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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (21 page)

Los nuevos grupos que día con día surgían y se desarrollaban en el seno de la sociedad azteca tendían en forma natural a vertebrarla y jerarquizarla. Tlacaélel juzgaba que si este proceso no era debidamente encauzado terminaría fatalmente por crear una sociedad de castas cerradas, celosas de sus diferentes prerrogativas, propensas a intentar medrar a costa de las demás y dispuestas a luchar entre sí por el mantenimiento de sus respectivos intereses. La importante función que la recién restablecida Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres estaba llamada a realizar requería, por lo tanto, el desempeño de múltiples y complejas tareas, siendo una de ellas la de convertirse en la directora de la transformación social que estaba teniendo lugar en el pueblo tenochca y en guiar dicha transformación en tal forma que ésta se tradujese siempre en beneficio de toda la colectividad y no sólo de un pequeño grupo. El hecho de que los Caballeros Águilas y Tigres —que en poco tiempo habrían de ocupar todos los cargos de importancia en el Imperio— obtuviesen su grado no por haberlo heredado de sus padres ni por poseer mayores recursos económicos, sino atendiendo exclusivamente a sus relevantes cualidades personales, garantizaba a un mismo tiempo que la conducción de los destinos del Imperio se hallaban en buenas manos y que el procedimiento adoptado para determinar la movilidad en el organismo social era el más apropiado para impulsar tanto la superación individual como el beneficio colectivo.

El incesante incremento de la población tenochca y su cada vez mayor diseminación hacía crecer de continuo el número de Calpultin, originando que la labor de coordinar a las autoridades de los mismos se estuviese convirtiendo en una abrumadora tarea que absorbía demasiado tiempo al Consejo Imperial,
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impidiéndole con ello prestar la debida atención a la administración de las provincias que iban siendo conquistadas. Tlacaélel y Moctezuma adoptaron varias resoluciones para hacer frente a este problema: se creó un organismo intermedio entre el Consejo y los Calpultin, integrado por los dirigentes de estos últimos y dotado de las atribuciones necesarias para poder llevar a cabo la mencionada coordinación y para designar a tres de los seis miembros que integraban el Consejo Imperial.
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Asimismo, se constituyó un cuerpo de funcionarios directamente responsables ante el Monarca y el Consejo Imperial, que tenía a su cargo la administración del creciente número de provincias que iban pasando a formar parte del Imperio.

La recia solidez que el Imperio iba adquiriendo, así como su capacidad para hacer frente a problemas de la más diversa índole, fueron puestas a prueba con motivo de los desastres naturales que se abatieron sobre la región del Anáhuac a partir del séptimo año de iniciado el gobierno de Moctezuma.

En el año Siete Caña una serie de tormentas de no recordada intensidad produjeron un inusitado aumento en el nivel de los lagos del Valle, ocasionando con ello una inundación general en la capital azteca: casas y templos, escuelas y cuarteles, se vieron seriamente afectados por el incontenible ascenso de las aguas. Innumerables construcciones se derrumbaron y los daños ocasionados en las cosechas motivaron una pérdida casi total de las mismas. Por primera vez en la historia de la ciudad, sus habitantes comprobaron que la existencia de Tenochtítlan implicaba un reto permanente a la naturaleza y que ésta podía llegar a cobrar venganza por la ofensa que se le había inferido, intentando recuperar el espacio que a lo largo de los años y a costa de tan grandes esfuerzos le había sido arrebatado.

Tlacaélel y Moctezuma decidieron consultar a Nezahualcóyotl acerca de las medidas que podrían adoptarse para evitar en el futuro otra inundación de tan graves consecuencias como la que estaba padeciendo la capital azteca. Tras de estudiar cuidadosamente el problema, el rey de Texcoco presentó un audaz proyecto para lograr un control efectivo de todos los lagos existentes en el Valle del Anáhuac. El proyecto en cuestión consistía en separar las aguas dulces de las saladas, canalizar el agua potable que brotaba en Chapultépec para llevarla a Tenochtítlan, y construir una vasta red de diques en todo el Valle que permitiese una regulación integral de las aguas, así como un adecuado aprovechamiento de éstas para fines agrícolas.

Las autoridades tenochcas aprobaron el plan de Nezahualcóyotl y dieron comienzo de inmediato a su ejecución. Cuando finalmente, después de ímprobos esfuerzos, fue concluido el ambicioso proyecto —en el corto plazo de unos cuantos años, gracias a la gran cantidad de recursos de que el Imperio podía echar mano— tanto los aztecas como el Rey de Texcoco contemplaron su obra con orgullosa satisfacción y celebraron su conclusión con toda clase de festejos.
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No habían transcurrido muchos años después de aquél en que ocurriera la inundación, cuando sobrevino un periodo de sequías particularmente intenso que afectó a todo el territorio controlado por los aztecas, así como a las regiones circunvecinas, y que se prolongó a lo largo de varias temporadas agrícolas, ocasionando considerables pérdidas en las cosechas, ya que con excepción de las tierras que eran regadas utilizando las aguas almacenadas en los lagos, todas las siembras basadas en las lluvias de temporal se malograban irremisiblemente una y otra vez.

Durante la época de transición comprendida entre la desaparición del Segundo Imperio Tolteca y la restauración del Poder Imperial por los aztecas, siempre que la sequía había afectado durante periodos prolongados a extensas regiones había sido origen de fatales consecuencias, incluyendo en algunas ocasiones la extinción, por hambre, de poblaciones enteras. La causa de ello era que la producción agrícola de los señoríos apenas bastaba para satisfacer las necesidades ordinarias de su propio autoconsumo, pero cuando sobrevenía una sequía y se producía una pérdida total de las cosechas, la población se veía obligada, para poder subsistir, a consumir una gran parte de los granos destinados a las nuevas siembras. Cuando la sequía se prolongaba por varios años la situación adquiría proporciones de una auténtica catástrofe: numerosos pueblos emigraban en masa buscando trasladarse a regiones en donde fuera posible sobrevivir alimentándose de raíces o de la caza de pequeños animales; la movilización de las poblaciones suscitaba sangrientos conflictos entre los recién llegados y los antiguos pobladores de las regiones más disputadas, derivándose de todo ello una pavorosa desolación en extensas regiones, que a veces se prolongaba durante varios decenios después de haber concluido la sequía.

Una de las primeras providencias adoptadas por las autoridades tenochcas, desde la época de Itzcóatl, había sido la construcción de enormes bodegas en las cuales se almacenaban importantes dotaciones de granos, destinadas no sólo a ser utilizadas en las siembras futuras, sino como reserva de alimento para cuando se malograsen las cosechas por cualquier causa; esto había sido posible en virtud de la creciente prosperidad del Reino y del mayor aprovechamiento de obras de riego que permitían la obtención de cosechas aun en épocas de carencia de lluvias.

Al sobrevenir la grave y prolongada sequía durante el gobierno de Moctezuma, los aztecas hicieron uso primeramente de sus vastas reservas de granos, al agotarse éstas y continuarse perdiendo sucesivamente las cosechas de temporal por la falta de lluvias, aplicaron una serie de bien planeadas medidas con el fin de disminuir, en lo posible, los daños derivados de la difícil situación por la que atravesaban. Se estableció un estricto racionamiento de la distribución de los alimentos, dándose prioridad a los niños y a las mujeres embarazadas, se utilizaron las reservas de oro y la totalidad de la producción artesanal para trocarlas por las mayores cantidades posibles de granos que era dable adquirir en las apartadas regiones que no habían sido afectadas por la sequía, finalmente, se incrementaron al máximo las obras de riego que permitían el empleo para fines agrícolas de las aguas de los lagos del valle, ya que ello garantizaba, al menos, la suficiente dotación de semillas para llevar a cabo una nueva siembra. En esta forma, los efectos producidos por la atroz sequía, sin dejar de ser graves y de ocasionar calamidades sin cuento a los habitantes de una extensa zona, no alcanzaran, ni mucho menos, las devastadoras proporciones de otras ocasiones. La organización socio-política y económica del Imperio se mantuvo firme, poniendo de manifiesto una gran eficiencia para hacer frente a esta clase de dificultades.

Tras de siete años de continuas sequías se produjo al fin el tan esperado cambio en la conducta de las nubes, las cuales proporcionaron agua en abundancia, permitiendo con ello la obtención de magníficas cosechas, tanto de granos como de frutas y legumbres.

Superadas las crisis con que la naturaleza parecía haber querido probar la solidez del nuevo Imperio, se inició para éste una era de ininterrumpida prosperidad en todos los órdenes de su existencia.

Capítulo XV
A LA BÚSQUEDA DE AZTLÁN

Una vertiginosa y radical transformación se estaba operando en la fisonomía de la capital azteca. Transmutando una pasajera desgracia en un permanente beneficio, las autoridades imperiales habían aprovechado la oportunidad que les brindara la inundación que tan graves daños causara a Tenochtítlan, para iniciar toda una serie de obras tendientes a convertir a la hasta entonces modesta ciudad en la digna sede de un poderoso Imperio.

En primer lugar se elaboró un bien meditado proyecto de urbanización y remodelación integral de la ciudad. Una vez aprobado, dio comienzo la gigantesca tarea: se trazaron anchas y firmes avenidas, se desasolvaron canales y reforzaron los muros de contención, se reedificaron multitud de casas y se ampliaron considerablemente los barrios que integraban la metrópoli, se inició la construcción de auténticos palacios, entre los que destacaban, por su particular belleza y grandiosidad, la residencia del Emperador y la Casa de la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres; finalmente, en la gran Plaza Central, en el mismo sitio donde sus errantes antepasados habían concluido el largo peregrinaje al encontrar el águila devorando a la serpiente, los aztecas comenzaron a edificar un templo de majestuosas proporciones.

Una vez al mes, sin más compañía que la de algún sirviente, Tlacaélel acostumbraba atravesar la ciudad para llegar hasta la casa donde antaño estuviera el taller de Yoyontzin. El anciano alfarero ya había fallecido, pero Técpatl, el genial escultor, continuaba laborando en aquella casa.

El taller de Técpatl era ahora el sitio de reunión predilecto de todos los artistas, no sólo de los que habitaban dentro de los confines del Imperio, sino incluso de los que moraban en apartadas regiones todavía fuera de su dominio, los cuales efectuaban penosas travesías para conocer al famoso escultor y permanecer largas temporadas a su lado, colaborando con él en alguna de sus extraordinarias creaciones. Este constante ir y venir de artistas pertenecientes a muy diferentes tradiciones culturales, permitía una incesante confrontación de las más variadas corrientes artísticas y daba origen a la formulación de toda clase de proyectos, muchos de los cuales se veían posteriormente realizados en diversos talleres y poblaciones.

El incesante crecimiento del Imperio Azteca originó la necesidad de introducir importantes cambios en el sistema utilizado hasta entonces para capacitar a los jóvenes que integraban al ejército, consistente en combinar los periodos de instrucción y entrenamiento que tenían lugar en los cuarteles, con la experiencia práctica adquirida a través de su participación en los combates.

Las campañas militares, que en un principio se desarrollaban siempre en lugares cercanos a la capital azteca, comenzaron a efectuarse en apartadas regiones, obligando con ello a los integrantes de los ejércitos a permanecer fuera de su base de operación durante periodos cada vez más prolongados.

Previniendo que esta situación habría de acentuarse conforme se fueran ensanchando los límites del Imperio, las autoridades tenochcas idearon una solución que permitiría a los nuevos reclutas continuar su entrenamiento regular en los cuarteles y tomar parte en combates librados en lugares situados a distancias que no resultasen demasiado alejadas de los mismos.

Hacia el Oriente del Anáhuac existían los señoríos de Tlaxcallan, habitados por pueblos particularmente valerosos y diestros en el manejo de las armas.

Los territorios ocupados por estos pueblos aún no habían sido invadidos por los ejércitos de Moctezuma, sin embargo, su definitiva incorporación al Imperio era considerada por todos como una simple cuestión de tiempo. Los señoríos de Tlaxcallan se encontraban rodeados por doquier de provincias tenochcas, imposibilitados por tanto de concertar cualquier alianza que les permitiese la esperanza de presentar resistencia con algunas probabilidades de éxito.

La fecha para iniciar la campaña que tenía por objeto lograr el sojuzgamiento de los indómitos habitantes de Tlaxcallan había sido ya fijada, cuando las autoridades imperiales decidieron dar un nuevo giro a los acontecimientos y ofrecieron a los gobernantes de estos señoríos respetar la independencia y autonomía de sus territorios, siempre y cuando se comprometieran a presentar combate a los ejércitos que los aztecas mandarían periódicamente en su contra, en la inteligencia de que dichos ejércitos no tendrían como misión convertir a Tlaxcallan en provincia del Imperio, sino tan sólo efectuar batallas que sirvieran a un tiempo como entrenamiento a sus jóvenes guerreros y como un medio de capturar prisioneros para los sacrificios.

Los gobernantes de Tlaxcallan analizaron fríamente el ofrecimiento de los tenochcas y llegaron a la conclusión de que éste entrañaba un mal comparativamente menor al que se produciría como consecuencia de la conquista lisa y llana de sus territorios, así pues, optaron por celebrar un singular pacto con sus oponentes, en virtud del cual, periódicamente se llevarían a cabo guerras previamente programadas —a las que se dio el nombre de “floridas”— y cuyo objeto sería, como ya ha quedado dicho, la capacitación de los jóvenes aztecas que se iniciaban en la carrera de las armas y la obtención de un buen número de víctimas para los sacrificios.

Sin que fuera posible determinar con precisión en qué momento y en dónde se había planteado por vez primera tan problemática cuestión, el pueblo azteca comenzó a preguntarse con creciente inquietud lo que ocurriría el día en que los ejércitos tenochcas, en su arrollador avance, llegasen hasta las blancas tierras de Aztlán, esto es ¿qué clase de relaciones deberían establecerse entre ambas entidades? ¿Pasaría Aztlán a formar parte del Imperio o se respetarían su integridad y autonomía?

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