, el sacerdote maya expuso una posibilidad desconcertante: existían tal vez sobre la tierra ignotas y apartadas regiones habitadas por desconocidos pobladores, pues de cuando en cuando llegaban a manos de los comerciantes mayas extraños objetos no elaborados por ninguna de las agrupaciones humanas de que se tenía noticia. Al indagar sobre el origen de aquellos objetos se obtenía siempre idéntica respuesta: provenían del sur, de más allá de las selvas impenetrables, de algún sitio remotamente lejano, en donde, quizás, existían también enormes ciudades y poderosos reinos.

Asimismo, Na Puc Tun relató a Tlacaélel varias antiguas leyendas mayas, en las que se aludía a la existencia de pueblos de extrañas costumbres que moraban allende los mares, en territorios situados a distancias que no alcanzaban a ser concebidas ni por la imaginación más audaz. Sin embargo —prosiguió afirmando el envejecido sacerdote maya— tal vez no estaba lejano el día en que se produciría el arribo de los habitantes de aquellas regiones, bien fuera de los que vivían más allá de las selvas, o de los que quizá habitaban al otro lado de los mares, cuando esto ocurriera, la natural incomprensión de aquellos seres hacia todo lo que Me-xíhc-co era y representaba constituiría, muy posiblemente, la forma como habría de materializarse el peligro que se avecinaba.

Tlacaélel preguntó a Na Puc Tun cuál estimaba que podría ser la mejor forma de hacer frente al grave riesgo que les amenazaba, a lo que este contestó que la respuesta estaba dada por los propios jeroglíficos que le habían mostrado: era preciso iniciar un movimiento tendiente a lograr una profunda ascésis purificadera, llevar a cabo un gigantesco sacrificio colectivo de carácter espiritual, en tal forma que la población estuviese en posibilidad no sólo de adaptarse al cambio de influencias cósmicas que habrían de sobrevenir, sino incluso de poder participar, activamente, en el armónico desarrollo de dichas influencias.

El Azteca entre los Aztecas expresó que aquéllas eran precisamente las conclusiones a las que había llegado tras haber logrado descifrar el mensaje contenido en el antiguo templo maya y que, en cuanto regresara a la capital del Imperio, iniciaría la tarea de convertir en realidad dichos propósitos.

Na Puc Tun permaneció largo rato en silencio, sumido al parecer en profundas cavilaciones; posteriormente, con voz cuyo grave acento evidenciaba la trascendencia de la determinación que acababa de tomar, manifestó que en vista de la posición adoptada por Tlacaélel, estaba dispuesto a cambiar su resolución anterior y hacerle entrega de la parte del Emblema Sagrado de la cual era custodio, pues consideraba que el Cihuacóatl Azteca contaba con mejores posibilidades que él para intentar cumplir la difícil misión que en aquellos momentos exigían los astros de los seres humanos.

Después de pronunciar aquellas palabras, Na Puc Tun concluyó señalando que consideraba al santuario donde el propio Kukulkán había hecho depositario a un sacerdote maya de la mitad del Caracol Sagrado como el lugar más apropiado para efectuar la ceremonia con la cual se pondría término, finalmente, al largo período en que había subsistido la separación de las dos partes del venerado emblema. Así pues, si el Cihuacóatl Imperial estaba de acuerdo, al día siguiente podrían emprender el viaje hacia la sagrada ciudad de Uxmal.

Tlacaélel asintió, profundamente conmovido ante la evidente grandeza de espíritu del sacerdote maya.

Guiado por Na Puc Tun, Tlacaélel realizó un recorrido por entre los conjuntos de edificios que integraban el corazón de la en otros tiempos floreciente Ciudad de Uxmal. Las construcciones se encontraban abandonadas y ruinosas, pues la ciudad se hallaba prácticamente deshabitada y sus escasos moradores preferían vivir en las afueras; sin embargo, todavía resultaba fácilmente apreciable, en cualquiera de aquellas derruidas construcciones, el sello inconfundible de máximo perfeccionamiento que los antiguos mayas habían sabido imprimir a todas sus obras.

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