Además de las ya mencionadas características, Ahuízotl poseía un peculiar atributo que terminaba por hacer de él un sujeto en extremo singular, y éste era el de sentirse directamente responsable de todo cuanto ocurría en su derredor, en tal forma que consideraba como una obligación personal el reparar los errores cometidos por cualesquiera de las personas con las que se hallaba vinculado.
Poseyendo igualmente cualidades que hacían de él un ser excepcional, eran sin embargo muy diferentes las características que configuraban la personalidad de
Tízoc. Dotado de un agudo sentido del humor y de un carácter particularmente alegre y festivo, acostumbraba bromear de continuo, aun a costa de personas consideradas como muy respetables. Una fértil imaginación unida a una mente ágil y poco convencional, le facultaban para encontrar soluciones a problemas que los demás calificaban de insolubles. Durante su adolescencia había soñado con llegar a ser un prestigiado escultor, e incluso, sin desatender sus estudios en el Calmecac, había frecuentado el taller de Técpatl con miras a ir aprendiendo los fundamentos de dicho arte; sin embargo, al percatarse de que en realidad poseía tan sólo facultades mediocres para el dominio de las formas, había optado por ingresar como aspirante a la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, crisol donde se forjaban los futuros gobernantes del Imperio.
Estimulados por el ejemplo de incesante superación que Ahuízotl encarnaba, los integrantes de su generación habían sorteado todas las pruebas del riguroso noviciado sin que se produjera —caso único en toda la historia de la Orden— la deserción de ninguno de ellos, cuando inesperadamente, en el último año de aprendizaje, había tenido lugar un acontecimiento que estuvo a punto de torcer el destino de aquel grupo de jóvenes.
Mientras participaban en una clase que versaba sobre la forma de elaborar medicamentos, un recipiente conteniendo una substancia de color amarillento se había volcado accidentalmente sobre el maestro que impartía la enseñanza, impregnando parte de su cuerpo de dicho color. El intrascendente suceso había sido aprovechado por Tízoc para externar con festivo acento una broma en la cual se comparaba al profesor con Tlazoltéotl.
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La severa disciplina imperante en la escuela de aspirantes resultaba incompatible con esta clase de humoradas, y como ya en ocasiones anteriores Tízoc había sido reprendido por la comisión de faltas similares, las autoridades del plantel lo consideraron acreedor a la expulsión, sanción que le había sido aplicada de inmediato.
En cuanto Ahuízotl tuvo conocimiento del castigo impuesto a Tízoc, manifestó que, siendo responsable de la conducta de su hermano, dicho castigo resultaba asimismo aplicable a su persona, razón por la cual él también se consideraba expulsado.
Al parecer el curioso concepto de responsabilidad colectiva adoptado por Ahuízotl había pasado a ser compartido por todos los integrantes de su generación, pues éstos externaron una opinión del todo semejante a la anterior, considerándose igualmente merecedores a la expulsión.
Alarmado ante el giro que estaban tomando los acontecimientos, Tízoc había acudido en aquella ocasión ante Tlacaélel, solicitando su intervención para impedir que resultasen afectados todos sus compañeros por una falta de la que en realidad sólo él era responsable.
En su calidad de máximo dirigente de la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, Tlacaélel tenía una injerencia directa en todo lo concerniente a la escuela de aspirantes a dicha Orden; con base en ello, decidió actuar para impedir la pérdida de aquella valiosa generación de jóvenes, pero al mismo tiempo, resolvió hacerlo en tal forma que aquel asunto no marcara un precedente de ruptura de las reglas disciplinarias que regían a los aspirantes. Tras de convocar a éstos, les dio a conocer su determinación: estimaba correcto el criterio por ellos adoptado, de acuerdo con el cual, la falta de uno solo debía acarrear para todos idéntico castigo, así pues, debían considerarse como expulsados y retornar cuanto antes a sus respectivos hogares. Sin embargo, si alguno de ellos deseaba reiniciar desde el principio su aprendizaje, no existiría, llegado el momento, impedimento alguno para su readmisión.
Tal y como supusiera Tlacaélel, en cuanto dio comienzo el periodo de admisión para la integración de un nuevo grupo de aspirantes, los componentes de la anterior generación —sin una sola excepción— habían solicitado su reingreso. Cumpliendo su ofrecimiento, el Azteca entre los Aztecas avaló personalmente la solicitud de los jóvenes, los cuales iniciaron de nueva cuenta, con redoblado entusiasmo, su interrumpido noviciado.
Además de los readmitidos, integraban el grupo un buen número de nuevos aspirantes, lo que hacía de aquella generación la más numerosa de que se tuviera memoria en la historia de la Orden. Una vez más, la poderosa voluntad de Ahuízotl pareció infundir a todos sus compañeros la inquebrantable determinación de vencer cuanto obstáculo se opusiese a la finalidad de lograr que todos juntos concluyesen venturosamente su noviciado. Tízoc no había vuelto a hacer de las suyas, contentándose con dirigir sus consabidas ironías a sus propios compañeros, mas no a sus maestros.
Y en esta forma, concluido tanto el periodo de aprendizaje como la etapa de pruebas, llegaba al fin el esperado día en que todos los integrantes de aquella generación habrían de recibir el grado de Caballero Tigre. Este era, por tanto, el grupo de jóvenes al cual Tlacaélel proyectaba dar a conocer la traición urdida en el seno mismo del Imperio.
Los bellos ejercicios de danza ejecutados por incontables jóvenes en la explanada central de la ciudad habían concluido. En compañía de las más altas autoridades del Imperio, Axayácatl se retiró al interior del Palacio a descansar breves instantes antes de seguir con el apretado programa de festejos que habrían de desarrollarse en ese día.
Ya a solas con los principales dignatarios, Tlacaélel hizo del conocimiento de sus sorprendidos oyentes toda la información que poseía acerca de la proyectada conjura. En igual forma, expuso ante éstos el plan que había elaborado para hacer frente al inesperado problema. Aun cuando los dirigentes tenochcas se manifestaron partidarios de una acción directa e inmediata en contra de los conspiradores, el Portador del Emblema Sagrado insistió en llevar adelante su personal solución, terminando por convencer a los demás de las ventajas que ésta ofrecía para lograr una reafirmación de las futuras bases en que habría de sustentarse el Imperio.
En unión de sus acompañantes, Tlacaélel y Axayácatl salieron del Palacio y se encaminaron al edificio que albergaba a la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres. Durante el corto trayecto que separaba ambos edificios, una inmensa multitud aclamó entusiasta a sus dirigentes. Tlacaélel concluyó para sus adentros que si entre la gente había espías enviados por Moquíhuix y Teconal para vigilar la actitud asumida por las autoridades, éstos darían por seguro que aún no existía la menor sospecha acerca de la conjura, pues jamás aceptarían que a sabiendas de lo que se tramaba en su contra las autoridades prosiguiesen sin alteración alguna con el programa de festejos.
El arribo de los dignatarios imperiales a la casa sede de la Orden se realizó en medio de respetuosas muestras de afecto. Una tensa expectación predominaba en el ambiente. Tanto las severas facciones de los maestros como los juveniles rostros de los aspirantes, excepción hecha del de Ahuízotl, revelaban la profunda emoción que les embargaba. Hacía ya largo tiempo que unos y otros aguardaban ansiosos la llegada de aquel esperado momento.
Cumpliendo con el milenario ritual establecido desde el inicio mismo de la Orden, Tlacaélel fue otorgando a cada uno de los aspirantes el grado de Caballero Tigre. Al concluir la ceremonia, todos los participantes se congregaron en el amplio patio interior del edificio para escuchar las palabras que, según era costumbre, dirigía en esas ocasiones a los nuevos miembros de la Orden el Heredero de Quetzalcóatl, y a las cuales daba respuesta, de acuerdo también con antigua tradición, aquel de entre los recién nombrados Caballeros Tigres que era designado para este efecto por sus propios compañeros.
Lo habitual en estos casos era que las palabras del Cihuacóatl Imperial hiciesen referencia a las arduas responsabilidades contraídas por aquéllos que acababan de ingresar en la Orden, para luego concluir su discurso expresando el deseo de ver algún día a todos ellos convertidos en Caballeros Águilas, pero en esta ocasión, el contenido del mensaje iba a ser muy otro.
Sin mediar preámbulo alguno, con palabras impregnadas de vibrante energía, Tlacaélel fue exponiendo ante su asombrado auditorio toda la información que poseía sobre la conjura urdida en contra del Imperio. En el vivo y animado relato del Portador del Emblema Sagrado, fueron desfilando una a una las principales figuras que habían venido escenificando el desconocido drama: Teconal y su grupo de ambiciosos mercaderes, Moquíhuix y los frustrados guerreros y sacerdotes que le secundaban, Citlalmina y Chalchiuhnenetzin, a cuya sagacidad y firmeza de carácter se debía el que los traicioneros propósitos de los conspiradores hubiesen quedado al descubierto.
Después de haber descrito los hechos y personajes que constituían e integraban la conspiración, Tlacaélel hizo una breve pausa en su exposición, para luego dar a conocer cuál era la inesperada actitud que ante aquel acontecimiento asumirían las autoridades, pues no serían ellas quienes determinasen la conducta que se habría de seguir frente al peligro que las amenazaba; tanto el Emperador como el Consejo Imperial delegaban a la juventud azteca, representada por aquel grupo de nuevos Caballeros Tigres, la tarea de resolver el conflicto a su entero criterio, adoptando para ello las medidas que estimasen convenientes.
Una expresión que revelaba sorpresa y desconcierto fue asomándose en los semblantes de los nuevos Caballeros Tigres al tiempo que escuchaban la inusitada proposición de Tlacaélel. Resultaba evidente que sí bien daban por cierto que en el futuro llegarían a ocupar puestos que implicaban grandes responsabilidades, en donde por fuerza tendrían que tomar importantes determinaciones, jamás habían imaginado que esto ocurriría el mismo día de su ingreso a la Orden. Alineado en medio de una de las largas hileras de jóvenes, Ahuízotl permanecía rígido e inmutable, sin que sus facciones denotasen la mas leve emoción ante lo que escuchaba, como si considerase perfectamente lógico y normal el que fuesen ellos y no las autoridades los encargados de resolver el más grave antagonismo interno surgido hasta entonces en la sociedad azteca.
Con palabras que sintetizaban en unas cuantas frases la disyuntiva existente en aquellos momentos para la vida del Imperio, Tlacaélel dio por terminado su discurso:
Deseando recuperar para los seres humanos su olvidada misión de participar en la labor de coadyuvar al orden cósmico, los aztecas hemos edificado, hemos construido un Imperio destinado a la sagrada tarea de acrecentar el poderío del Sol. Este ha sido el propósito que ha venido guiando todos los pasos del pueblo de Huitzilopochtli, pero hoy en día no es ya el único que se plantea a nuestras conciencias, precisamos, por tanto, detener un momento nuestro avance para preguntarnos, para interrogarnos: ¿Debe el Imperio continuar laborando para un mayor engrandecimiento del Sol, o convertirse tan sólo en un instrumento destinado a incrementar las ganancias de un puñado de avariciosos y taimados mercaderes? ¡Jóvenes aztecas, futuros Caballeros Águilas! ¿Cuál es vuestra respuesta?
Atendiendo a la costumbre establecida en anteriores ceremonias de esta índole, correspondía ahora que un representante de los recién nombrados Caballeros Tigres se encaminase hasta el estrado, para desde ahí dar respuesta a las palabras del Cihuacóatl Azteca. En esta ocasión, el encargado de hablar en nombre de sus compañeros lo era Ahuízotl, quien al parecer consideró que la pregunta formulada por Tlacaélel al final de su disertación precisaba ser contestada con tanta urgencia, que no podía perder ni siquiera el tiempo que le llevaría llegar hasta el estrado. Aún resonaban en el espacio las últimas palabras proferidas por Tlacaélel, cuando Ahuízotl, avanzando un paso al frente y levantando muy en alto un puño, pronunció tres veces, con recio acento, una misma palabra:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
Una especie de invisible relámpago pareció haber descargado súbitamente su enorme energía en el grupo de jóvenes alineados en el amplio patio central del edificio de la Orden; las expresiones de asombro y perplejidad desaparecieron al instante de todos los semblantes para ser substituidas por las más evidentes señales de firmeza y determinación. Como un solo hombre, los integrantes de la nueva generación de Caballeros Tigres alzaron al cielo el rostro y los puños, a la vez que repetían con el atronador estrépito de una tempestad:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
La casa que albergaba a la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres no era ya una simple e inanimada construcción. Las palabras de Tlacaélel transfiriendo a los nuevos miembros de la Orden la autoridad suficiente para hacer frente al conflicto existente, así como la gallarda actitud asumida por los jóvenes y muy particularmente la incesante repetición que éstos hacían del misterioso y sagrado vocablo, parecían haber dotado al bello edificio de una poderosa vitalidad, transformándolo en el corazón mismo de todo el vasto organismo del Imperio.
Manifestando en sus miradas una profunda satisfacción y una serena confianza, los dignatarios tenochcas que habían presidido la ceremonia comenzaron a descender del estrado para dirigirse en seguida hacía la puerta de salida. El Director de la Escuela de Aspirantes no acompañó en esta ocasión a los mandatarios hasta el exterior del edificio. Desde el instante mismo en que Tlacaélel revelara la decisiva intervención que había tenido Citlalmina en el desenmascaramiento de la conjura, una especie de paralizante estupor se había apoderado de Tlecatzin, impidiéndole hablar y concertar cualquier clase de movimiento. Los severos juicios — jamás expresados en palabras pero consentidos por el pensamiento— con que calificara la conducta asumida en los últimos tiempos por su madre adoptiva, se convertían ahora, al conocer las verdaderas causas de dicha conducta, en un peso insoportable sobre la conciencia del guerrero. Finalmente, el remordimiento que devoraba interiormente a Tlecatzin logró materializarse y gruesas lágrimas comenzaron a deslizarse involuntariamente por la noble faz del forjador de Caballeros Tigres.