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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Toda una señora / El secreto de Maise Syer (15 page)

Medio atontado montó a caballo cuando su acompañante se lo ordenó empujándole contra el animal. Mientras se dirigía hacia Los Ángeles iba atando la multitud de cabos sueltos que le rodeaban. La habitación a la cual había sido llevado era la misma donde fue conducido tiempo antes para curar a un hombre que podía ser
El Coyote
. Que sin duda lo era. Entonces fue a buscarle una mujer. Aquella mujer estaba también hoy cerca del herido, oculta tras las sábanas que cubrían las paredes. ¿Por qué no acudió ella en lugar de aquel muchacho?

García Oviedo recordó a la esposa de don César y, sobre todo, el estado en que se encontraba. Faltaban pocas semanas para el nacimiento del segundo hijo del estanciero, y Guadalupe no estaba, por lo tanto, en condiciones de cabalgar en busca de un médico. Y tampoco podía presentarse disfrazada de hombre. ¿Era esa la causa de que no hubiera hecho acto de presencia? ¿Y aquel hombre que no pronunciaba ni una palabra? ¿Matías Alberes? Tal vez. Uno de los criados de confianza de don César de Echagüe, era mudo. ¿Y el muchacho? ¿Sería el hijo de don César? Éste era el único punto contradictorio. En Los Ángeles todavía se sabía al minuto cualquier noticia importante, o suceso fuera de lo normal que acaeciera en el lugar. Si el hijo de don César hubiese regresado, todo el mundo lo habría sabido.

Sin embargo, a excepción de aquel detalle, todos los demás coincidían. El doctor García Oviedo empezó a arrepentirse de su agudeza mental. Habría preferido no averiguar nada. El saber lo que sabía no podía reportarle ninguna ventaja. Era preferible no decir nada a nadie y procurar olvidarse de lo descubierto, si era que, en realidad, había descubierto algo.

Capítulo IV: Los proyectos de Maise Syer

James Wemyss lanzó una bocanada de humo hacia el techo y permaneció un buen rato viendo cómo se disolvía a la luz del sol que entraba por la puerta que daba a la galería.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó luego.

Maise Syer estaba ante el tocador, arreglándose los cabellos.

—Esperar —replicó.

—Pero no siendo Yesares… va a ser difícil averiguar nada —observó Wemyss.

Maise encogióse de hombros.

—La trampa fue bien tendida y
El Coyote
cayó en ella —dijo—. Eso salió a la perfección. Ahora sólo nos falta descubrir a un hombre color chocolate.

—Yesares tiene el tinte moreno; pero no de chocolate —sonrió Wemyss.

—¿Le vigilan?

—Claro que le están vigilando. Mis hombres no le pierden de vista. Si sale de la posada, le seguirán.

Maise Syer tabaleó nerviosamente sobre el mármol del tocador.

—Hay algo que no ha salido bien, James —dijo—. Sin embargo, ella habló de una forma que hizo suponer que su marido era
El Coyote
. Y antes… Es imposible que Yesares no tenga alguna relación con ese hombre.

—Debimos haber disparado sobre él, Maise —comentó Wemyss—. Nunca lo volverás a tener tan en tus manos.

—¡Bah!… Eso no habría resuelto nada. Absolutamente nada.
El Coyote
muerto no significa ninguna victoria. Además, quizá no le hubieseis matado, y entonces…

—No te entiendo, Maise —replicó Wemyss—. ¿Estás segura de que no te interesas por otros motivos que por los que has alegado?

—No digas tonterías. Esta noche… No, no creo que él pueda molestarnos. Se clavó la aguja, tal como yo esperaba. Aunque le hubiesen quitado el veneno de la sangre, no estará en condiciones de moverse en muchos días. Mientras tanto, podemos hacer lo que nos interesa, y luego…

—¿Descubriremos la identidad del
Coyote
? —preguntó Wemyss.

—Sí.

—Es más importante lo primero, ¿no?

—Tal vez lo sea; pero a veces creo que lo otro es mucho más importante.

—Si
El Coyote
no muere, se querrá vengar de lo que le hiciste.

—No podrá hacerlo antes de una semana. Y entonces le reservaremos otra sorpresa.

—¿Crees que se dejo convencer?

—No tiene importancia que se convenciese o no. Hay cosas mucho más importantes. Hay cosas que… Bueno, no hablemos más de todas estas vaguedades. Ve a ver si Yesares está abajo. Si es así, avísame y prevenme antes de que vuelva.

—¿Estarás en la habitación de ella?

—Sí.

—Estás llevando a cabo un juego muy audaz, Maise.

—Nadie lo sabe mejor que yo. Sé a lo que me expongo; pero también sé lo que puedo conseguir si triunfo. ¡Y triunfaré!

—Tantea bien el terreno antes de dar un solo paso.

—He dado muchos pasos y he tanteado muchos terrenos… Sé adonde voy y como debo ir. Déjame. Obedece mis órdenes.

—¿Tus órdenes?… —preguntó, agresivo Wemyss.

Maise sonrió.

—Mis consejos —dijo—. Eso era lo que te quería decir.

Wemyss también sonrió. Inclinándola cabeza, marchó a cumplir lo que Maise le pedía.

Al quedar sola, la mujer se miró al espejo. Sus manos se hundieron entre los cabellos, sobre las orejas. Pensó en
El Coyote
. En aquellos momentos no había, tal vez, en Los Ángeles nadie tan poco peligroso como
El Coyote
.

Un guijarro que chocó contra el cristal de la galería, indicó a Maise que Yesares estaba abajo. Saliendo de su cuarto fue en dirección al de Serena. Ésta respondió a su llamada y mostró un rostro en el cual se veían muy hondas huellas de la tormenta que agitaba su alma.

—¿Qué quiere, señora Syer?

—¿Puedo entrar? —preguntó Maise.

Serena se hizo a un lado y cerró luego la puerta, corriendo el cerrojo. Maise se volvió hacia ella, colocándose de espaldas a la ventana, de forma que la luz no le diera en el rostro.

—Me tiene usted muy preocupada —empezó—. En toda la noche no he pensado en otra cosa que en su problema.

Serena quiso adoptar, en vano, la actitud de una mujer dispuesta a defender, incluso en los peores momentos, a su marido.

—Yo no creo que los devaneos de su esposo sean muy graves —continuó Maise, desconcertando así a Serena, que la miró interrogadoramente.

—¿Por qué no han de ser graves? —preguntó Serena—. He leído cartas…

—Las mujeres siempre exageramos en nuestras cartas de amor. En ellas decimos muchas veces cosas que no son verdad. Los hombres no saben resistirse a una declaración de amor por parte de una mujer. Si decimos a un nombre que nos ha cautivado con su atractivo físico, o moral, ese hombre se siente obligado a demostrar que posee tal atractivo, aunque se pregunte cómo lo habrá advertido la mujer que le escribe. ¿Me entiende?

—Creo que sí —murmuró Serena—. De todas formas, eso no impide que la culpa de mi marido…

Maise la contuvo con un ademán.

—Yo no rechazo esa culpabilidad —dijo—. Admito que sea culpable de devaneos un poco exagerados; pero en lo que hace referencia a las cartas, no les dé demasiada importancia mientras no tenga las que su marido escribió. En esas se verá si él es el culpable de que algunas mujeres se expresen con excesiva pasión.

—Estoy segura de que las ha escrito —replicó Serena, olvidándose de que, en un principio, había tratado de defender a Ricardo.

Maise Syer se encogió de hombros.

—Tal vez —dijo—; pero, de todas formas, yo no creo que su marido pueda sentir amor por otra mujer que no sea usted.

—Si hubiese usted leído sus cartas… —inició Serena. Estaba irritada y de la misma forma que hubiera llevado la contraria a Maise si ésta hubiese atacado a su marido, ahora, cuando trataba de defenderlo, ella rechazaba la defensa y volvía a sentir contra Ricardo Yesares todo lo que había sentido antes.

—Hagamos la prueba —sonrió Maise.

—¿Qué prueba se puede hacer?

—¿Cree que usted no tiene ningún valor para su marido?

—Casi ninguno.

—¿Por qué no le escribe una carta diciéndole que se marcha lejos de él y se va a Monterrey o a otro lugar?

—¿Huir? —preguntó Serena.

—No se trataría de una fuga, precisamente, sino de una maniobra estratégica. Dígale en su carta que ha leído todas las cartas que le escribieron las mujeres con quienes ha tenido relaciones amorosas. Dígale que no está dispuesta a seguir viviendo a su lado y compartir su amor con otras. Ya verá cómo reacciona.

Serena escuchó atentamente a Maise. La idea no era mala. Por lo menos, no le parecía mala a ella. Si Ricardo la amaba, le faltaría tiempo para correr en pos de ella.

—Puedo decir que marcho a San Francisco —dijo.

—Eso es. Cuanto más lejos, mejor.

—Esta tarde he de salir. En cuanto termine la comida escribiré la carta y huiré. Creo que me ha dado una buena idea.

—Lo que nos enseña la vida y la experiencia no lo enseña ningún libro —sonrió Maise. Poniéndose en pie, agregó—: Ahora, si me lo permite, saldré a realizar algunas gestiones.

Serena acompañó a la mujer hasta la puerta y la siguió con pensativa mirada. El paso que le había sugerido era audaz y podía tener graves consecuencias. ¿Debía darlo? ¿Y si su marido, furioso por su decisión, no la seguía? Esto sería apostar toda su felicidad a una sola carta. Lo mismo podía triunfar que salir derrotada. Y en este último caso lo perdería todo. ¿No era mejor utilizar un sistema más prudente? Al fin y al cabo, Maise Syer no exponía nada. Si su experimento salía mal, podría encogerse de hombros y decir que no comprendía cómo podían haber salido así las cosas.

Por su parte, Maise Syer salió a la calle y, dirigiéndose a la parada de coches, tomó uno y sacando la tarjeta que Antonio Páez le había entregado el día en que fue juzgado el asesino de su hermano, dio al cochero la dirección del almacén.

Cuando Antonio Páez la vio entrar, corrió a su encuentro con expresión de gran alegría.

—¿Usted por aquí, señora? ¿En qué puedo servirla? Tenga la bondad de pasar al salón.

Maise se dejó guiar, y cuando estuvo en el saloncito probador, preguntó al obsequioso Páez:

—¿Tiene usted algún traje que me pueda servir para viajar? Lo quiero fuerte, pero a ser posible, que sea elegante.

Antonio Páez replicó que tenía precisamente lo que deseaba la señora y salió a buscarlo, regresando con una gran caja de cartón. Mientras enseñaba el traje a Maise, ésta comentó:


El Coyote
ya ha hecho justicia.

—Ya lo esperaba —replicó el dueño de la tienda—. Se podrá burlar a los otros; pero al
Coyote
jamás se le vence.

—¿Usted le admira?

—Mucho. Todos los californianos sentimos una gran veneración por él. ¿No quiere probarse el traje? Llamaré a una de las empleadas…

—No es necesario —sonrió Maise—. Me arreglaré yo sola. Cuanto esté lista llamaré con los nudillos en la puerta.

Antonio Páez salió del probador y quedó junto a él, esperando la llamada de Maise. Sentíase extrañamente atraído por aquella mujer. Extrañamente, porque no parecía haber en ella motivo alguno para aquella atracción. No era joven, no era hermosa, aunque debía haberlo sido…

Un golpe en la puerta del probador arrancó a Antonio Páez de sus meditaciones. Levantándose, abrió la puerta y quedó clavado en el umbral, mirando con desorbitados ojos a la mujer que se hallaba frente al espejo. ¿Dónde estaba?… Velozmente la mirada de Páez se posó en una silla inmediata. Sobre ella vio la peluca que ocultaba la rubia cabellera de la mujer que ahora estaba ante él, mirándole asustada.

Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Al fin, Maise Syer pidió:

—Cierre la puerta. Podrían verme desde fuera.

Antonio Páez obedeció. En ningún momento retiró la mirada del hermoso rostro que tenía ante él. Ahora comprendía por qué se había sentido tan atraído por aquella mujer. Ahora advertía que su busto no era el de una mujer de cincuenta años. Ni su andar. Ni la tersura de sus manos. ¿Cómo no había advertido tantos detalles denunciadores?

—¿Qué va usted a hacer, Antonio? —preguntó, con melodiosa voz, la mujer.

Páez respiró profundamente antes de preguntar a su vez:

—¿Qué quiere decir?

—¿Piensa descubrirme?

—¿Yo a usted? ¡Oh, no! Eso no. Pero… no esperaba…

—Le sorprende ver que no soy lo que he estado representando, ¿verdad?

—En efecto…

Maise recogió la peluca y se la puso de nuevo. Se la había quitado para ponerse el traje con más comodidad, y también, para verse tal como era. Al mover la mano había golpeado involuntariamente la puerta, dando la señal anunciada. Mirando a la imagen de Antonio Páez, que se reflejaba en el espejo, continuó:

—Un hombre me ha estado persiguiendo durante mucho tiempo. He huido de él; pero ha sido en vano. Dicen que soy muy hermosa y… mi hermosura me ha traicionado siempre, dando a ese hombre la pista para seguir mis pasos. Al fin tuve que disfrazarme tal como me he presentado aquí. No ha habido otra solución para librarme de su asedio.

Páez seguía mirando, embobado, a Maise.

—No debe temer nada de mí —dijo, como ausente de sí mismo—. Yo no podría causarle ningún daño. Ninguno, en absoluto.

—Ya lo sé —replicó Maise—. Desde el primer momento lo comprendí.

—Si alguna vez necesita un amigo para luchar contra ese hombre que la persigue, acuda a mí.

—Lo haré, Antonio —prometió Maise—. Esté seguro de que lo haré.

Volvía a sentirse segura. Aquel hombre no la traicionaría jamás. Estaba enamorado de ella y tal vez en algún futuro no lejano fuese un buen aliado.

—Me quedaré el traje —dijo—. Me gusta. Haga que lo lleven al coche.

Cuando se dirigía de nuevo hacia la posada, Maise Syer iba pensando en Antonio Páez. La adoración que había descubierto en él la emocionaba profundamente. ¿Por qué?

«Tal vez porque es el primer hombre sencillo que me ama», decidió.

Capítulo V: La ausencia del
Coyote

Contemplando su vendada mano, don César comentó:

—Esta vez me han dejado manco por unos días.

Guadalupe y el pequeño César estaban frente a él.

—Temí que fuese más grave —dijo la primera.

—Es más grave de lo que imaginas —respondió don César—. No puedo hacer nada y alguien aprovechará mi inactividad. Creo que fui un imbécil al caer tan torpemente en la trampa que me tendió aquella mujer.

Mirando luego a su hijo, preguntó:

—¿Por qué estás aquí?

El muchacho explicó la historia. Su padre le escuchó en silencio y al fin replicó:

—Llegaste muy oportunamente, y eso excusa muchas cosas. Sin embargo, tendrás que volver a San Francisco. Deberás regresar al colegio y pedir perdón.

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