La difícil tarea de organizar a la población no combatiente para que ésta se hiciese cargo de todas las actividades productivas, principalmente las relacionadas con la urgente necesidad de dotar de armamento a las tropas tenochcas, fue afrontada con ánimo resuelto por Citlalmina. Muy pronto la joven logró crear una vasta organización que abarcaba a la totalidad de la población civil, cuyos integrantes, haciendo gala de un enorme entusiasmo y de una [9] increíble imaginación creadora, generaban sin cesar ingeniosas soluciones para resolver cuantos problemas se les planteaban. Mujeres, niños y ancianos, trabajaban sin descanso elaborando implementos guerreros y llevando a cabo las faenas agrícolas y de pesca indispensables para la diaria subsistencia.
En el breve lapso de unas cuantas semanas contadas a partir de la llegada de Tlacaélel a Tenochtitlan, el Reino Azteca se había transformado en una especie de enorme campamento armado en donde todos sus componentes se aprestaban febrilmente para la contienda.
Los acontecimientos que tenían lugar en Tenochtítlan eran objeto de profunda atención por parte de los tecpanecas. Hasta el último instante, Maxtla había sido de la opinión que las rivalidades existentes entre los dirigentes tenochcas terminarían por desatar una guerra intestina que le facilitaría enormemente recuperar el perdido control del Reino Azteca. Al ver definitivamente frustradas sus esperanzas en este sentido, resolvió que no debía intentarse ya lograr de nueva cuenta el sometimiento de los rebeldes, sino proceder a su completo exterminio. Plenamente consciente de la superioridad de recursos de que disponía en comparación con los de sus enemigos, Maxtla decidió no correr riesgo alguno, y por ende, optó por no precipitar el inicio de las hostilidades, sino que primeramente se dio a la tarea de concentrar en Azcapotzalco la suficiente cantidad de fuerzas que le garantizasen la total destrucción de sus rivales en un único y demoledor ataque.
La situación geográfica de Tenochtítlan, rodeada por doquier de poblaciones tributarias de los tecpanecas, volvía prácticamente imposible la probabilidad de concertar con ellas una alianza defensiva, pues a pesar de que sus habitantes soportaban a duras nenas el yugo que les imponían los de Azcapotzalco, no estaban dispuestos a tomar parte en una riesgosa aventura que contaba con muy pocas probabilidades de éxito y en cambio podía acarrearles su total destrucción.
Existía, sin embargo, un Reino que era la excepción a la regla anteriormente enunciada: el Reino de Texcoco, cuyos habitantes no se habían resignado nunca a la pérdida de su independencia y mantenían un indomable espíritu de rebeldía siempre a punto de estallar, fortalecido por el hecho de que el príncipe Nezahualcóyotl, a quien todos los texcocanos consideraban como su legítimo gobernante, había logrado sobrevivir a la incesante persecución de que era objeto por los secuaces de Maxtla.
Al percatarse los aztecas que los ejércitos tecpanecas estaban desguarneciendo las poblaciones que ocupaban para proceder a concentrarse en Azcapotzalco, enviaron mensajeros al escondite donde se encontraba Nezahualcóyotl, alentándolo a que aprovechase esta circunstancia e intentase promover una rebelión en Texcoco.
En un golpe de audacia, Nezahualcóyotl, acompañado tan sólo de media docena de sus más leales partidarios, se presentó de improviso en la que fuera antaño capital del Reino de su padre. La simple vista del ya legendario príncipe poeta despertó en el pueblo una reacción incontenible. La gente se lanzó a la calle a vitorearlo y a proferir toda clase de improperios contra sus opresores. Cuando los soldados que integraban el reducido contingente de tropas tecpanecas que permanecían en la ciudad intentaron apoderarse de Nezahualcóyotl, fueron atacados por el enfurecido pueblo de Texcoco; suscitóse una sangrienta refriega en la que la aplastante superioridad numérica de los habitantes de la ciudad no tardó en imponerse. Rodeado de una eufórica multitud que no cesaba de aclamarle, Nezahualcóyot penetró en el palacio construido por Ixtlilxóchitl y del cual había tenido que salir huyendo la noche en que sus enemigos tomaran por asalto la ciudad. Su primer acto de gobierno consistió en enviar emisarios a Tenochtítlan, informando a los aztecas que podían considerar al Reino de Texcoco como un firme alado en su lucha contra los tecpanecas.
La noticia de la rebelión de Texcoco produjo en Maxtla el mayor ataque de ira de toda su existencia; solamente existía sobre la tierra una persona a quien odiara más que a Tlacaélel y a Moctezuma, y ésta era precisamente Nezahualcóyotl. La inasible figura del príncipe texcocano hacía largo tiempo que constituía una permanente pesadilla para los gobernantes de Azcapotzalco. Primero Tezozómoc y después Maxtla habían urdido incontables celadas en contra del joven príncipe, pero tal parecía que éste gozaba de una particular protección de los dioses, pues lograba siempre burlar todas las acechanzas y eludir una y otra vez a sus perseguidores.
A pesar del desbordante furor que le dominaba, Maxtla no dejó que sus sentimientos le cegasen al punto de impedir analizar la situación con frío realismo. Si pretendía castigar de inmediato a los texcocanos se vería obligado a dividir sus fuerzas, con los consiguientes riesgos y desventajas que esta clase de campañas traen siempre consigo. La rebelión de Texcoco había sido posible merced a una circunstancia muy particular: el indestructible afecto que unía al pueblo de este Reino con su príncipe. Al no existir en el resto de los pueblos vasallos de los tecpanecas condiciones similares, no se corría mayor peligro de que pudiese cundir el ejemplo de los rebeldes. Así pues, en virtud de la proximidad y mayor poderío de Tenochtítlan, los aztecas continuaban siendo el enemigo cuya destrucción debía obtenerse en primer término, ya se tomarían después las debidas represalias en contra de los engreídos texcocanos. Por otra parte —concluyó Maxtla— resultaba evidente que el tiempo estaba actuando en favor de la causa de Azcapotzalco: atraídos por la generosa paga que se les otorgaba, cada día era mayor el número de tropas mercenarias que acudían de todos los rumbos a ofrecer sus servicios. Esto permitía suponer que cuando llegase el momento de medir sus fuerzas, aun en el lógico supuesto de que aztecas y texcocanos se aliasen, resultarían fácilmente derrotados por el numeroso y bien pertrechado ejército que los tecpanecas lograrían armar en su contra.
Las noticias acerca de la incesante concentración de tropas mercenarias que tenía lugar en Azcapotzalco llevó a, los dirigentes aztecas a la decisión de apresurar el inicio de la contienda, aun cuando esto significase el tener que prescindir de las ventajas estratégicas que para una guerra defensiva otorgaba la ubicación de Tenochtítlan.
Moctezuma trazó un audaz plan de operaciones que fue aprobado íntegramente por Tlacaélel e Itzcóatl. Informado Nezahualcóyotl acerca del mismo, estuvo de acuerdo en efectuar la guerra conforme al proyecto azteca.
La lucha que habría de decidir el futuro de tres Reinos estaba por iniciarse.
El Flechador del Cielo, el prototipo azteca de valor y nobleza, el siempre sereno e inmutable Moctezuma, se revolvía nervioso en su estera sin lograr conciliar el sueño. La clara luminosidad de una luna llena, señoreando un cielo despejado, permitía al guerrero abarcar con su mirada a todo el campamento tenochca. Con la excepción de las débiles estelas de humo que aún surgían de las apagadas fogatas y cuyo acre olor impregnaba el ambiente, el paisaje que se extendía ante su vista ponía de manifiesto la calma y la quietud más completas; sin embargo, fuerzas indefinibles parecían haber envuelto el campamento, produciendo dentro de sus bien marcados contornos una tensión angustiosa y opresiva.
Entrecerrando los ojos, Moctezuma volvió a repasar mentalmente, por enésima vez, el plan de combate que tratarían de ejecutar las fuerzas aliadas bajo su mando en la decisiva batalla que habría de librarse al día siguiente.
A partir de la primera reunión celebrada entre los jefes militares de Texcoco y Tenochtítlan, el Flechador del Cielo había sido designado general en jefe de ambos ejércitos. La centralización del mando militar en una sola persona había evitado el peligro de falta de coordinación que se presenta siempre en la actuación de ejércitos aliados cuando obedecen a jefes de igual jerarquía. Asimismo, y como resultado de la relevante personalidad del guerrero azteca, su designación había despertado en las tropas un gran optimismo en alcanzar el triunfo sobre sus poderosos oponentes.
Resultaba evidente, por tanto, que aztecas y texcocanos se presentarían en el campo de batalla poseídos de un elevado espíritu de lucha y plenamente confiados en la acertada dirección del mando supremo a cargo de Moctezuma; pero en aquella interminable noche que precedía al decisivo encuentro, inesperados sentimientos de desconfianza e incertidumbre luchaban por dominar el ánimo tradicionalmente imperturbable del Flechador del Cielo.
Después de repasar mentalmente el plan de combate, Moctezuma fijó la mirada en el sector del campamento donde se encontraba concentrada la población civil. Aun cuando en un principio el guerrero azteca se había opuesto a que las mujeres, los niños y las personas de edad avanzada, acompañasen al ejército y estuviesen presentes en las cercanías del campo de batalla, había terminado por ceder ante la aplastante lógica de los argumentos expuestos por Citlalmina: de nada valdría que la población no combatiente permaneciese oculta en sus casas mientras se desarrollaba la contienda; de sobrevenir la derrota de las fuerzas aliadas, las enfurecidas huestes de Maxtla acudirían de inmediato a Tenochtítlan para arrasarla hasta sus cimientos y borrar toda huella de su existencia. Más valía que todos los integrantes del pueblo azteca estuviesen presentes en el lugar donde habría de decidirse su destino, pues la cercana proximidad de sus familiares estimularía al máximo a los guerreros, que en esta forma, no podrían ni por un instante dejar de tener presente la suerte que aguardaría a los suyos sino rendían el máximo de su esfuerzo. Por otra parte, en virtud del alto grado de organización y disciplina alcanzado por la población tenochca, los civiles estarían en posibilidad de prestar valiosos servicios auxiliares a las tropas, desde los concernientes a la asistencia médica de los heridos, hasta los relativos a sanidad, alimentación y transporte de armas.
Mientras la mirada del guerrero permanecía fija en el amplio sector del campamento ocupado por el pueblo, la lucha que se libraba en lo más profundo de su espíritu entre la zozobra que le invadía y la firmeza de su carácter, terminó por decidirse con una amplia victoria por parte de la primera. La clara conciencia de que la supervivencia del Reino Tenochca dependía íntegramente de que tuviese éxito el plan de combate ideado por él y cuya ejecución debía dirigir al día siguiente, terminó por doblegar, tras de larga y hasta entonces indecisa batalla, al poderoso espíritu de Moctezuma. Un amargo resentimiento en contra de las circunstancias, que le imponían la pesada carga de ser el responsable directo de la muerte o sobre vivencia de su propio pueblo se adueñó del ánimo del Flechador del Cielo, paralizando su hasta entonces invencible voluntad.
En lo más profundo del alma del abatido guerrero, se formuló en una interrogante no expresada en palabras la pregunta que ponía de manifiesto los sentimientos que le embargaban: ¿Existía acaso sobre la tierra un ser humano que en aquellos momentos sobrellevase una responsabilidad mayor a la suya?
Apenas terminaba Moctezuma de formularse aquella pregunta, cuando en su interior surgió al instante la correspondiente respuesta: si bien su responsabilidad como general en jefe era de gran consideración, no podía ni remotamente compararse con la de Tlacaélel, máximo e indiscutido dirigente del movimiento que había puesto en pie de lucha al hasta entonces oprimido pueblo tenochca.
Arrepentido de haberse dejado vencer por la debilidad y el desaliento, el Flechador del Cielo se olvidó de sus propias preocupaciones, para reflexionar en cuál podría ser el estado de ánimo que privaría en aquellos instantes en el espíritu de Tlacaélel. A pesar de que se apreciaba de ser la persona que mejor conocía el carácter de su hermano, Moctezuma no supo hallar una respuesta adecuada para semejante pregunta.
El Rey de Azcapotzalco, famoso en todo el Anáhuac por su voluntad despótica e implacable, su inteligencia fría y calculadora y su total insensibilidad ante las desgracias ajenas, aguardaba en vigilante espera el final de aquella noche cargada de impredecibles presagios.
Tratando vanamente de aquietar su agitado espíritu, Maxtla recordó una a una las frases rebosantes de optimismo que ante él habían pronunciado los generales tecpanecas antes de retirarse a descansar. Todos ellos parecían estar sinceramente convencidos de que la superioridad numérica y el mayor profesionalismo de las tropas bajo su mando, les permitirían alcanzar una aplastante victoria en la batalla que habría de desarrollarse al día siguiente.
Sin embargo, a pesar de la evidente lógica en que se sustentaban todas las predicciones favorables a su causa, Maxtla no lograba evitar que en su interior la duda y el temor cobrasen a cada instante mayores proporciones. No sólo sentía que peligraba la subsistencia de su autoridad personal, alcanzada a resultas de toda una vida dedicada a conquistar el poder y a mantenerse en él por cualquier medio, sino que comprendía también que la hegemonía del señorío de Azcapotzalco sobre un heterogéneo conjunto de pueblos, lograda a base de tremendos esfuerzos por su padre y continuada por él con idéntico empeño, corría el riesgo de derrumbarse estrepitosamente.
Al tiempo que por la mente de Maxtla desfilaban toda una larga serie de recuerdos relativos a las grandes dificultades que había tenido que vencer para alcanzar el trono,
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acudían también a su memoria los relatos que escuchara desde su infancia sobre la situación que había prevalecido en el Anáhuac en los años comprendidos entre la desaparición del Segundo Imperio Tolteca y la consolidación de la hegemonía de Azcapotzalco. La carencia en este período de un poder central capaz de imponer el orden y propiciar la cultura había llevado a todos los pueblos a la anarquía. Guerras inacabables, hambres, epidemias, inseguridad en los caminos y una virtual paralización de las actividades superiores de la mente y el espíritu, habían sido el pavoroso saldo de aquel sombrío periodo.