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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Toda una señora / El secreto de Maise Syer (9 page)

La entrada de un hombre en la posada le distrajo. Volviéndose hacia el recién llegado, le reconoció en seguida. Era James Wemyss, el que había sido
sheriff
de Abilene, donde impuso la ley de sus dos revólveres, los mismos que ahora llevaba con las culatas asomando fuera de su oscura levita.

James Wemyss era una figura notable tanto moral como físicamente. Muy alto, musculoso, vestía con fácil elegancia. No era el traje lo que en él resultaba elegante, sino la figura. Llevaba una levita príncipe Alberto, pantalones rayados que se embutían en unas botas de caña altas que brillaban como el charol, un floreado chaleco cremoso y una camisa de blanco popelín inglés. Un gran lazo de seda negra le adornaba el cuello. De bolsillo a bolsillo de su chaleco iba una pesada cadena de oro, del centro de la cual pendía una pequeña herradura de oro adornada con rubíes. Era un amuleto de buena suerte que hasta entonces nunca le había fallado. La cadena terminaba en un reloj alemán cuya máquina y esfera quedaba dentro de un bloque de oro. El otro extremo iba unido a un monedero de malla de oro dentro del cual Wemyss siempre llevaba cinco monedas de veinte dólares. Con aquellos cien dólares se podía iniciar una nueva vida. Wemyss lo había dicho muchas veces y la especie corrió por todo el Oeste. Cuando Wemyss iniciara el consumo de aquellos últimos cien dólares, un hombre famoso pasaría a la historia tan completamente como si hubiera muerto, pues dejaría de ser lo que hasta entonces había sido para empezar a ser algo nuevo e inesperado.

Pero hasta entonces, James Wemyss siempre había tenido algo más de cien dólares. A veces sólo unos pocos centavos más; no obstante, siempre fue suficiente para poder continuar viviendo como a él le gustaba.

La vida de Wemyss había sido la de un hombre que sabe manejar bien un Colt de seis tiros. Si tuvo maestros en aquella materia los superó muy pronto y en Abilene dio prueba de ello, limpiando la ciudad de todo el elemento levantisco que llegaba por la ruta de Tejas. En los ratos libres jugaba al póquer y era capaz de apostarse hasta el último centavo sobre una pareja de reinas. Nadie «faroleaba» mejor que él. Su energía desconcertaba a sus adversarios. Su última hazaña en Abilene le obligó a salir de allí. Tucson Bill conocía la especialidad de Wemyss y con un trío de reyes aguantó firme los ataques de James. Estaba seguro de que el otro sólo deseaba asustarle. Cuando todo el dinero que Wemyss tenía ante él estuvo en el centro de la mesa y ya no fue posible aumentar las apuestas, James mostró un humilde póquer de nueves. Tucson Bill quedó defraudado y tuvo la ligereza de acusar a Wemyss de tramposo. Aquel póquer había sido fabricado durante la puja.

Una bala de plomo le cortó para siempre la voz. Tucson cayó de bruces sobre las cartas y el dinero del centro de la mesa, quedando inmóvil, como clavado.

James lo apartó suavemente, embolsó el dinero y salió de Abilene para no volver más.

—Hola —saludó Wemyss, dirigiéndose al posadero—. ¿Está la señora Syer?

Ricardo Yesares miró, extrañado, al pistolero. Jamás hubiese esperado que aquel hombre preguntase por aquella dama.

—No, no ha vuelto, todavía.

Wemyss hizo un gesto de disgusto que dominó en seguida.

—Lo siento —dijo—. Necesitaba verla. Debo salir de Los Ángeles y no volveré hasta la noche. ¿Dónde podría encontrarla entonces?

—Estará en una fiesta. En el rancho de San Antonio.

—¿El de don César de Echagüe?

—Sí.

—Entonces allí iré a verla. Pero quisiera dejarle una nota. ¿Puede darme papel para escribirla?

Ricardo indicó a Wemyss el lugar donde se encontraba el escritorio y desde una correcta distancia vio cómo James escribía una brevísima nota que metió en un sobre. Llamando con una seña a Yesares le preguntó:

—¿Querrá tener la bondad de entregarle esta carta a la señora Syer?

—Desde luego, caballero —respondió Yesares.

Wemyss cerró el sobre y se lo tendió a Yesares, saliendo en seguida de la posada.

Al quedarse solo, Yesares entró en su despacho y como el sobre estaba aún húmedo lo pudo abrir sin mayores dificultades, sacando la nota que Wemyss había escrito.

Desde luego, está en Los Ángeles. Anoche mató a dos hombres; pero no veo la forma de llamar su atención y conseguir que acuda en su ayuda El tiempo apremia tanto que le aconsejo que vuelva a Atlanta o a Nueva Orleans. Esta noche procuraré hablar con usted. No deje de acudir a la fiesta del señor Echagüe.

JIM.

Ricardo sintió un escalofrío. Aquella carta sólo se podía referir a una persona. Aunque no se escribía, el nombre del
Coyote
parecía brotar de aquel papel.

Nerviosamente, copió el mensaje, guardando el original en el sobre y cerrándolo con ayuda de un poco de goma.

Cuando Maise Syer regresó al hotel encontró el sobre en su casilla. Lo abrió y la leyó con tal expresión de indiferencia, que Yesares sintió germinar en su cerebro la sospecha de que la carta no aludía para nada al
Coyote
. Mas no podía ser. Refiriéndose al
Coyote
toda la carta tenía sentido. Si no se refería a él, entonces resultaba incomprensible.

Fuera lo que fuese, urgía avisar a don César. Él decidiría lo que debía hacerse.

Estudió un momento la conveniencia de enviar la copia de la nota a don César por medio de un criado; pero necesitaba incluir algunas letras explicativas que podrían resultar sumamente peligrosas si caían en otras manos.
El Coyote
le había prevenido varias veces sobre aquel punto.

Pensó en esperar al momento de la fiesta en el rancho de San Antonio. Teniendo que verle entonces, podría explicar a su jefe lo que acababa de descubrir; pero en tales circunstancias tal vez don César se encontrara imposibilitado de tomar ninguna medida por no poder abandonar el rancho, dejando a sus invitados.

Tomó una decisión. Llamando a un criado encargóle:

—Si la señora pregunta por mí, dile que he ido a un asunto urgente.

Fue a las cuadras de la posada y montó en un caballo, marchando al galope en dirección opuesta a la del rancho de San Antonio. Más allá de la ciudad daría un largo rodeo, después de convencerse de que nadie le seguía. Era una precaución que tomaba siempre.

Serena le vio marchar. Estaba asomada a la tribuna de su habitación, esperando que subiera su marido. Su marcha la desconcertó, primero, y la enfureció después. Habíase quitado el traje, sustituyéndolo por una holgada bata que defendía su ropa interior, sobre la cual se pondría luego el vestido para la fiesta. Apresuradamente se puso la ropa que había llevado antes y se calzó, arreglándose el cabello. No le gustaba que la servidumbre la viese vestida sin cuidado.

En todo esto invirtió unos diez minutos. Cuando llegó al vestíbulo y se dirigía al despachito de su marido, el criado con quien éste había hablado antes de marcharse, acudió a darle el recado de su amo.

—¿No ha explicado adónde iba? —preguntó Serena.

—No, señora.

—¿No ha dicho tampoco si volvería pronto o no?

—Tampoco, señora. Sólo que iba a un asunto urgente.

Serena dio las gracias y entró en el despacho. Encerróse en él y dirigió una mirada a su alrededor, deteniéndole, al fin, en la papelera de junco que estaba al pie de la mesa. En el suelo, junto a aquella papelera, veíase un irregular cuadradito de papel rosado.

Como lanzándose en pos de un tesoro, Serena cogió la papelera y empezó a sacar su contenido. Era muy escaso. Unos periódicos rotos y, entre ellos, unos trozos de cordel. En el fondo, sobre papeles de envolver mercancías, un puñadito de papeles rosados.

La esposa de Yesares los cogió como si fuesen pepitas de oro y los extendió sobre la mesa, entregándose en seguida a la tarea de irlos juntando para reconstruir la carta.

El tiempo pasó velozmente para Serena, que luchaba afanosamente por terminar su trabajo. Al fin tuvo ante ella, unidos, todos los fragmentos en que había algo escrito. Los otros los dejó a un lado. No le interesaban. El mensaje de aquel papel rosado que olía a violetas no llevaba fecha, nombre del destinatario, ni firma del remitente. Sin embargo, Serena sentía resbalar por sus mejillas lágrimas de fuego cuando pudo leer:

Amor mío: Él se ha marchado, dejándome en la libertad que tanto ansiamos los dos. Entre tus brazos olvidaré que existe y que ha de volver.

¿Era verdad aquello? ¿Cómo había podido Ricardo Yesares descender tan bajo? La letra era de mujer. Aquel perfume… ¡Oh! Muchas lo usaban. Por él no podía identificar a ninguna. Pero estaba casada. «Él» debía de ser el marido, ausente por unos días, o tal vez, por unas horas. Tan pronto como supo la noticia, Ricardo había corrido a los brazos de aquella mujer, para hacerle olvidar…

Una llamada a la puerta interrumpió su angustia. Nerviosamente recogió los restos de la carta rosada y los guardó dentro del cerrado puño.

—¿Qué quiere? —preguntó al abrir.

El criado que antes le diera el mensaje de Ricardo explicó:

—La señora Syer me ha pedido que le pregunte cuándo saldrán hacia el rancho de don César.

—¡Eh! ¡Ah, sí! Pues… dile que en seguida… Dentro de media hora. En cuanto yo esté arreglada.

—¿No espera a don Ricardo? —preguntó el hombre.

—No… Don Ricardo tardará…, tardará mucho.

Mientras subía a su habitación, Serena iba pensando que debía hacer algo. Debía demostrar a su marido que no estaba dispuesta a tolerar sus infidelidades. El decirle eso significaría la destrucción de todas sus esperanzas e ilusiones; pero sentíase incapaz de continuar viviendo aquella vida que sólo pudo ser soportable mientras no supo la verdad; la odiosa verdad que le abrasaba el alma.

Recordando lo que aún encerraba en su mano, Serena tiró lejos de sí la carta rosada. Entró en su habitación y se dejó caer de bruces sobre la cama, rompiendo en convulsivos sollozos.

Capítulo X: Toda una señora

—No, no es necesario. Guiaré yo misma.

El cochero aceptó con una inclinación de cabeza las palabras de Serena, quien, volviéndose hacia Maise Syer, explicó:

—Conozco el camino y estoy acostumbrada a guiar. ¿Le importa que lo haga?

Maise se encogió levemente de hombros.

—Yo también sé guiar —dijo—. No me importa que usted lo haga si se considera capaz de ello.

Serena habíase vestido a toda prisa, queriendo ganar el tiempo perdido. En cuanto hubo creído que su rostro no acusaba ya las huellas del llanto, salió de la habitación y ordenó que preparasen el coche ligero.

—¿No aguarda a don Ricardo? —preguntó el cochero.

—No —respondió Serena con una violencia que sorprendió al hombre—. Él volverá tarde.

Pronto anochecería. Convenía salir lo antes posible hacia el rancho de San Antonio. Además, la joven no quería escuchar ninguna otra mentira de labios de su marido.

Maise vestía un traje gris oscuro sobre el cual llevaba un largo y ligero abrigo que debía defenderle más del polvo que de las inclemencias del tiempo. Cubríase la cabeza y la cara con un largo velo, y, de cuando en cuando, dirigía oblicuas miradas a su compañera. Ésta conducía en silencio, con los labios muy apretados y la mirada fija ante ella.

—¿Qué le sucede, chiquilla?

Hizo la pregunta con voz tan suave, que Serena volvióse como si creyera que era otra la mujer que estaba a su lado.

—¿Eh? —preguntó—. ¿Qué…, qué dice?

—Le sucede algo malo —sonrió Maise. Y con cierta amargura en la voz, agregó—: Hace unos años yo sufría mucho por culpa de alguien. Y mientras mi corazón se consumía de angustia mis ojos vieron mi imagen reflejada en un espejo. Si alguien hubiese podido grabar mi expresión en aquellos momentos, y ahora hiciese lo mismo con la de usted, los retratos casi serían idénticos.

Serena no contestó. La irritaba que leyesen en su rostro lo que pasaba en su alma.

—No me sucede nada —dijo, demasiado secamente para que pudiera parecer verdad.

—Como usted prefiera, hija mía —replicó Maise—. Yo sólo quería ofrecerle un oído comprensivo y, quizás, un consejo valioso. He vivido muchos años; pero no es mi edad lo que vale, sino las amargas experiencias que la vida me ha brindado. ¿Es su marido el culpable de que sus ojos tengan huellas de lágrimas?

Serena llevóse la mano a los ojos, temiendo que conservasen todavía alguna lágrima prendida en sus pestañas. En seguida comprendió que no había borrado bastante bien las huellas de su desahogo.

—¿Por qué dice que si es mi marido el culpable? —preguntó.

—Las mujeres sólo lloramos por los hombres. Cuando estamos casadas solemos llorar por nuestros maridos o… por nuestros amantes. Usted no parece mujer que tenga amantes.

—No es por mi marido —dijo, sin firmeza, Serena—. Estoy disgustada por… una discusión con una amiga.

—¿Es ella la que hace que su marido la olvide a usted? —preguntó Maise, con tranquila voz, con el mismo tono que hubiese empleado para hablar con una niña. Anticipándose a la respuesta de Serena, agregó—: No, no ha discutido nada. Es usted joven y fuerte. La creo capaz de llenar de arañazos una cara odiada. Y sí lo hubiese hecho, se sentiría algo aliviada por la venganza.

—No me haga preguntas, señora. No quiero hablar.

—Lo que guardamos dentro de nosotras se queda allí y a veces nos envenena. Si lo dejamos salir, podemos salvarnos con un buen consejo.

—Le aseguro que no me sucede nada —replicó impaciente Serena—. ¡No me sucede nada! ¿Por qué había de sucederme algo?

Maise tardó unos minutos en responder. Y porque esperaba que lo hiciera pronto, Serena se descubrió mirando a Maise Syer, deseando oír su respuesta. Ésta llegó al fin, muy sorprendente.

—Alguien me dijo una vez que en la tierra no sucede jamás nada nuevo; que todo es una repetición constante de cosas que ya ocurrieron antes a otras personas. Y no una repetición parecida, sino idéntica. Hace unos años yo dije lo mismo: «No me sucede nada. Te aseguro que no me sucede nada. ¿Por qué había de sucederme algo?». Entonces creí que había inventado esas palabras. Pero ahora usted acaba de volver a inventarlas.

—¿Ha sufrido usted mucho en la vida? —preguntó Serena.

Maise Syer se encogió de hombros.

—Casi tanto como usted —contestó.

—¿Cómo puede saber que yo sufro más?

Maise sonrió de nuevo.

—Cuando nos llega el momento de sufrir, hija mía, ninguna de nosotras admite que otro sufrimiento pueda ser mayor que el nuestro. Pero tal vez tenga usted razón. Al fin y al cabo, mi marido se había cansado de amarme y quería el divorcio. Yo tenía un pasado lo bastante sospechoso para que todo le resultase fácil de probar.

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