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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (24 page)

Al día siguiente de su retorno, Tlacaélel se dirigió al edificio que albergaba a la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, con el objeto de exponer ante todos los integrantes de la misma un pormenorizado relato de su viaje.

En el estilo a un mismo tiempo elegante y conciso que caracterizaba a su oratoria, el Azteca entre los Aztecas narró a los más destacados exponentes de la sociedad tenochca los principales sucesos acaecidos a la expedición, resaltando la singular importancia de los descubrimientos perpetrados, en virtud de los cuales se había podido confirmar plenamente la veracidad de las tradiciones que explicaban los orígenes del pueblo azteca.

Con emotivas palabras impregnadas de optimistas presagios, Tlacaélel concluyó su relato:

La tierra de la blancura y de la aurora, la sagrada Aztlán, cuna de civilizaciones y hogar de nuestros antepasados, repara actualmente sus cansadas fuerzas mediante pasajero sueño; cuando despierte, el mundo entero se llenará de asombro, atenderá a su voz y comprenderá de nuevo los mensajes del cielo.

Capítulo XVI
TRES ESTRELLAS SE APAGAN

En el año dos pedernal, tras de ocupar el trono imperial durante veintinueve años, falleció Moctezuma Ilhuicamina. La recia personalidad del afamado guerrero había constituido un factor determinante en los acontecimientos que condujeron al vertiginoso encumbramiento de la hegemonía azteca. El altivo gesto del Flechador del Cielo al pretender defender Tenochtítlan por sí solo, constituyó el origen de la rebelión juvenil con que diera comienzo la lucha libertaria del pueblo tenochca. Jefe militar indiscutido de las fuerzas aliadas de aztecas y texcocanos, supo guiarlas a la victoria definitiva, destruyendo a las hasta entonces invencibles tropas de Maxtla. Forjador del ejército azteca, hizo de éste el instrumento bélico más poderoso de que se tuviera memoria en el Anáhuac. Al restaurarse la Dignidad Imperial, desaparecida desde los lejanos tiempos de los toltecas, Moctezuma había sido designado por sus altos méritos para ocupar el trono de los antiguos Emperadores. Durante su gobierno, el Imperio Azteca había alcanzado inimaginadas cumbres de gloria y grandeza.

Para Tlacaélel la muerte de Moctezuma representaba una pérdida irreparable. Desde pequeños, ambos hermanos estaban acostumbrados a actuar siempre en estrecha colaboración, uniendo sus esfuerzos para el logro de sus propósitos. Durante su juventud, Tlacaélel se había ejercitado en el manejo de las armas bajo la acertada dirección de Moctezuma, aprendiendo de éste importantes conocimientos sobre el arte de la guerra. Por su parte, el futuro Flechador del Cielo gustaba de escuchar con atención los elevados conceptos expresados por su hermano, particularmente en todo aquello que se relacionase con el proyecto de lograr la liberación del entonces sojuzgado pueblo azteca. A lo largo de su prolongada actuación como Emperador, la colaboración entre Moctezuma y Tlacaélel había alcanzado su máxima expresión, tal parecía como si las dos poderosas personalidades se hubiesen fundido en una sola e indomable voluntad, bajo cuyo mando el Imperio incrementaba día con día su poderío, hasta transformarse en una fuerza irresistible y avasalladora.

Las exequias del extinto monarca estuvieron revestidas de gran solemnidad, acudiendo a ellas delegaciones de los distintos pueblos que integraban el vasto Imperio. Un profundo y sincero pesar prevalecía en la capital azteca; para todos resultaba evidente que con la muerte del valeroso Moctezuma se cerraba toda una época en la historia del Anáhuac.

La noche misma del día en que tuvieron lugar los funerales de Moctezuma, al contemplar desde lo alto del Templo Mayor de la Gran Tenochtítlan los incontables astros que poblaban el firmamento, Tlacaélel creyó percibir la súbita desaparición de la luz de una estrella. El suceso no le causó extrañeza alguna, pues vio en él la más clara representación de lo ocurrido sobre la tierra: la noble figura del Flechador del Cielo, que por tanto tiempo constituyera una estrella que guiaba la marcha ascendente del pueblo azteca, había dejado de brillar.

El fallecimiento de Moctezuma planteaba como lógica consecuencia la cuestión relativa a la designación del nuevo monarca que habría de sucederle. El problema no era un asunto de fácil solución, pues dadas las relevantes cualidades del gobernante desaparecido, no se vislumbraba una personalidad poseedora de suficientes merecimientos como para convertirse en el sucesor del Flechador del Cielo.

Convencidos de que, salvo Tlacaélel, no existía en todo el Imperio nadie capaz de superar los méritos del anterior monarca, los miembros del Consejo Imperial suplicaron al Heredero de Quetzalcóatl que aceptase convertirse en el nuevo Emperador. El propio Nezahualcóyotl —miembro honorario del Consejo—, al ser requerido para que externase su opinión sobre la trascendental cuestión que se debatía, afirmó que lo más conveniente en aquellas circunstancias era que el Azteca entre los Aztecas aceptase el elevado cargo que se le ofrecía.

A pesar de las numerosas opiniones en contra, Tlacaélel sostuvo la validez del criterio que venía sustentando desde el inicio de su actuación pública: era necesario evitar la acumulación de todo el poder en una sola persona y mantener la dualidad de Emperador y Cihuacóatl que tan buenos resultados había producido. Por otra parte, debía tomarse en cuenta que el Imperio Azteca había superado ya la etapa de su desarrollo en que la actuación de personalidades excepcionales podía haber resultado imprescindible Y que ahora debía basarse, principalmente, en la existencia de las poderosas organizaciones sobre las cuales se cimentaba.

Atendiendo a las indicaciones de Tlacaélel, el Consejo Imperial designó como Emperador a Axayácatl. Se trataba de un joven guerrero, nieto de Moctezuma, que al igual que sus dos hermanos menores —Tízoc y Ahuízotl— llamaba desde hacía tiempo la atención de la opinión pública por su reconocido valor y destacada inteligencia.

El alto grado de expansión y poderío alcanzado por el Imperio se puso una vez más de manifiesto con motivo de la coronación de Axayácatl, celebrada con fastuosas ceremonias y ante la presencia de innumerables delegaciones, que desde las más apartadas regiones, acudieron a la capital azteca con el propósito de hacer patente su lealtad al nuevo monarca.

Aún no se cumplían cuatro años de gobierno bajo el reinado de Axayácatl, cuando tuvo lugar un sorpresivo acontecimiento que atrajo la atención de todos los habitantes del Imperio: Teconal, uno de los más importantes comerciantes de Tlatelolco, famoso por su insaciable sed de riquezas y por una marcada carencia de escrúpulos que en más de una ocasión le había ocasionado serias dificultades con las autoridades, anunció jubiloso su próximo enlace matrimonial con Citlalmina.

Citlalmina era ya una leyenda viviente para el pueblo azteca. Su entusiasta y carismática personalidad había desempeñado siempre un papel determinante en cuanto movimiento popular de generosa inspiración se suscitara en el alma colectiva de la sociedad tenochca. Sin poseer cargo oficial alguno, pues se había negado invariablemente no sólo a percibir la menor retribución por sus actividades, sino incluso a ocupar puestos puramente honoríficos, Citlalmina había sido la inspiradora e indiscutida guía de un sinnúmero de organizaciones populares que tendían a convertir en realidad los más elevados ideales.

El anuncio de la boda de Citlalmina con un sujeto de tan pésima reputación como lo era Teconal, produjo en un primer momento una generalizada incredulidad sobre la veracidad de tan increíble suceso, pero al ser confirmada la noticia por propia voz de la interesada, un confuso sentimiento, mezcla del más profundo asombro y de la más amarga de las desilusiones, se extendió de inmediato entre los aztecas.

Tomando en cuenta la edad de ambos contrayentes —el comerciante tenía setenta años y Citlalmina sesenta y cuatro— la gente dio por descartada la existencia de un móvil pasional o sentimental como causa del anunciado enlace, e intentó desentrañar los verdaderos motivos de tan desconcertante acontecimiento.

En cuanto al ambicioso mercader, se concluyó que el propósito que lo motivaba a contraer matrimonio con Citlalmina era su deseo de hacer ver a todos lo acertado del razonamiento que había determinado siempre su conducta, consistente en considerar que tanto las personas como las cosas, incluyendo a las más respetadas y sagradas, podían ser compradas cuando se era propietario de una enorme fortuna.

Por lo que respecta a Citlalmina, las causas que podían haberle llevado a adoptar tan extraña conducta resultaban mucho más difíciles de determinar, sin embargo, al no lograr encontrar una justificación lógica, la mayoría de la gente terminó por aceptar como válida la que al parecer era la explicación más evidente: cansada de representar el papel de heroína, Citlalmina deseaba pasar los últimos años de su existencia rodeada de las comodidades que podían proporcionarle las cuantiosas riquezas de su futuro esposo.

El servicio de información con que contaba Tlacaélel para enterarse de lo que ocurría en el Imperio

gozaba de un bien ganado prestigio de eficiencia. Una vasta red de individuos al servicio directo del Cihuacóatl Imperial, diseminados por los cuatro puntos cardinales, transmitían diariamente a la Gran Tenochtítlan —por medio de mensajeros tan veloces como los del mismo monarca— toda una serie de noticias y de informes que permitían al Heredero de Quetzalcóatl normar su criterio y tomar determinaciones con base en los más recientes acontecimientos.

A pesar de lo anterior, los días transcurrían y Tlacaélel continuaba siendo la única persona en el Imperio que ignoraba todo lo concerniente al proyecto matrimonial entre Teconal y Citlalmina, pues ninguno de los que le rodeaban deseaba transmitirle semejante noticia.

El primer indicio que tuvo Tlacaélel de que ignoraba algún extraño suceso, provino de una al parecer inexplicable solicitud que le formulara Tlecatzin. El hijo adoptivo de Citlalmina ostentaba ya el grado de Caballero Águila y era uno de los más destacados generales del ejército tenochca: tras de dirigir en forma brillante varias campañas, había sido designado Director de la Escuela de Aspirantes de la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, cargo que venía desempeñando con singular acierto. Tlacaélel profesaba hacia Tlecatzin un profundo afecto y lo recibía con frecuencia para charlar de muy diversas cuestiones; razón por la cual no le llamó mayormente la atención la visita del guerrero, pero en cambio encontró incomprensible lo que éste le solicitaba: deseaba abandonar de inmediato la capital azteca, para lo cual pedía se le relevase de su cargo de Director de la Escuela Militar y se le incorporase, con el simple grado de combatiente, en cualesquiera de los ejércitos que en aquellos momentos desarrollaban alguna acción en las fronteras del Imperio.

Ante lo insólito de la petición, Tlacaélel pidió a Tlecatzin que explicase los motivos que la originaban, pero éste se negó rotundamente a mencionarlos. El Portador del Emblema Sagrado se percató de la enorme confusión que privaba en el ánimo del guerrero y creyó adivinar, en su angustiada mirada, la certeza de que no era necesario proceder a justificar su conducta, puesto que las causas que la determinaban debían ser ya del conocimiento de Tlacaélel, sin embargo, como no era ese el caso, éste dio por concluida la entrevista, ordenando a Tlecatzin que continuase en su puesto y se abstuviese de formular peticiones absurdas.

Al darse cuenta Axayácatl del vacío de información que se había creado en torno a Tlacaélel, comprendió que le correspondería a él la poco grata tarea de tener que informarle lo que ocurría. Así pues, el Emperador acudió al Templo Mayor a visitarlo, y a solas, lo puso al tanto del acontecimiento que acaparaba en esos momentos a la atención pública.

La revelación que escuchara de labios de Axayácatl produjo en Tlacaélel un abrumador desconcierto: por vez primera en su existencia se veía frente a un hecho que rebasaba su capacidad de análisis, y ante el cual, se sentía incapaz de encontrar una respuesta adecuada.

El inusitado estado de ánimo en Tlacaélel obedecía a que éste había considerado siempre que Citlalmina y él constituían en realidad un solo ser, y que el hecho de que actuasen a través de cuerpos físicos diferentes, obedecía únicamente a una expresión más de la ley de dualidad que rige todo lo creado, pero que ello no modificaba en nada el hecho de que ambos formaban una sola entidad espiritual.

A pesar de que habían transcurrido ya más de cuarenta años desde su último y fugaz encuentro con Citlalmina (ocurrido el día en que arribara a Tenochtítlan portando el Emblema Sagrado y escuchara en la voz de su bella exprometida la designación con que habría de quedar claramente definido ante todo el pueblo el verdadero carácter de su personalidad: “Azteca entre los Aztecas”) Tlacaélel no había dejado de sentir jamás dentro de sí la renovadora y vigorosa presencia de la mujer que encarnaba la otra mitad de su propio ser. Así pues, y al igual que para todos los tenochcas, el inesperado compromiso matrimonial de Citlalmina constituía para él un indescifrable enigma. La explicación finalmente aceptada por la opinión pública, o sea la de considerar que Citlalmina no buscaba otra cosa sino pasar los últimos años de su vida disfrutando de las comodidades que otorga la riqueza, resultaba a su juicio absurda e imposible; sin embargo, no lograba ni siquiera imaginar cuál podría ser la verdadera causa del sorpresivo cambio de conducta de la máxima heroína del pueblo azteca.

Independientemente de las implicaciones estrictamente personales que aquel asunto tenía para Tlacaélel, entrañaba también algunas importantes cuestiones a las que éste debía prestar particular atención en su calidad de Cihuacóatl Imperial.

Así, por ejemplo, era necesario valorar los alcances de la frustración que tan sorpresivo suceso habría de ocasionar en el pueblo. Tras de reflexionar detenidamente sobre ello, Tlacaélel llegó a la conclusión de que si bien la actuación de Citlalmina había resultado determinante tanto para alcanzar el triunfo en la lucha de liberación, como para llevar a cabo la tarea de cimentación y construcción del Imperio, una vez lograda la edificación del mismo y asentado éste en la sólida estructura que le daban las organizaciones creadas para dirigirlo, dicha actuación había dejado ya de ser imprescindible, razón por la cual, la frustración que se derivaría de la destrucción de la venerada imagen que el pueblo se había forjado de Citlalmina no acarrearía ninguna consecuencia de carácter irreparable.

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