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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (25 page)

Existía también, en relación con el mismo asunto, una segunda cuestión que comprendía aspectos mucho más complejos:

La unificación económica de muy diferentes regiones productivas que trajera consigo la incesante expansión del Imperio, había generado condiciones en extremo propicias para el desarrollo del comercio en alta escala, mismas que habían sido aprovechadas por un grupo de mercaderes aztecas, que teniendo como base al tradicional barrio comercial de Tlatelolco, habían extendido su red de operaciones a todos los territorios conquistados, obteniendo con ello cuantiosas ganancias.

Ahora bien, el sistema educativo, así como la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, tendían a obtener una estructura social en la que la posición de cada persona se encontrase determinada por su grado de desarrollo espiritual. Dentro de este sistema se había negado hasta entonces cualquier posibilidad de progreso social o político a los mercaderes, por considerar que las actividades mercantiles eran muy poco propicias para la realización de ideales elevados. En esta forma, todos aquéllos que se dedicaban al comercio sabían que a pesar de que llegasen a poseer una considerable fortuna, jamás podrían ocupar un puesto público, ni gozar del respeto y la admiración de sus compatriotas.

El hecho de que a pesar de sus riquezas los comerciantes careciesen no sólo de fuerza política para hacer valer sus intereses, sino incluso de la posibilidad de ascender socialmente que le era otorgada hasta al más humilde de los habitantes del Imperio, había venido provocando un creciente descontento entre el grupo de caudalosos mercaderes establecidos en Tlatelolco. El dirigente del movimiento de protesta de los comerciantes en contra de este estado de cosas era precisamente Teconal, quien a últimas fechas, además de los problemas que comúnmente tenía ante los tribunales a causa de su tradicional falta de escrúpulos, comenzaba a ser objeto de acusaciones, hasta entonces no comprobadas, según las cuales intentaba hacer uso del soborno para lograr que las autoridades asumiesen una conducta que resultase más favorable a los intereses de los comerciantes.

En medio de semejantes circunstancias resultaba lógico preveer —concluyó Tlacaélel— que la boda de Teconal con Citlalmina vendría a incrementar las pretensiones de los mercaderes, pues éstos sentirían que habían logrado hacerse de una valiosa aliada, que gozaba más que nadie del afecto del pueblo y del respeto de las autoridades.

Por segunda vez en un breve periodo, al observar las múltiples estrellas que poblaban el firmamento, Tlacaélel tuvo la segura convicción de que una de éstas había dejado de brillar, y al igual que ocurriera cuando el fallecimiento de Moctezuma, ello no le produjo sorpresa alguna, pues así como todo lo que sucede en el cielo repercute sobre la tierra, lo que en ésta acontece se refleja también en el cosmos.

En el cielo de las antiguas tierras de Anáhuac se había extinguido la más pura de todas sus luces: Citlalmina no iluminaba ya el camino por donde avanzaba el pueblo azteca con firme y acompasada marcha.

Como resultado de la anunciada boda entre Teconal y Citlalmina, la Gran Tenochtítlan se había convertido para Tlacaélel en un lugar en extremo incómodo para el normal desempeño de sus actividades. En las miradas de todos cuantos le rodeaban, lo mismo se tratase de los más altos funcionarios del Imperio que de las más modestas gentes del pueblo, el Azteca entre los Aztecas advertía una misma petición que no se atrevía a ser formulada en palabras: la de que fuese él quien proporcionase una explicación satisfactoria de aquel extraño acontecimiento, e indicase si se debía tomar alguna clase de medidas para impedir su realización.

En vista de la imposibilidad en que se hallaba para dar una respuesta adecuada a semejantes interrogantes, Tlacaélel pensó que era prudente ausentarse transitoriamente de la capital azteca. Aduciendo como pretexto el efectuar una visita protocolaria al monarca de Texcoco, Tlacaélel salió al encuentro de Nezahualcóyotl, confiado en que la profunda intuición que éste poseía por ser poeta, le permitiría comprender lo que para él resultaba inexplicable.

Nezahualcóyotl venía padeciendo de tiempo atrás una enfermedad incurable que le iba aproximando lentamente a la muerte; no obstante, la llegada de Tlacaélel pareció infundirle nuevas energías y abandonando su lecho, efectuó en su compañía largos paseos por los bellísimos jardines de la ciudad, disertando con su deslumbrante inteligencia acerca de los más variados e intrincados temas.

La noche anterior a su retorno a la Gran Tenochtítlan, mientras contemplaban desde una de las amplias terrazas del palacio real el espacio infinito pletórico de estrellas, Tlacaélel expuso ante su amigo, mediante elaborado simbolismo, la cuestión que lo tenía confundido:

La gran sabiduría, el profundo conocimiento de nuestros antepasados, les permitió determinar, llegar a saber la índole de las influencias que los astros ejercen sobre la vida de aquéllos que transitamos sobre la tierra. Sin embargo ignoramos si el predominio de los astros perdura o desaparece cuando éstos no brillan más en el cielo.

Nezahualcóyotl escuchó con atención el singular problema celeste planteado por su ilustre huésped, intuyendo de inmediato el significado encerrado en aquella metáfora. Tras de meditar largo rato en silencio, el príncipe poeta afirmó con seguro acento:

Al igual que como ocurre con aquellas personas que son luz y guía para los demás, los astros ejercen siempre un constante ascendiente en nuestras vidas. El súbito ocultamiento de su resplandor en los cielos no significa que se extinga su acción rectora. Lo que sucede, lo que acontece, es que en estos casos resulta mucho más difícil poder precisar su influjo, pero este subsiste, permanece, y a la larga, cuando personas y astros son realmente poderosos, terminamos por darnos cuenta de su presencia oculta, por reconocer su permanente influencia.

Las palabras de Nezahualcóyotl produjeron una evidente complacencia en su interlocutor. El semblante de Tlacaélel, que en últimas fechas había perdido su habitual expresión de serena confianza, la recuperó al instante, al tiempo que parecía iluminarse a resultas de una profunda alegría interna.

El azteca y el texcocano no pronunciaron ya palabra alguna, se limitaron a contemplar con respetuosa atención el lejano cintilar de las estrellas.

Aún no cumplía Tlacaélel una semana de haber regresado a la Gran Tenochtítlan, cuando llegó desde Texcoco un apesadumbrado mensajero portando la no por esperada menos infausta noticia: Nezahualcóyotl había fallecido.

En unión del Emperador Axayácatl y de los más altos dirigentes del Imperio, así como de un gran número de componentes de los más diversos sectores de la población azteca, Tlacaélel se encaminó de inmediato a la capital aliada, para participar en las exequias de su mejor amigo.

Un sentimiento de pesar a tal grado tangible que parecía haberse extendido a la naturaleza misma —pues todo en el ambiente era gris y sombrío— imperaba en el Reino de Texcoco. El llanto incontenible de poblaciones enteras constituía el más fiel testimonio del inmenso cariño que Nezahualcóyotl había logrado despertar en su pueblo.

La multifacética personalidad del Rey de Texcoco encarnaba el más claro ejemplo de la capacidad de superación prácticamente ilimitada que posee el ser humano. A lo largo de su azarosa existencia, Nezahualcóyotl había desempeñado con sin igual maestría un sinnúmero de actividades: rebelde y estadista, filósofo y arquitecto, poeta y guerrero, legislador y urbanista. A su muerte dejaba más de cien viudas y cerca de trescientos hijos. Nada en él había sido mediocre.

Los funerales de Nezahualcóyotl habían concluido; y en forma simultánea a la aparición de las tinieblas nocturnas, un impresionante silencio unido a una opresiva quietud comenzaron a extenderse progresivamente por la ciudad de Texcoco, produciendo una inmovilidad total y anormal. Tal parecía que la bella y alegre capital no deseaba sobrevivir a la muerte de su insigne gobernante.

Cansados por la agotadora tensión que prevalecía en el ambiente y deseosos de emprender el camino de regreso a la Gran Tenochtítlan con las primeras luces del alba, los altos funcionarios tenochcas presentes en las exequias de Nezahualcóyotl se habían recluido desde el anochecer en los aposentos del palacio de gobierno donde se alojaban. En lo alto del enorme edificio, en la misma terraza en donde días atrás mantuviera con el recién fallecido monarca una poética conversación sobre las influencias celestes, Tlacaélel observaba, solitario y meditabundo, la marcha inmutable de los astros a través del firmamento.

El profundo pesar que la desaparición de Nezahualcóyotl producía en el ánimo del Azteca entre los Aztecas, se aliviaba grandemente al recordar los conceptos vertidos en aquel lugar por el extinto poeta. No importaba, por tanto, el que una vez más Tlacaélel se percatase de que en el cielo había dejado de fulgurar una estrella, pues ahora comprendía claramente, que tal y como de seguro acontecía con Moctezuma Ilhuicamina y con Citlalmina, la poderosa luz que provenía de Nezahualcóyotl continuaría iluminando, permanentemente, las tierras de Anáhuac.

Capítulo XVII
LA REBELIÓN DE LOS MERCADERES

En medio de la noche, cuando la Gran Tenochtítlan semejaba una especie de poderoso gigante dormitando entre las aguas del inmenso lago, el corazón de Tlacaélel dejó súbitamente de latir.

Al ocurrir el inesperado colapso, el Azteca entre los Aztecas reposaba tranquilo en sus habitaciones. El brusco sobresalto de su organismo en agonía le hizo despertar y percatarse al instante de lo que ocurría. No sólo comprendió que iba a morir, sino que conoció también, en vislumbrante atisbo de suprema conciencia, la causa que motivaba su fallecimiento: Citlalmina perecía en aquel instante, y poseyendo ambos un solo y único espíritu, él tenía igualmente que marchar al mundo de los desencarnados. Sereno e imperturbable, Tlacaélel observó con atención el avance inexorable, de las tinieblas, hasta que finalmente, terminó por perder todo asomo de conocimiento.

Un débil y lento, pero rítmico e insistente sonido, fue la primera percepción captada por la aún aturdida conciencia de Tlacaélel. En un primer momento, el Cihuacóatl Azteca supuso que se encontraba ya en alguna de las diferentes regiones que integran al mundo de los muertos, pero después, al lograr entrever por entre las sombras que le rodeaban los objetos de su habitación que le eran familiares, concluyó que aún se hallaba con vida y trató de incorporarse. Su paralizado organismo se negó a obedecerle, permaneciendo rígido e inmóvil sobre el lecho.

Durante un buen rato únicamente el funcionamiento de su mente y el latido de su corazón —autor del débil sonido que escuchara al comenzar a recuperar el conocimiento— permitieron a Tlacaélel mantener el criterio de que aún vivía, pues el resto de su organismo permanecía inerte, dominado por una parálisis total; pero luego muy lentamente —iniciándose la recuperación por las extremidades inferiores— el cuerpo del Azteca entre los Aztecas comenzó poco a poco a recobrar la capacidad de movimiento.

Al mismo tiempo que permanecía atento al lento proceso que iba reintegrando su organismo a la normalidad, el pensamiento de Tlacaélel se esforzaba por encontrar una explicación coherente de lo ocurrido. Una misma pregunta, formulada en mil distintas formas, se planteaba una y otra vez en su mente: ¿Por qué si Citlalmina había fallecido —y de ello no le cabía la menor duda— continuaba él con vida?

En lo más profundo de su conciencia, Tlacaélel encontró la única respuesta posible a la interrogante que le atormentaba: había sido Citlalmina quien lograra, mediante un acto supremo de voluntad realizado en el instante mismo de su muerte, mantener subsistente la dualidad a través de la cual venía manifestándose en este mundo el espíritu que ella y Tlacaélel encarnaban. En esta forma, al impedir que dicho espíritu recobrase su natural unidad, había originado aquella singular anomalía consistente en que la mitad de un mismo ser habitase ya en la región del misterio, mientras la otra parte continuaba existiendo sobre la tierra.

Aun cuando el propósito perseguido por Citlalmina con tan extraño proceder constituía por el momento un enigma indescifrable, Tlacaélel presentía con certeza que se aproximaba el momento en que habrían de resolverse todas las incógnitas que últimamente había venido planteando la extraña conducta de la heroína azteca.

La tímida y respetuosa voz de uno de sus sirvientes, llamándole desde el pórtico de la habitación, vino a interrumpir las profundas cavilaciones de Tlacaélel. Era todavía muy entrada la noche y resultaba por tanto inusitado que alguien viniese a perturbar su descanso. Haciendo un esfuerzo sobrehumano Tlacaélel logró incorporarse, constatando con agrado que había recuperado plenamente el control de su organismo.

Tras de autorizar la entrada al sirviente, éste penetró en el dormitorio y procedió a informar que Chalchiuhnenetzin solicitaba con extrema urgencia una entrevista para exponer ante el Cihuacóatl Imperial un asunto de suma gravedad.
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Tlacaélel recordó que hacía tan sólo unas semanas había sido informado del cambio de residencia de Citlalmina, quien atendiendo a la invitación de Chalchiuhnenetzin —de quien era íntima amiga— había dejado su modesta casa ubicada en las proximidades de la Plaza Mayor, para trasladarse al barrio de Tlatelolco, a la bella residencia donde moraban Moquíhuix y Chalchiuhnenetzin, todo ello con objeto de poder efectuar más fácilmente los preparativos de su próxima boda con Teconal. El Azteca entre los Aztecas supuso que Chalchiuhnenetzin venía a participarle la muerte de Citlalmina, y sin pérdida de tiempo, se encaminó hasta la sala de audiencias en donde le aguardaba la hermana del Emperador.

Chalchiuhnenetzin se encontraba ataviada con modestos ropajes usuales entre la servidumbre; sus enérgicas facciones reflejaban una profunda preocupación. Después de disculparse por lo insólito de la entrevista, la recién llegada expuso a Tlacaélel el motivo de su visita: existía una conspiración para derrocar al monarca, asesinar a los más altos dignatarios del Imperio y abolir los elevados ideales que normaban la conducta del pueblo azteca.

Mediante palabras que pretendían ser expresadas con ánimo sereno, pero en las cuales se traslucía una emoción largamente contenida, la hermana del Emperador fue revelando a Tlacaélel toda la vasta información que poseía acerca de la conjura:

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