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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (24 page)

Pero la insurrección de Vendée quedó aplastada y, a finales de diciembre, el general Westerman pudo escribir a la Convención aquella enérgica carta, con una robusta pluma: «Vandée ya no existe, ha muerto bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus hijos. Acabo de enterrarla en las marismas de Savenay, siguiendo vuestras órdenes. He aplastado a los niños bajo las patas de mis caballos, he masacrado a las mujeres para que no den a luz más bandidos. No tengo ni un solo prisionero que reprocharme».

La Revolución también fue eso: una terrible violencia, llamada el Terror; el idealismo fraternal se transformó en un espíritu guerrero. Su canto más significativo me el estribillo de
La Carmagnole,
sobre el que conviene reflexionar: «¿Qué quiere un verdadero republicano? Quiere plomo, hierro, pan. Hierro para trabajar, plomo para vengarse, y pan para sus hermanos. ¡Viva el ruido del cañón! ¡Eso es bueno! ¡Bailemos
La Carmagnole!
¡Viva el ruido del cañón!».

Cuesta imaginarse a un socialista francés de nuestra época cantando eso. Sin embargo, tampoco hay que exagerar la amplitud del Terror. Hay mucho «revisionismo» en el aire sobre esta cuestión. Por ejemplo, la idea de moda que afirma que la Revolución habría marcado los principios del totalitarismo es anacrónica.

Robespierre vivía en el seno de una familia de artesanos y se desplazaba por las calles a pie y sin guardia. El riesgo de caos y anarquía, las invasiones, la traición de la nobleza (desde un punto de vista nacional; su fidelidad a la monarquía desde otro punto de vista), excusan en parte aquellas licencias, en las que el miedo de los reyes y los aristócratas desempeñó un papel tan importante como el entusiasmo del pueblo.

La Revolución quiso cambiar el mundo. Inventó su propio calendario, el calendario republicano, con poéticos nombres («nivoso» evoca la nieve, «vendimiarlo», la vendimia, «brumario», las brumas, «termidor», el calor), para contar los años, como en Roma, a partir de su fundación. Aquel calendario estuvo en funcionamiento diez años.

La pasión revolucionaria dominante fue la de la igualdad, más que la de la libertad: igualdad de oportunidades, igual posibilidad a todo el mundo para acceder al Gobierno. (Dos de las tres palabras del lema francés actual aluden a la igualdad: «Igualdad» y «Fraternidad»-) Paradójicamente, la Revolución también fue un extraordinario vivero de talentos políticos, científicos y militares. Una nueva clase llegaba al poder: la burguesía. La oscuridad de nacimiento, según la antigua fórmula de Pericles, ya no era un límite para las ambiciones (numerosos mariscales del Imperio serán de origen modesto).

El 26 de junio de 1794, en Fleures, Jourdan aplastó a los ejércitos monárquicos. Para sorpresa general, a pesar de la emigración de la nobleza, unos hombres nuevos habían surgido del pueblo francés y habían vencido rebeliones e invasiones. La prueba de que la Revolución no fue la invención del totalitarismo se deduce de estos hechos: una vez cumplido su trabajo, la dictadura no pareció necesaria a la República. La Revolución (al contrario que la siguiente, la de los soviéticos) no era un fin en sí misma. Por no haberlo entendido a tiempo, la Asamblea derrocó a Robespierre el 9 de termidor del año II (el 27 de julio de 1794) y al día siguiente fue guillotinado.

La Convención victoriosa, tras haber firmado con los reyes el tratado de Bale el 5 de abril de 1795 (el que establece el Rin y los Alpes como fronteras de Francia) y después de haber reprimido las reacciones extremistas (el 20 de mayo, el 1 de pradial) y monárquicas (el 5 de octubre, 13 de vendimiario), se disolvió el 20 de octubre de 1795, dejando operativa una Constitución moderada, la del Directorio. Consciente del trabajo cumplido, la República escapaba para siempre del Terror.

Capítulo
20
El Imperio

E
L MINISTRO
austríaco Metternich, experto irrecusable, decía a menudo: «Napoleón es la Revolución en persona». El período revolucionario francés se extiende desde 1789 hasta 1815; es absurdo querer suprimir la epopeya napoleónica.

La despiadada Convención (la balanza se había inclinado en el otro sentido) había establecido para sucederle un régimen demasiado débil, el Directorio. Compuesto por dos asambleas —el Consejo de los Quinientos y el de los Ancianos— y por un Gobierno evanescente de cinco directores (de ahí procede su nombre), el Directorio llevaba un mal control de lo que vino a continuación del temporal revolucionario.

La República seguía siendo terrible en el exterior, pero en el interior no conseguía controlar las crisis económicas, financieras y sociales.

Prusia se había retirado de la coalición, pero Austria e Inglaterra no se desarmaban.

La segunda coalición amenazaba a Francia: la guerra continuaba.

Un joven oficial se ilustró en estos combates.

Napoleón Bonaparte, nacido el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, Córcega (un año después de que la ciudad de Génova hubiera vendido la isla a Francia), fue en un principio un nacionalista corso: «Yo nací cuando la patria [Córcega] perecía», escribió.

La monarquía quería vincularse con la nobleza de la isla. El padre de Napoleón, que soportaba las cargas de una familia numerosa, aceptó que sus hijos se beneficiaran de unas becas de estudio. Por ello, el joven Napoleón fue internado en Brienne, en Champaña (sus compañeros le apodaban «La paja en la nariz»), donde aprendió francés (aunque siempre conserve su acento). De la Escuela Militar de París salió como subteniente de artillería.

Siendo pobre, leía mucho, estaba abierto al pensamiento de la Ilustración, era un apasionado discípulo de Rousseau, más tarde, cuando envejeció lo fue de Voltaire. La Revolución fue su oportunidad: los nobles fieles a la República, muy pocos, ascendían. Napoleón contribuyó, con su extraordinario manejo de la artillería, a recuperar Toulon de manos de los ingleses. Fue nombrado general. Entre tanto, su padre había muerto. Ironías del destino: Bonaparte, nombrado subteniente a través de un decreto firmado por Luis XVI, fue ascendido a general por Robespierre, a petición del hermano del dictador Robespierre el joven. Tras la caída del «Incorruptible», Napoleón pasó unos días en prisión. Rápidamente liberado, vagó sin empleo por París.

Pero la Revolución necesitaba militares competentes. El dictador Barras se fijó en él y le confió la represión de una revuelta monárquica (la de vendimiario). Como Barras quería separarse de su amante, empujó a ésta a los brazos del joven general. Josefina Beauharnais, una noble criolla nacida en La Martinica cuyo marido había sido guillotinado bajo el régimen del Terror, era una viuda mayor que Bonaparte, madre de dos hijos, pero aún seductora. A Napoleón, que nunca había conocido a una mujer al margen de los amores platónicos o vulgares (con las chicas del Palacio Real), le conquistó y se casó con ella. Como regalo de boda, Barras le dio el mando del ejército de Italia; el general, dejando plantada en ese momento a Josefina, se incorporó de inmediato a su puesto.

El llamado ejército de Italia (de hecho, estaba acampado más arriba de Niza) contaba con pocos hombres (treinta mil), sin uniforme y mal equipados. Todas las fuerzas de la República estaban concentradas en el Rin, donde se temía el principal ataque imperial. Los austríacos ocupaban la llanura del Po, pero no se movían de allí. Bonaparte utilizó con sus hombres el lenguaje de la verdad: «Soldados, estáis mal vestidos, mal alimentados, el Gobierno no puede pagaros. En lugar de lamentaros, mirad al otro lado de los Alpes: las llanuras más ricas del mundo os esperan. Venid conmigo. Soldados de la República, ¿os faltará valor?».

El ejército había encontrado un jefe. Sus oficiales también: los generales subalternos, veteranos de las primeras guerras de la Revolución como Masséna o Augereau, vieron no obstante con desconfianza llegar a aquel generalito de salón, mucho más joven que ellos. Él les subyugó. «Este tipo casi me da miedo», confesó Augereau, quien no temía a nada ni a nadie.

Bonaparte, en su campaña de Italia, se reveló como un formidable estratega. «Un ejército —decía— es su masa multiplicada por su velocidad.» Por lo tanto, lo más rápido posible, franqueó los Apeninos, forzó a los piamonteses al armisticio y arrolló a los austríacos en unas brutales batallas. Éstos siempre creían que estaba delante de ellos, cuando en realidad estaba detrás. En
La cartuja de
Parma,
Stendhal resume con una frase la impresión que produjo en las opiniones de aquella época: «El 15 de mayo de 1796, al entrar en Milán a la cabeza de su joven ejército, Bonaparte iba a mostrar al mundo que, después de tantos siglos, Alejandro y César tenían un sucesor». Una carta que él mismo escribió al Directorio dice mucho más sobre el nuevo cesar que todos los comentarios:

Cuartel General de Plaisance, 9 de mayo de 1796:

Por fin hemos cruzado el Po... Beaulieu [el general austríaco que tenía cuarenta años más que su rival] está desconcertado. Hace mal sus cálculos y cae constantemente en las trampas que se le tienden; una victoria más y seremos los dueños de Italia.

En el momento en que detengamos nuestros movimientos, mandaremos vestir con nuevos uniformes al ejército. Sigue estando que da miedo, pero engorda. Los soldados comen pan de Gonesse y carne en cantidad. La disciplina se restablece todos los días, pero en ocasiones hay que ordenar algún fusilamiento, porque son hombres intratables a los que no se puede dominar.

Lo que hemos capturado del enemigo es incalculable. Cuantos más hombres me envíe, con más facilidad los alimentaré.

Le envío veinte cuadros de los primeros maestros, de Corregio y de Miguel Ángel. Le agradezco particularmente las atenciones que tenga a bien conceder a mi esposa. Se la recomiendo: es una sincera patriota y la amo hasta la locura...

Puedo enviarle una docena de millones. Esto no le vendrá mal para el ejército del Rin. Envíeme cuatro mil jinetes sin sus caballos; yo se los proporcionaré aquí. No le oculto que, desde la muerte de Stengel, ya no queda un oficial de caballería que luche. Me gustaría que pudiera enviarme dos o tres generales adjuntos que tengan prisa y una firme resolución de nunca ordenar estratégicas retiradas.

Esa carta lo dice todo. Bonaparte habla al Gobierno con autoridad. No esconde su pasión por Josefina. Saquea los tesoros de Italia porque tenía gusto (muchas de aquellas obras hoy están en el Louvre). Restaura la disciplina, envía dinero al Gobierno en lugar de pedirlo —algo inaudito en un general—. Demuestra su ardor cuando habla de oficiales de caballería «que tengan prisa» y se ríe de las «estratégicas retiradas», a las que tenían gran afición los ejércitos tradicionales.

En una serie de marchas y contramarchas —«hay que hacer la guerra con los pies», decía a los soldados; de hecho la renovación del calzado será para Napoleón una constante preocupación—, coleccionó una sucesión de victorias que se cuidó mucho de ensalzar. Era un artista en comunicación. Pasó los Alpes por encima de Venecia y fue a acampar a cien kilómetros de Viena. El emperador se inquietó, Bonaparte le impuso, sin apenas consultar con los ministros, la Paz de Campoformio en octubre de 1797. Luego regresó triunfante a París, donde bautizaron la plaza de las Victorias en su honor; no obstante, simulaba modestia.

El Directorio estaba feliz con las victorias, pero horrorizado con el general victorioso. Entonces, el Gobierno ideó la expedición a Egipto. Un doble golpe: ponía nerviosa a Inglaterra, la única en liza, al cortarle la ruta de la India, y alejaba a un general del que sospechaba que pudiera tomar el poder.

Bonaparte era demasiado astuto como para ignorar las segundas intenciones del Gobierno, pero sabía que todavía no era su momento. Además, estaba fascinado con Oriente. En definitiva, lo aceptó. Y llevó a cabo, de mayo de 1798 a octubre de 1799, su famosa campaña de Egipto.

A pesar de la escuadra inglesa de Nelson, la flota francesa que transportaba al ejército cruzó el Mediterráneo sin incidentes, conquistando Malta a su paso, y desembarcó al cuerpo expedicionario cerca de Alejandría, que la tomó con facilidad. Luego, siguiendo la ruta del desierto, el ejército se dirigió hacia El Cairo. Al pie de las pirámides le esperaba la caballería mameluca. Los mamelucos constituían una oligarquía bajo la soberanía feudal, más honorífica que real, del Imperio otomano. Eran los mejores jinetes del mundo. Cada mameluco combatía heroicamente (el islam es una religión heroica, ya lo hemos señalado), pero sin una auténtica unión con los demás: cada uno para sí y Alá para todos, podría decirse.

Los jefes mamelucos habían permitido a los franceses, que marchaban a pie, avanzar hasta El Cairo para derrotarles mejor. Subestimaron y despreciaron las fantasías ateas de la Revolución. Cargaron blandiendo las cimitarras y gritando «Dios es grande». Frente a ellos, Bonaparte no necesitó ninguna estrategia. Aquella batalla de las pirámides, de julio de 1798, fue un enfrenta-miento entre caballeros de la Edad Media y un ejército de finales del siglo XVIII. El «desfase temporal» era menor que el que separaba a los conquistadores de Pizarro de los soldados incas. Sin embargo, fue devastador. La infantería revolucionaria se enfrentó a ellos agrupados en cuadrados. Se oía a los oficiales dar las órdenes con tranquilidad: «Dejad que se acerquen. Primera línea, fuego. Segunda línea, fuego. Batería número uno, fuego. Batería dos, fuego... Que cese el fuego. Para indicar un desplazamiento de cien metros hacia la derecha del cuadrado de hombres, sonaban tambores, etcétera». Aterrorizados, los mamelucos que sobrevivieron huyeron. Bonaparte entró en El Cairo como el sultán vencedor, el «sultán Kebir».

Aquella batalla, que sólo tenía una importancia militar limitada, tuvo una importancia psicológica inmensa. El islam se quedó estupefacto y, de pronto, fue consciente de que los europeos habían conquistado el mundo sin que ellos se dieran cuenta.

Napoleón era el nuevo Alejandro. Hombre de la Ilustración y de la Revolución, «Diderot a caballo». Después de Italia, hizo que se le recibiera en el Instituto de Francia. Había llevado consigo a decenas y decenas de sabios miembros del Instituto. Aquellos investigadores redescubrieron, alucinados, los monumentos del antiguo Egipto, sepultados bajo la arena. Crearon la egiptología y organizaron el valle del Nilo. Los soldados se contentaban con grabar sus nombres en las columnas de Luxor o de Asuán. Todavía se pueden ver: «Caporal Dupont, segundo subbrigada»...

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