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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (26 page)

La historia de la Revolución parecía terminada. Pero no lo estaba. Los monárquicos en el poder se mostraron tan torpes y despreciables, sin «haber aprendido ni olvidado nada», que la población francesa se volvió de nuevo revolucionaria. Desde la isla de Elba, Bonaparte observaba aquel giro. Esperó nueve meses.

El 1 de marzo de 1815, desembarcó en Provenza con algunos veteranos que le habían dejado y se lanzó a los Alpes. Luis XVIII envió un regimiento para detenerle.

El encuentro tuvo lugar delante de Grenoble. Pero se trataba de un regimiento que había estado bajo las órdenes del emperador. Jugándose el todo por el todo, Napoleón avanzó solo hacia los soldados y les gritó: «¿Quién de vosotros quiere matar a su emperador?». Los soldados le alzaron triunfante. El resto del camino hacia París sólo fue una formalidad. Ney se unió. El rey huyó. Y Bonaparte entró en las Tullerías rodeado de la alegría popular y acompañado por los acordes de la
Carmagnole.
Entonces se restauró la República popular. Se conoce aquel episodio con el nombre de los Cien Días. Los monárquicos, que no podían aceptar aquello, se rearmaron.

El 18 de junio de 1815, Napoleón, a pesar de una hábil estrategia, perdió su primera batalla en Waterloo. Por la noche abandonó el campo de batalla y volvió a París. En el momento en que admitió que todo estaba perdido, pidió asilo a los ingleses y se refugió en uno de sus barcos. Los ingleses tuvieron la bajeza de enviarle a pudrirse en una malsana islita de la inmensa África, Santa Elena, en donde murió en 1821, probablemente de paludismo. Luis XVIII había vuelto a París. Santa Elena añadió a la gloria militar y civil de Napoleón la del mártir: si Bonaparte hubiera muerto de viejo en América, su leyenda habría sido menos completa. Hay que señalar que el 18 de junio es una fecha especial para Francia: el 18 de junio de 1429, Juana de Arco; el 18 de junio de 1815, Waterloo; el 18 de junio de 1940, De Gaule. Esto es lo que Chateaubriand escribió sobre los Cien Días (el autor de
Memorias de ultratumba
era monárquico, pero sensible a la grandeza):

El uno de marzo, a las tres de la mañana, Napoleón aborda la costa de Francia en el golfo Juan. Desciende, recoge violetas y acampa bajo los olivos. Se lanza a las montañas...

En Sisteron, veinte hombres le hubieran podido detener. No encuentra a nadie. Avanza sin obstáculos... En el vacío que se forma alrededor de su gigantesca sombra, si entra algún soldado, inevitablemente es atraído por él... Sus enemigos, fascinados, no le ven... Los sangrientos fantasmas de Arcole, de Marengo, Austerlitz, Iéna, Friedlan, Eylay, Moscú, Lützen, Bautzen forman un cortejo de millones de muertos… Resultó menos sorprendente cuando Napoleón cruzó el Niemen, a la cabeza de cuatrocientos mil soldados de infantería y de cien mil caballos, para hacer saltar por los aires el palacio del zar en Moscú que cuando, tras romper el bando y tirar su espada a la cara de los reyes, fue solo de Cannas a París, a dormir plácidamente en las Tullerías.

¿Hay algo que añadir a esto?

El más grande capitán de la Historia, «el dios de la guerra en persona», también fue un hábil hombre de Estado, el del Código Civil. Fue un «comunicador» genial (sin necesitad de gabinetes de comunicación) que impuso su inmortal «logo»: en medio de los abigarrados mariscales, con uniformes relumbrantes (Ney, Murat), un hombrecillo vestido con redingote gris, sin insignias (excepto la de la Legión de Honor que él mismo creó), con su célebre sombrero. Wellington decía: «Ese sombrero vale cien mil hombres».

Es ridículo comparar a Napoleón con Hitler, incluso aunque ambos dominaran parcialmente Europa. Napoleón no era un fanático racista, era un hombre de la Ilustración, un Voltaire o Diderot con casco. Nunca mató si no fue por las exigencias de la guerra (salvo al duque de Enghien) y no abrió campos de concentración. Sus enemigos —Chateaubriand, la señora de Staël— le admiraron.

Prototipo de la promoción por mérito propio, icono del éxito individual, Napoleón es profundamente moderno. Ejerce una inmensa fascinación.

A pesar de los centenares de miles de muertos en combate, los franceses no le guardan rencor, puesto que lo colocaron en los Inválidos. Gracias a él, los principios de la Revolución sobrevivieron y el período imperialista de Francia fue brillante.

La desmesura perdió a Napoleón. Pero, sin un punto de desmesura, ¿habría podido Bonaparte convertirse en Napoleón el Grande?

Capítulo
21
Las «réplicas» de la Revolución. El fracaso de las restauraciones

U
N GRAN TEMBLOR
de tierra, después de la principal y destructora sacudida, tiene una sucesión de «réplicas» de menor intensidad.

Así, el siglo XIX fue acompasado por el ritmo de las «réplicas» de la Gran Revolución. El siglo empezó después de Waterloo, con el congreso de Viena, y acabó con la guerra de 1914. En Viena, reunidos en un congreso, los vencedores de la Revolución —prusianos, austríacos, rusos e ingleses— pensaron despedazar Francia.

En buena hora, Talleyrand representaba en aquel congreso al país vencido. Era un personaje extraño y temible. Había pasado, y todavía pasará, por todos los regímenes: ministro de Asuntos Exteriores de Bonaparte, le traicionó a tiempo para convertirse en el del rey Borbón. Victor Hugo escribió sobre él: «Era noble como Gondi, exclaustrado como Fouché, espiritual como Voltaire y cojo como el diablo». En Viena, Talleyrand supo enfrentar a los reyes vencedores entre sí, mientras Francia recuperó, más o menos, los límites que tenía con Luis XVI, perdiendo sólo la orilla izquierda del Rin y Bélgica.

El siglo XIX estuvo marcado por la supremacía naval británica (supremacía que se mantendrá hasta Pearl Harbor, en 1941) y por la amenaza revolucionaria francesa. Los reyes vigilaban Francia de cerca, pero, en aquella época, el inmenso París era incontrolable. Inglaterra dominaba, Francia preocupaba.

Instruido por la desafortunada experiencia de los Cien Días, Luis XVIII, a su vuelta al trono, impuso a los monárquicos concesiones decisivas. Así, renunció a revisar la reforma agraria revolucionaria que había dotado a Francia de una clase media de campesinado. Subrayemos al respecto que éste es precisamente el motivo por el que la caza en Francia es una actividad popular, algo que no entienden los ecologistas. En 1789, los campesinos franceses lograron el derecho a cazar y a tener fusiles; ahora no quieren renunciar a ello. En Inglaterra o en Prusia, la caza se ha mantenido como un privilegio de los nobles
{landlords, junkers)
y el pueblo se ríe de ellos.

Además, Luis XVIII supo conservar la organización napoleónica del Estado (Consejo de Estado, Tribunal de Cuentas, departamentos y prefecturas), la Carta se inspiraba en la Constitución de los Cien Días (una cámara baja elegida por sufragio censatario, una cámara alta —los pares—, un ministerio) y en el Código Civil. Su prudencia fue recompensada: en 1824, Luis XVIII moría en el trono.

Le sucedió Carlos X. Recordemos que Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X eran hermanos.

La primera «réplica» revolucionaria se produjo en América Latina. Las revoluciones de América están estrechamente vinculadas a la Revolución francesa. La revolución de Estados Unidos la precedió, la de América del Sur la siguió.

Hacia 1820, los intelectuales, oficiales y pequeños nobles latinoamericanos estaban impregnados de las ideas de la Revolución francesa. Ante de Waterloo se desencadenaron, casi por todas partes, revueltas contra España, que todavía dominaba el continente desde California hasta Chile. Los más conocidos de aquellos “republicanos” —los
libertadores

fueron Bolívar (1783-1830), Sucre, Miranda y San Martín.

En 1824, las tropas españolas fueron aniquiladas en Perú y en Ayacucho. Esta excepción a la regla más arriba señalada, la de los fracasos de las guerrillas, se explica por la decadencia de la monarquía española: los castellanos, bastante motivados para luchar contra Napoleón, no lo estaban tanto para defender su Imperio. Sin embargo, España consiguió conservar tres importantes colonias: Cuba, Puerto Rico y, en el Pacífico, las Filipinas. En cualquier caso, la revolución suramericana cometió dos faltas graves.

En primer lugar, la falta de unión. Bolívar no consiguió mantener la unidad del Imperio, que se fraccionó en repúblicas independientes y en competencia: México, Perú, Colombia, Venezuela, Chile, Argentina, Bolivia, por citar sólo a las principales.

A continuación, y la más grave, el
apartheid:
aquellas insurrecciones contra la Madre Patria fueron revueltas de colonos (como en Estados Unidos), a los indios prácticamente no se les involucró. En América del Norte eran poco numerosos, pero en América latina, en donde seguían viviendo millones de campesinos mexicanos o incas, aquello era un problema mayor.

Estos dos males siguen teniendo actualidad. Latinoamérica permanece dividida en una veintena de Estados. Los indígenas (los indios) todavía participan muy poco en los gobiernos. Muchas de las sediciones contemporáneas son étnicas, la de Sendero Luminoso en Perú, o Chiapas en México. La Iglesia católica tiene mucho que ver en este asunto (puesto que los indígenas se convirtieron al catolicismo), y se encuentra dividida entre los poderes y la «Teología de la liberación», que empuja a algunos sacerdotes hacia el maquis. Los denominados protestantes fundamentalistas tienen un gran éxito.

En Brasil, la América portuguesa, la historia fue mejor. Ya hemos señalado la ausencia casi total de racismo entre los colonizadores portugueses. El rey de Portugal, en el momento de la ocupación de Lisboa por Junot, había huido a Río. Después de Waterloo, el rey Bragança regresó a Lisboa, pero dejó en Brasil a su hijo como soberano.

Dom Pedro tuvo el buen juicio de declarar Brasil independiente en 1822, y Portugal de no oponerse a ello. Pero hasta 1888 la República no sustituirá en Brasil a la monarquía. Por esto, la América portuguesa no se dividió. Por otra parte, la mezcla de razas fue más armoniosa allí que en la América española: portugueses, indios y muchos negros africanos llegados con la trata. Quizá éstas sean las razones que explican por qué en la actualidad Brasil es la única potencia mundial de América del Sur: los ciudadanos, a pesar de las sangrientas luchas sociales, están más integrados nacionalmente. El mercado y la industria se benefician de esta integración. Brasil vende café pero fabrica aviones, aunque la injusticia social sea grande.

Grecia también es hija de la Revolución.

Desde hacía mucho tiempo, los cristianos ortodoxos de los Balcanes se rebelaban contra los turcos, y Europa se mantenía completamente indiferente a la suerte de aquéllos.

Con la Revolución, el «derecho de los pueblos a disponer de sí mismos» y la vuelta de antiguos recuerdos hicieron más sensibles a los intelectuales europeos sobre la desgracia de los helenos. Cuando en 1821, éstos se rebelaron y crearon en Epidauro una Asamblea, los escritores de Francia (Victor Hugo) y de otros países se pusieron de parte de los griegos. El famoso poeta inglés lord Byron murió en 1824 en aquellas costas, en Misolongui. Los gobiernos se pusieron en movimiento. Gran Bretaña, Francia y Rusia aplastaron a la flota otomana en 1827, en Navarín. Una porción del mundo griego se declaró independiente en 1830 —primera alteración a la antirrevolucionaria Santa Alianza—. El derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos resulta muy peligroso para las viejas monarquías. Desde ese momento, las potencias impusieron a Grecia un príncipe bávaro como rey.

En Bélgica se representaba un guion semejante. Tras Waterloo, Holanda había anexionado el país. Pero los belgas, entonces dominados por los valones francófonos y los flamencos católicos, no se adaptaban.

Sus Estados Generales reclamaron la separación de Holanda. El 4 de octubre de 1830, Bélgica fue reconocida como Estado independiente (segunda alteración de los principios del congreso de Viena). Sin embargo, las monarquías consiguieron que el país asumiera un régimen monárquico, y no republicano. Y se ciñó la corona un príncipe de Sajonia Coburgo, convertido en rey de los belgas: Leopoldo. Inglaterra había aceptado a Bélgica como un estado tapón contra Francia. Aquel Estado, declarado neutral, proporcionaba a los británicos la garantía de que el puerto de Amberes —«Una pistola apuntado al corazón de Inglaterra»— no le amenazaría.

El Estado belga, creado por cuestiones de estrategia, a duras penas conseguía superar el enfrentamiento entre flamencos de lengua neerlandesa y valones francófonos. La
Piazza
Mayor de Lieja se llama Plaza de la República Francesa. Este enfrentamiento todavía dura.

En Francia, Carlos X, el último superviviente de la rama francesa de los Borbones, distaba mucho de tener la inteligencia de su hermano Luis XVIII. Era apuesto y buen jinete, pero estúpido. Al intentar restablecer algunas leyes del Antiguo Régimen, desencadenó una grave «réplica» de las jornadas revolucionarias de antaño: los «Tres Gloriosos». Los días 25,26 y 27 de julio de 1830, el pueblo de París se sublevó contra las ordenanzas que el rey había establecido. Éste no pudo reprimir la revuelta. El 5 de julio de ese mismo año había enviado a su ejército a conquistar Argel. Carlos X abdicó y siguió el camino del exilio. Su caída significó el fin del reinado de los Borbones en Francia.

Entonces, la burguesía liberal subió al trono a un príncipe de Orleans que pasaba por no ser antirrevolucionario, Luis Felipe. En aquella época, los reyes de Europa todavía no estaban dispuestos a aceptar la vuelta a Francia de la República.

La monarquía de Luis Felipe fue un mero trámite. No fue coronado «Rey de Francia» (como lo fue Carlos X), sino designado «rey de los franceses». La fianza de La Fayette (sí, el de América) proporcionó seguridad a los intelectuales de carácter liberal de la «monarquía de julio». Luis Felipe llegará a reinar durante dieciocho años rodeado de primeros ministros con talento —como Guizot, el portavoz en los asuntos de negocios, cuyo eslogan sigue siendo famoso: «Enriquézcase usted».

El reinado del rey burgués coincidió con una extraordinaria mutación técnica: la primera Revolución industrial. La máquina de vapor de Denis Papin se convirtió en la locomotora. Las líneas de ferrocarril (París-Orléans) se inauguraron gracias a la fuerza del vapor. Las manufacturas se transformaron en fábricas con humeantes chimeneas —triunfo del carbón, que proporciona energía, y del hierro, que sustituye a la madera.

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