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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Toda una señora / El secreto de Maise Syer (6 page)

El fiscal se impacientó por aquella respuesta y por las risas que cundieron entre los espectadores.

—¿Puede contarnos lo que ocurrió? —preguntó.

—Yo iba a dar un paseo en coche —respondió Maise—. Antes de salir de la plaza vi llegar corriendo a un hombre perseguido por varios jinetes. Aquel hombre subió a mi coche y me pidió amparo. Yo se lo presté en la medida de mis fuerzas. Pero llegaron unos individuos y se apoderaron de él porque el señor Mateos pidió que el señor Páez abandonara el vehículo. Creo que si no se hubiera movido de él no se habrían atrevido a hacerle ningún daño.

—Sus opiniones, señora, no interesan al jurado —interrumpió el fiscal—. El señor Mateos ha relatado los hechos y ha declarado que el acusado asesinó a Natividad Páez, tratando primero de ahorcarle y arrastrándole luego por el suelo al romperse la rama del árbol. ¿Ocurrió así?

—Sí —respondió Maise.

Un murmullo corrió por toda la sala, acentuándose cuando Maise agregó:

—Pero con la diferencia de que el hombre que está sentado en el banco de los acusados no fue el que asesinó a Páez.

—¿Se da cuenta de lo que afirma? —preguntó el fiscal.

—Sí —contestó Maise.

—Está en desacuerdo con la declaración de Teodomiro Mateos, el jefe de nuestra policía.

—Lo lamento por él; pero lo que yo digo es la verdad.

John Rudall se puso en pie, y dirigiéndose al juez, preguntó:

—¿Es necesario que sigamos todos perdiendo el tiempo?

El juez dirigió una severa mirada al fiscal.

—Debiera haberse asegurado de lo que iban a declarar los testigos de la acusación —dijo.

Teodomiro Mateos sonrió levemente al advertir el apuro en que estaba el fiscal. A él no le sorprendía nada aquello. Lo había esperado desde el primer momento. Por ello nunca hubiera detenido a Alves, a quien sabía sobradamente inteligente para zafarse sin grandes apuros de los lazos de la ley; pero no conseguiría lo mismo con los del
Coyote
. Debía de encontrarse en algún lugar de aquella sala, tomando nota de lo que estaba ocurriendo. Y aquella noche él iría a remediar el fracaso de la justicia. Entonces, cuando
El Coyote
quisiera castigar a Basil Alves, Mateos lo detendría.

La voz del juez le arrancó de sus reflexiones. No habiendo pruebas contra el acusado, y no se consideraban suficientes las que aportaba el jefe de policía, ya que estaban desmentidas por las declaraciones de tres testigos, se retiraba la acusación contara Basil Alves, quien quedaba en libertad y con derecho a presentar la reclamación que creyera conveniente.

El público empezó a abandonar la sala. Don César y Yesares fueron de los primeros en salir. Maise Syer los siguió unos minutos más tarde. Cuando llegó a la calle, un hombre acercóse a ella.

—¿Puedo hablarle un momento, señora?

—¿Quién es usted? —preguntó Maise.

—Soy Antonio Páez, el hermano de Natividad.

—¡Oh! ¿Qué… qué desea?

—Quería darle las gracias por lo que hizo por mi hermano.

—No hice casi nada —sonrió Maise—. Por lo menos, nada que pudiera salvarle.

—No importa —replicó Antonio Páez—. Hizo usted cuanto le fue posible. Yo quería decirle que comprendo los motivos que no le han permitido hablar ante el jurado. Ya sé que ese hombre es culpable; pero tiene poderosos amigos y seguramente los testigos han sido amenazados de muerte. Es lo que se suele hacer siempre. Por eso tenemos tan poca justicia en Los Ángeles. Si no fuera por
El Coyote
no podríamos vivir.

—¿
El Coyote
? —preguntó Maise—. ¿Se refiere a ese famoso bandido?

—No es un bandido, señora. Es un hombre que trata de reemplazar a la justicia y a la ley cuando ambas se declaran impotentes contra los asesinos que asolan nuestra ciudad.

Antonio Páez hablaba en voz alta y sus palabras llegaron sin dificultad a los oídos de don César y de Yesares. Ambos se detuvieron, dejándose alcanzar por Maise y Páez. La mujer replicó:

—He oído hablar de ese hombre. Sin embargo, todos se refieren a él como si se tratara de un bandido.

—No, no lo es. Es un héroe, y yo confío en que tomará a su cargo la venganza de la muerte de mi hermano.

—¿Le considera lo bastante poderoso para eso? —preguntó la mujer.

—No hay nada que
El Coyote
no pueda hacer —replicó Antonio Páez.

—Si es capaz de castigar a Basil Alves, creeré lo que usted dice —dijo Maise Syer—. Merece la muerte; pero…

—Ya comprendo —interrumpió Páez—. No hace falta que me diga nada más. Y sé bien que es culpable. Y le aseguro que jamás olvidaré lo que usted hizo en favor de mi hermano. Si alguna vez necesita un amigo, acuda a mí. Tenga mi tarjeta.

Antonio Páez entregó una tarjeta a Maise y después de saludarla una vez más se alejó hacia su establecimiento. Maise consultó la cartulina y la guardó en su bolso de malla de oro. Iba a continuar su camino, cuando ante ella aparecieron don César y Yesares.

—Ha sido muy desagradable el proceso ¿verdad? —suspiró Yesares.

—Mucho —replicó Maise.

—El tener que mentir es siempre desagradable —dijo don César.

—Usted también ha mentido —respondió la mujer.

—Por eso digo que es desagradable —replicó el hacendado—. Estoy seguro de que sus motivos han sido tan poderosos como los nuestros…

—¿No le ha contado el señor Yesares lo que ocurrió? —preguntó Maise.

—Soy hombre discreto —sonrió Yesares— No me gusta divulgar los secretos ajenos.

—Ya imagino que debieron de amenazarla como a mí —dijo don César—. Sin duda, ha sacado usted una pobre impresión de nuestra ciudad.

—Me previnieron que no debía asombrarme de nada de cuanto ocurría en ella… —replicó Maise—. Además, ésta es la patria del
Coyote
, ¿no?

—Todo California es su patria —respondió don César.

—Yo esperaba que haría una dramática aparición en el tribunal —dijo Maise.

—No sería la primera vez que lo hace —contestó don César—. En una ocasión… Pero no es éste el lugar más indicado para contar ciertas cosas. ¿Por qué no nos honra mañana por la tarde con su visita? Doy una pequeña recepción en mi casa. Un grupo de amigos. A última hora habrá un poco de baile. El señor Yesares le indicará dónde está mi rancho.

—No suelo asistir a fiestas —replicó Maise.

—Ésa no será una fiesta propiamente dicha, sino una reunión familiar. Espero que nos concederá, a mi esposa y a mí, el honor de su visita. Hace años, cuando Los Ángeles no era más que un pequeño pueblo, ningún forastero que llegaba dejaba de ser invitado al rancho de San Antonio. Por desgracia, hoy llegan tantos forasteros que no merecen ese honor, que cuando aparece alguno con méritos suficientes, nos produce una gran satisfacción. ¿Puedo confiar en su visita?

—Tal vez vaya a última hora —contestó Maise.

—Así lo espero —dijo don César.

Maise se alejó y Yesares preguntó a su amigo:

—¿Por qué la has invitado?

Don César tardó unos segundos en responder. Cuando al fin lo hizo, sus palabras parecían no tener sentido.

—Más de una mujer joven envidiaría su paso y el erguimiento de su cuerpo.

—¿De quién hablas?

—De esa mujer. ¿Qué sabes de ella, Ricardo?

—Nada.

—Pues una persona de quien no se sabe nada ha de ser, por fuerza, muy interesante.

Yesares encogióse de hombros. A veces su amigo y jefe le resultaba demasiado suspicaz.

—Lleva bastante tiempo en mi casa —dijo—. Ha pagado religiosamente y no ha dado el menor escándalo.

—Lo cual es impropio de una mujer que viaja sola —replicó don César—. Las mujeres que viajan sin ninguna compañía suelen dar escándalos.

—¿A su edad? —preguntó Yesares, con burlona sonrisa.

—¿Qué edad tiene? —preguntó don César.

—Representa unos cuarenta y cinco años.

Don César movió negativamente la cabeza.

—Tu vista flojea mucho, Ricardo. A una mujer de cuarenta y cinco años el cuerpo le pesa bastante, por delgada que sea. Y la señora Syer camina como si sobre sus pies llevara un cuerpo hecho de plumas, no de viejos huesos ya cansados.

—¿Crees que es más joven?

—Pronto lo averiguaremos, Ricardo.

—Sospechas hasta de tu sombra.

—Por eso estoy aún vivo —sonrió el hacendado—. Sólo sospechando de todo se puede sospechar alguna vez de nuestros enemigos. El que confía en todo lo aparente, confía a veces en el lobo, fiándose de la piel de cordero que lleva.

—Ya veo que la señora Syer va a recibir la visita del
Coyote
.

—Es posible. De todas formas, mañana, cuando ella se dirija a mi rancho, procura registrarle el equipaje. No estará de más. En cuanto a esta noche…

Capítulo VI: La angustia de Serena Morales

No debía dar crédito a aquel anónimo. Por el simple hecho de ser un anónimo probaba que era falso.

Siempre es la esposa la última que se entera de la infidelidad de su marido. Su caso es el mismo de tantas otras, señora. Ricardo Yesares tiene muchos amores. Sale a menudo; viaja solo; pero siempre se reúne con él alguna mujer. Esta vez la mujer que le roba a usted el amor de su marido es muy hermosa. Pronto marchará a reunirse con ella. La excusa será la de siempre. El interés de los demás se antepone al suyo.
El Coyote
ha de actuar lejos de Los Ángeles. Lo mismo me dijo a mí cuando se cansó de mis labios y de mi cuerpo. Yo la odiaba a usted porque legalmente era la dueña de Ricardo. Ahora la compadezco y la considero igual a mí. Igual en dolor, igual en engaños. Somos víctimas de un hombre a quien amamos mucho más de lo que él se merece. Si supiera que tiene usted el suficiente orgullo para no soportar las burlas de su marido, le diría quién soy y le ofrecería mi auxilio; pero a veces he pensado que usted pasa por todo con tal de conservarlo a su lado. Quizá yo, en su tugar, haría lo mismo. Si la veo capaz de levantarse contra el engaño, le diré quién soy y la ayudaré.

UNA VÍCTIMA DE RICARDO.

Serena hubiese querido romper en mil pedazos aquella carta que le quemaba las manos y las mejillas y ponía un bloque de hielo en su corazón. La letra parecía de mujer; pero, sin duda, estaba desfigurada a propósito. Lo que decía aquel papel no podía ser cierto; no obstante, había en él algunos secretos que sólo una persona podía haber revelado. Sólo Ricardo Yesares podía haber descubierto su identidad de ayudante del
Coyote
. Quizás había confesado, incluso, que él era
El Coyote
. ¿Qué mujer resistiría el arrollador atractivo de semejante descubrimiento? Ninguna negaría su amor al más famoso personaje de California.

¡No, no era verdad! Aquella carta contenía un cúmulo de calumnias. Sólo calumnias. Pero… Al mismo tiempo era cierto que Ricardo marchaba de cuando en cuando a realizar expediciones por cuenta del
Coyote
. Aquella misma noche había salido a proteger a su jefe.

—No me esperes. Seguramente volveré tarde. Procura que nadie se dé cuenta de que no estoy contigo.

Esto era lo que le había dicho. ¿Era verdad? ¿Quién se lo podía asegurar? Él le había pedido que no se moviese de la posada; que ni saliese de su cuarto. Debía fingir que estaba con él. Sin embargo, al obedecer ella se comprometía a no seguir a su esposo, a permanecer encerrada en su dormitorio, como si estuviesen juntos, en tanto que Ricardo quizá…

La idea de que hubiese otra mujer en la vida de su marido destrozaba sus nervios. ¡No podía tolerarlo! Jamás lo había sospechado; pero al mismo tiempo la idea no le resultaba descabellada. Ella se enamoró de él creyéndole
El Coyote
. Lo mismo podía haberles ocurrido a otras mujeres con quienes Ricardo tal vez no habría tenido la franqueza que demostró luego con ella… Pero… si fuese cierto aquello, ¿cómo se atrevía a ir revelando un secreto semejante? ¿Qué confianza podría tener
El Coyote
en un hombre que descubría su identidad a cualquier mujerzuela?

Quiso creer que nada era verdad; pero la carta… No lanzaba una acusación vaga, sino que decía claramente que la mujer que la había escrito sabía que Ricardo Yesares representaba el papel de
Coyote
.

Serena conocía el secreto de los pasadizos de la posada. Por ellos Ricardo podía llegar a cualquier habitación. Podía reunirse con sus amantes, en su propia casa, sin que ella sospechase nada.

¡Todo Los Ángeles sabía que Ricardo le era infiel!

Esta idea la enardecía. Todos se burlaban de ella. Ricardo era ya rico y podía ser dadivoso con las mujeres que le gustasen. Podía representar a la perfección el papel de
Coyote
. Podía regalar joyas… Las regalaba. Estaba segura de ello.

Bruscamente se puso en pie, guardó la carta en el pecho y dirigióse al despacho de Ricardo. Había sido una imbécil al no abrigar nunca sospechas de su esposo.

¡Cuántas veces se habían burlado los dos de las mujeres celosas! Pero, además, él se había burlado de ella. Las risas que los dos lanzaron contra aquellas pobres mujeres no fueron idénticas. Las de Ricardo debían de ir también contra ella.

—Crees que tú no eres como ellas; pero si supieses la verdad no te reirías, no.

Esto debía de decírselo mentalmente Ricardo mientras hablaba de mujeres celosas, a las cuales Serena no tenía la desgracia de pertenecer.

Ya estaba en el despacho. Serena cerró con llave la puerta, después de haber encendido la lámpara de encima de la mesa. De súbito, sintióse cansada y se dejó caer en el sillón que Ricardo utilizaba siempre.

—Me creía distinta a todas y, sin embargo, el fuego de la sospecha y de la duda ha prendido en seguida en mí —pensó—. ¿Por qué no he de conceder a Ricardo el beneficio de no creer en calumnias?

Aquella carta anónima podía ser del
Coyote
. Un aviso prudente… ¡No, el verdadero
Coyote
no descendería jamás a aquellas bajezas! Él no necesitaba enviar anónimos. Podía hablar a Ricardo y castigarle, incluso, si lo merecía. ¡Jamás enviar cartas a la esposa!

Entonces, aquella carta sólo podía proceder de una mujer enamorada de Ricardo Yesares, que hubiera callado siempre si él le hubiera permanecido fiel. Era su infidelidad la que la exasperaba, empujándola a escribir a la esposa advirtiéndola de la verdad.

—¿A qué he venido aquí?

Serena tardó unos instantes en encontrar la respuesta al impulso que la había conducido a aquella habitación. ¿A qué había ido allí? ¡Ah! Ya lo recordaba. La caja de caudales aparecía cerrada; pero había estado abierta muchas veces y nunca vio en ella otra cosa que libros de contabilidad y dinero. Tal vez en los cajones de la mesa…

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