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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (40 page)

Tlacaélel finalizó enunciando dramáticos vaticinios respecto a lo que podría acontecer si no se alcanzaban los fines propuestos: siendo en gran medida lo existente en la tierra un reflejo de la realidad prevaleciente en los cielos, la falta de una armónica adecuación entre las actividades de los hombres y de los astros sólo podía traducirse en funestas consecuencias para los primeros. Así pues, la subsistencia no sólo del Imperio, sino incluso de la ancestral herencia de Me-xíhc-co, se hallaban en juego, pues de no proceder en forma conveniente y oportuna, el cambio de influencias celestes terminaría por expresarse en la tierra mediante la acción de otros pueblos, quizás desconocidos hasta entonces por los aztecas, los cuales, acatando dictados cósmicos de los que tal vez ni siquiera serían conscientes, procederían a derribar la estructura del Imperio por resultar ésta contraria a las nuevas exigencias de los astros, y al hacerlo, pondrían en peligro el inmemorial y valioso legado del cual dicho Imperio era depositario.

Durante el transcurso de su exposición, Tlacaélel no dejó de observar el efecto que sus palabras estaban produciendo en quienes le escuchaban, percatándose fácilmente del estupor y confusión que se iban apoderando del ánimo de sus oyentes. Únicamente el rostro de Ahuízotl se mantenía impasible, sin que el menor movimiento de sus rasgos permitiese presagiar los pensamientos que cruzaban por su mente en aquellos instantes.

En cuanto Tlacaélel terminó de hablar, Ahuízotl, sin siquiera dar cumplimiento al formulismo que disponía solicitar primero al Emperador el uso de la palabra, dejó oír su voz, pronunciando con desafiante acento un popular poema:

¿Quién podrá sitiar a Tenochtítlan? ¿Quién podrá sitiar los cimientos del cielo? Con nuestras flechas Con nuestros escudos Está existiendo la ciudad.

Las palabras de Ahuízotl —y particularmente el tono de franco reto con que habían sido proferidas— constituían la más evidente manifestación de su inconformidad con el criterio sustentado por Tlacaélel. El breve poema enunciado por el guerrero retumbó en las conciencias de los miembros del Consejo con mayor estruendo que los aterradores tronidos de una tempestad, pues todos comprendieron de inmediato que una grave escisión —de incalculables consecuencias— amenazaba en forma inesperada la hasta entonces indestructible unidad del Imperio.

En virtud del profundo conocimiento que tenía del carácter de su hermano, Tízoc fue el primero en percatarse claramente de lo que había acontecido en la inflexible mente de Ahuízotl. Para el inmutable guerrero, el Imperio Azteca representaba la más sagrada realización jamás llevada a cabo por los seres humanos, y todo intento que pretendiese modificar los fundamentos en que se sustentaba, constituía, ante sus ojos, una acción reprobable en extremo.

Por otra parte, y como consecuencia de su singular sentido de responsabilidad, resultaba evidente que Ahuízotl debía considerar que le correspondía a él la misión de impedir que cualquier persona —así fuese el propio Portador del Emblema Sagrado— atentase en contra de los que él consideraba inamovibles cimientos del Imperio.

Intentando aparentar una calma que estaba muy lejos de sentir, Tízoc preguntó si alguien más deseaba añadir algo en torno a lo expuesto por Tlacaélel. Un total mutismo acogió sus palabras. Comprendiendo que sería inútil prolongar por más tiempo la reunión, el Emperador decidió darla por concluida, no sin antes anunciar su reanudación para el día siguiente, fecha en la cual debía llegarse a un acuerdo sobre el problema planteado.

Las pisadas de los consejeros al atravesar el amplio patio enlosado resonaron con opresivo y ominoso acento. Tízoc presintió que aquellos rítmicos sonidos contenían el anuncio de un funesto augurio.

El cauteloso avance de unas pisadas, deslizándose en las proximidades de su dormitorio, interrumpieron bruscamente el sueño de Tlacaélel. Era media noche y al parecer reinaba la más completa calma en la alargada construcción —parte integral del Tecpancalli— que servía de residencia al Cihuacóatl Imperial. No existían, ni habían existido jamás, guardias que efectuasen una labor de vigilancia en aquel edificio. El profundo respeto que inspiraba la personalidad del Azteca entre los Aztecas había constituido siempre su mejor garantía de seguridad.

Actuando con gran celeridad Tlacaélel se incorporó del lecho, ciñó su cintura con un corto lienzo de algodón y cruzó sobre su pecho la doble cadena de oro de la que pendía el Caracol Sagrado. Después de esto, aguardó erguido y con una severa expresión de reproche reflejada en el rostro la aparición del misterioso visitante.

El anciano sirviente que dormía en la habitación contigua a la de Tlacaélel había escuchado también los pasos del merodeador. Extrañado ante lo insólito del acontecimiento, se levantó presuroso y encendió una antorcha cuyo resplandor iluminó de inmediato un amplio espacio.

Enmarcado por la luminosidad proveniente de la antorcha destacó al punto, en la puerta de entrada dé la habitación que ocupaba el sirviente, la musculosa figura de Ahuízotl. El guerrero portaba en sus manos una gruesa y corta lanza. Su semblante mantenía la inescrutable inmutabilidad que le era característica.

Comprendiendo que algo extrañamente anormal se encerraba en aquella inexplicable visita nocturna, el sirviente retrocedió alarmado, pretendiendo cubrir con su cuerpo la entrada que conducía al aposento de Tlacaélel. Un fuerte empujón le hizo rodar por los suelos, dejándole maltrecho y semiinconsciente.

Con rápido andar Ahuízotl penetró en la habitación. Tlacaélel observó la lanza del guerrero y adivinó al instante sus propósitos. Las miradas de ambos se cruzaron permaneciendo fijas una en otra durante un largo rato. Los ojos de Ahuízotl poseían la impersonal dureza de dos cuentas de obsidiana. Las pupilas de Tlacaélel semejaban hogueras de volcánica energía.

La sombra casi imperceptible de una paralizante vacilación pareció cruzar momentáneamente el rostro de Ahuízotl. La frialdad de su mirada se atenuó levemente por unos instantes y sus manos denotaron un ligero pero al parecer involuntario estremecimiento. Recuperando rápidamente su habitual dominio, Ahuízotl retrocedió unos pasos para cobrar impulso, al tiempo que levantaba la lanza para luego arrojarla con poderoso ímpetu.

El arma atravesó velozmente la habitación y se estrelló con fuerza en el Emblema Sagrado que Tlacaélel ostentaba sobre su pecho. Ante el impacto, el pequeño y milenario caracol saltó hecho trizas, y la lanza, cuyo impulso se había amortiguado pero no detenido, se incrustó en el corazón del Azteca entre los Aztecas.

Muy lentamente Tlacaélel fue inclinándose, resbalando poco a poco sobre la pared en la que se apoyaban sus espaldas, mientras mantenía los brazos abiertos y ligeramente separados del cuerpo. La sombra que de su figura proyectaba la luz de la antorcha semejaba, con increíble realismo, la silueta de una águila gigantesca cayendo desde lo alto. Finalmente, el Heredero de Quetzalcóatl quedó tendido e inerte sobre el piso.

Alejándose sigilosamente de la residencia del Cihuacóatl Imperial, Ahuízotl recorrió buena parte de la dormida ciudad. Al llegar a su casa, la abundancia de luces y el intenso movimiento que prevalecía en su interior le hicieron percatarse de que algo anormal había acontecido en su ausencia. Al observar la presencia de las parteras que atendían a su esposa, concluyó que de seguro se había producido el esperado y temido alumbramiento. Las alborozadas voces de los sirvientes confirmaron de inmediato sus suposiciones: el nacimiento había ocurrido ya, y contrariando todas las pesimistas predicciones, se había desarrollado normal y favorablemente, Tiyacapantzin se encontraba bien, al igual que el recién nacido, un varoncito que lucía fuerte y saludable.

Después de hablar brevemente con su esposa, Ahuízotl penetró en la habitación donde se encontraba el niño. Las parteras le habían bañado con sumo cuidado y envuelto en ligeros ropajes, colocando bajo sus pies un arco y varias saetas, significando con ello cual sería la misión que le tocaba en suerte desempeñar en el mundo.

Al fijar su atención en el rostro del recién nacido, una incontrolable expresión de asombro reflejóse en el semblante de Ahuízotl. ¡Las pupilas del niño poseían la misma inconfundible mirada que contemplara tantas veces en los ojos de Tlacaélel! De los ojos del pequeño brotaba ese fuego, vigoroso e incontenible, que había sido siempre la más destacada característica en la personalidad del forjador del Imperio Azteca.

Tras de reflexionar sobre el hecho singular de que el nacimiento de su hijo hubiese ocurrido al mismo tiempo que la muerte de Tlacaélel, Ahuízotl llegó a la conclusión de que ambos seres debían constituir, en alguna forma del todo misteriosa e incomprensible, la dual manifestación de una misma y única energía.

Mientras continuaba absorto en la silenciosa contemplación del nuevo ser, acudió a la mente de Ahuízotl el recuerdo de la extraña imagen que observara aquella misma noche en la habitación de Tlacaélel: el perfil de una enorme águila precipitándose en veloz caída; pasajera visión creada por la sombra que, al desplomarse herido de muerte, había proyectado la figura del Azteca entre los Aztecas.

Repentinamente operóse una sorprendente transformación en las facciones de Ahuízotl. El rostro del guerrero perdió su granítica dureza, y sus ojos —que de acuerdo con la creencia popular no se habían humedecido jamás por llanto alguno— comenzaron a derramar copiosas lágrimas.

Con voz apenas audible, pero en la cual resonaban acentos profetices, Ahuízotl pronunció el nombre —símbolo y destino, destino y símbolo— que habría de llevar el recién nacido durante su estancia en la tierra:

Cuauhtémoc.

Notas

[1]
Teotihuacan.
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[2]
¡El Flechador del Cielo!
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[3]
Itzcóatl era hijo de Acamapichtli —que había sido el primer monarca azteca— y de una mujer de muy modesta condición pero famosa por su astucia y belleza.
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[4]
El Maxtlatl era un lienzo de algodón enrollado en torno a la cintura y el tilmatli una manta que colgaba de los hombros.
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[5]
El macahuitl calificado con acierto como la “espada prehispánica”, se elaboraba incrustando filosas navajas de obsidiana a ambos lados de un recio pedazo de madera aproximadamente un metro de largo por veinte centímetros de ancho.
<<

[6]
La aceptación de Tlacaélel de aquellos símbolos le habría convertido de inmediato en rey y sumo sacerdote de los technochas. Su rechazo, efectuado ante la vista de incontables testigos, constituyo para todos no solo un claro testimonio de que tanto Itzcóatl como Tozcuecuetzin contaba con su más completa aprobación, sino también una prueba evidente de que la misión que el Heredero de Quetzalcóatl venía a desempeñar dentro de la sociedad technocha era de un carácter superior y diferente a la del monarca y sumo sacerdote.
<<

[7]
Al comprender que habían perdido la partida y que muy posiblemente la ira popular se desataría en su contra, los integrantes del Consejo del Reino habían optado por abandonar Tenochtítlan para ir a refugiarse en Azcapotzalco, reconociendo así abiertamente quién era en verdad el amo al cual habían estado sirviendo.
<<

[8]
Por ser uno de los hijos menores de Tezozómoc (Rey de Azcapotzalco y creador del poderío tecpaneca) Maxtla contaba al nacer con muy escasas probabilidades de heredar el Reino de su padre, sin embargo, haciendo gala de una astucia y capacidad de intriga poco comunes, había logrado imponerse a todos sus hermanos —dando muerte a varios de ellos— y adueñarse del poder.
<<

[9]
Coyote hambriento.
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[10]
Me-xíhc-co: "Lugar en donde se unen el sol y la luna".
<<

[11]
Consejero principal del monarca.
<<

[12]
O sea el "Juego de pelota", designación desde luego errónea, originada en la natural incapacidad en que se hallaban los conquistadores españoles para desentrañar el complejo simbolismo de esta ceremonia.
<<

[13]
Estos individuos eran considerados como auténticos símbolos de los cuerpos celestes. El principal elemento de juicio que se utilizaba para efectuar la selección de estas personas era el análisis de las influencias ejercidas sobre ellas por los astros como resultado del lugar y momento de su nacimiento.
<<

[14]
Designación que se daba al recinto en donde se efectuaba la ceremonia.
<<

[15]
La primera tenía lugar en el día y la segunda por la noche.
<<

[16]
Huitzilopóchtli era a un mismo tiempo un símbolo del planeta Marte y una Deidad Solar, o más exactamente, constituía una representación de las influencias que ejercía el planeta Marte sobre la Tierra cuando sus fuerzas se conjugaban con la energía del Sol. Los toltecas del Segundo Imperio habían designado a esta misma influencia celeste con el nombre de "Tezcatlipoca azul".
<<

[17]
La residencia de Tlacaélel se encontraba a un costado del Templo Mayor y formaba parte del "Tecpancalli", o sea del conjunto de edificios donde habitaban el Rey y las principales autoridades tenochcas.
<<

[18]
Con motivo de este incidente las autoridades aztecas ordenaron la constitución de una guardia especial para la vigilancia del mercado y crearon un tribunal que tenía por objeto dirimir cualquier controversia que se suscitase dentro del mismo.
<<

[19]
La prodigiosa capacidad de resurgimiento que caracterizara al mundo náhuatl —que en la época de los aztecas ya había sido objeto por lo menos de dos terribles devastaciones debido a las invasiones de pueblos bárbaros provenientes del norte— se explica en buena medida por los profundos y en verdad asombrosos sistemas de enseñanza que le eran propios, los cuales tenían como objetivo fomentar al máximo la potencialidad creativa de los educandos, hasta lograr dotarlos, según poética expresión, "de un rostro y un corazón".
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