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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (21 page)

—Ya pueden levantarse —nos alentó Lao Jiang.

Los niños y yo nos incorporamos lentamente y, al mirar por primera vez el túnel, lo que vi me dejó llena de perplejidad: en el suelo, un buen puñado de cuerpos inmóviles y, al fondo, en el otro extremo del tablero de Wei-ch'i, tras una densa nube de pólvora, un montón de faroles de papel encerado iluminando una especie de pelotón de soldados con fusiles y bayonetas caladas. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Quiénes eran aquellos soldados? ¿Por qué Lao Jiang saludaba amistosamente a uno de ellos que llevaba un sable tan enorme al cinto que arañaba ridículamente el suelo? Un gemido de Tichborne me hizo regresar a la realidad.


Mister
Tichborne —le llamé, intentando girarle para comprobar la gravedad de la herida—. ¿Cómo se encuentra, mister Tichborne?

El irlandés tenía la cara contraída por el dolor y, con ambas manos, se apretaba fuertemente una pierna de la que manaba abundante sangre. Pero sangre era lo que sobraba en aquel lugar: la de los sicarios muertos fluía en riachuelos que se colaban entre los ladrillos del suelo —las piedras de Wei-ch'i—, dejando en el aire un extraño olor a hierro caliente que se mezclaba con el de la pólvora. No tenía tiempo de marearme, me dije. Lo primero era comprobar el estado del periodista y de los niños, así que me incliné sobre Tichborne y le examiné: estaba malherido, la bala le había destrozado la rodilla derecha y urgía atenderle cuanto antes. Fernanda estaba blanca como el papel, con los ojos hundidos y llorosos; Biao, que tanto había temblado, ahora sudaba copiosamente y gruesos goterones le resbalaban por la cara y caían al suelo como lágrimas. Los dos habían pasado un miedo atroz y no conseguían salir de la pesadilla.

—¿Cómo se encuentra, Mme. De Poulain? —me preguntó Lao Jiang, dándome un susto de muerte. Creía que seguía hablando con el soldado.

—Los niños y yo estamos bien —le dije con una voz ronca que no parecía la mía—. Tichborne tiene una herida en la pierna.

—¿Grave?

—Creo que sí, pero yo no soy enfermera. Deberíamos llevarle a algún sitio donde pudieran atenderle.

—Los soldados se ocuparán de eso. —Se volvió hacia el capitán del sable, le dijo unas cuantas palabras e, inmediatamente, cuatro o cinco de aquellos muchachos armados, de no mucho mejor aspecto que los matones de la Banda Verde, dejaron el fusil en el suelo y se encargaron de Tichborne, llevándoselo afuera entre las carcajadas que los gritos de dolor del periodista les provocaban—. Le debo una explicación, Mme. De Poulain.

—Hace rato que la espero, señor Jiang —asentí, encarándome a él.

Algunos soldados empezaron a cargarse sobre los hombros, sin muchos miramientos, los cuerpos muertos de los bandidos y otros comenzaron a echar arena sobre la sangre del suelo.

—Soy miembro del Partido Nacionalista Chino, el Kuomintang, desde 1911, cuando fue fundado por el doctor Sun Yatsen, a quien tengo el honor de conocer y de quien me considero un buen amigo. Él es quien está financiando esta expedición y quien ha puesto a nuestra disposición aquí, en Nanking, este batallón de soldados del Ejército del Sur para que nos proteja de la Banda Verde. El capitán Song —e hizo un gesto con la cabeza señalando al chino del sable que permanecía a una respetuosa distancia mientras sus subordinados limpiaban el lugar— supo de nuestra llegada en cuanto desembarcamos ayer en el puerto y nos ha mantenido bajo discreta vigilancia para poder ayudarnos si era necesario.

No daba crédito a lo que estaba oyendo. Me costaba asimilar la idea de que aquella loca aventura había sido desde el principio un asunto político.

—¿Quiere decir, señor Jiang, que el Kuomintang está al tanto de lo que andamos buscando?

—Por supuesto,
madame
. En cuanto supe lo que había en el «cofre de las cien joyas» y adiviné el alcance del proyecto de restauración imperial de los Qing y de los japoneses, llamé en seguida al doctor Sun Yatsen a Cantón y le expliqué lo que estaba sucediendo. El doctor Sun se alarmó tanto como yo y me ordenó continuar secretamente con la búsqueda del mausoleo perdido de Shi Huang Ti, el Primer Emperador. Pero no se preocupe: mi parte del tesoro irá a parar al Kuomintang, sin duda, pero ustedes recibirán lo que habíamos pactado. Mi partido sólo quiere evitar por todos los medios la locura de una Restauración monárquica.

Un grupo de soldados recogía en canastos la arena ensangrentada y, en las zonas despejadas, otro grupo echaba baldes de agua limpia para terminar de adecentar el túnel. Pronto no quedarían más huellas de lo sucedido que los agujeros de bala en las paredes. Pero no, eso tampoco sería así. Un par de mozalbetes con gorras militares en las que aparecía cosida una pequeña bandera azul con un sol blanco en el centro
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, empezaron a rellenar los orificios con barro. Estaba claro que aquello era una operación de encubrimiento muy bien organizada. Con Tichborne fuera de juego, ¿qué íbamos a hacer?

—Debemos seguir,
madame
, no podemos detenernos ahora. La Banda Verde nos pisa los talones pero, al igual que al Kuomintang, no le interesa que todo este asunto salga a la luz. Sería un escándalo nacional de imprevisibles repercusiones. China no puede permitírselo. Las potencias occidentales intentarían apoderarse del descubrimiento y rentabilizarlo en su favor o a favor de quien más les interese para seguir desangrando a este país. Hay mucho en juego y a usted le sigue haciendo falta encontrar el mausoleo perdido. Hagamos las cosas bien, ¿no le parece,
madame
?

—Pero ¿y Tichborne?

—El no sabe nada del Kuomintang. De momento se quedará aquí y, si se repone pronto, podrá seguirnos. Mientras tanto estará bien atendido por el capitán Song.

—¿El capitán Song conoce algo de esta historia?

—No,
madame
. Él tenía orden de vigilarnos a distancia e intervenir en caso de que fuéramos atacados. Nada más. Sólo lo sabemos nosotros y el doctor Sun.

—Y el emperador Puyi y los eunucos imperiales y los japoneses y la Banda Verde...

Lao Jiang sonrió.

—Sí, pero el
jiance
lo tenemos nosotros.

—En realidad, señor Jiang, lo tengo yo —le rectifiqué, inclinándome hacia el suelo y recogiendo de los pies de Fernanda la cajita de bronce que Tichborne había abandonado al ser herido. El señor Jiang sonrió aún más ampliamente—. Sólo tengo una última pregunta. La Banda Verde y todos los demás ¿saben que el Kuomintang anda metido en esto?

—Espero que no. El doctor Sun no quiere que el partido se vea oficialmente envuelto en esta historia.

—Tiene miedo al ridículo, ¿verdad?

—Sí, algo así. Piense que el Kuomintang está en una situación delicada,
madame
. Las potencias imperialistas extranjeras no nos apoyan. Creen que somos peligrosos para sus intereses económicos. Saben que, si unimos China bajo una sola bandera, les quitaremos todas las abusivas prerrogativas comerciales que han conseguido con malas artes en los últimos cien años. Los Tres Principios del Pueblo del doctor Sun, es decir, Nacionalismo, Democracia y Bienestar, significan el final de sus grandes beneficios económicos. Si toda esta historia saliera a la luz... Bueno, podrían destruir al Kuomintang.

—¿Y quién va a protegernos durante el resto del viaje? Le recuerdo que no sólo nos persigue la Banda Verde sino que, además, nos vamos adentrando en zonas controladas por señores de la guerra.

—Aún tengo que resolver ese asunto.

—Pues hágalo pronto —le advertí, cogiendo de las manos a los todavía amedrentados Fernanda y Biao—. Estos niños están muertos de miedo. Creo que ha actuado usted con malas artes, señor Jiang, ocultándonos un aspecto importante, une affaire politique, de este peligroso viaje. Creo que no es usted una buena persona, que no es tan honesto como aparenta ser y como usted mismo se cree. En mi opinión, hace prevalecer sus intereses políticos por encima de cualquier otra cosa y nos está utilizando. Hasta ahora le admiraba, señor Jiang. Creía que usted era un digno defensor de su pueblo. Ahora empiezo a pensar que, como todos los políticos, es un ávido materialista que no calcula las consecuencias personales de sus decisiones.

No sé por qué hablé así. Estaba realmente enfadada con el anticuario, aunque no tenía claro si era por los motivos que acababa de decirle o porque estaba asustada y había dicho todo aquello como hubiera podido decir cualquier otra cosa. A fin de cuentas, acababa de pasar por la experiencia mas aterradora de mi vida y, en realidad, había salido de ella airosa y reforzada. Empezaba a notar grandes cambios en mi interior. Sin embargo, no estaba mal poner a Lao Jiang contra la pared: se le veía lívido y creo que mis palabras le habían hecho daño. Me sentí un poco culpable pero, en seguida, pensé: «¡Él nos ha mentido!», y se me pasó.

—Lamento oír eso —dijo—. Sólo intento salvar a mi país,
madame
. Puede que tenga usted razón y que, hasta ahora, les haya estado utilizando. Meditaré sobre ello y le daré una explicación más satisfactoria. Si debo disculparme, lo haré.

Salimos de la Puerta Jubao y montamos en un viejo camión descubierto que nos llevó, dando tumbos sobre los adoquines de las devastadas avenidas de Nanking, hasta el cuartel general del Kuomintang en la ciudad, un feo edificio pintado con los colores de su ondulante bandera y protegido por grandes ruedos de alambrada espinosa. En el interior, los soldados que hacían guardia jugaban a los naipes y fumaban. Allí nos dieron de comer y nos permitieron asearnos. Tichborne descansaba en el catre de un cuartucho apestoso, sangrando profusamente hasta que llegó un médico vestido a la occidental y empezó a curarle. Para entonces, alguien había traído de la posada nuestras pertenencias y Biao, más tranquilo, nos contó a Fernanda y a mí que, en la habitación contigua, Lao Jiang y el capitán Song estaban organizando nuestra partida para esa misma noche. Yo no recordaba cuál era nuestra siguiente parada así que no tenía ni idea de hacia dónde íbamos a viajar. Ahora, eso sí, tenía en mi poder, bien custodiada, la cajita que habíamos sacado de debajo de los ladrillos de la Puerta Jubao y, como estábamos solos porque nadie nos prestaba la menor atención, decidí que era un momento magnífico para volver a examinar el contenido con los niños.

—¿Va a abrirla, tía? —se asombró Fernanda—. ¿Y Lao Jiang?

—Ya la verá luego —exclamé, levantando la tapa de bronce verdoso. En el interior seguía el manojito de tablillas con las diminutas manchas de tinta. Biao, curioso, se inclino sobre ellas cuando las extendí hacia él sobre mis manos abiertas. Teníamos buena luz porque en aquel cuartel del Kuomintang había ampollas eléctricas, así que las manchas se distinguían con toda claridad—. El señor Jiang dijo que era un mapa, Biao. ¿Tú qué opinas?

No sé por qué me inspiraba confianza la inteligencia de aquel mozalbete de pelo hirsuto. Si había sido capaz de resolver él solo el problema de Wei-ch'i, ¿por qué no iba a poder ver algo que quedaba oculto a mis ojos por mi educación occidental?

—Sí que debe de ser un mapa,
tai-tai
—confirmó tras mirarlo detenidamente—. No sé lo que dicen estos caracteres escritos tan pequeños que hay junto a los ríos y las montañas, pero los dibujos están muy claros.

—Pues yo sólo veo rayas y puntos —comentó Fernanda, celosa del protagonismo de su criado—. Alguna manchita redonda por aquí, alguna otra cuadrada por allá...

—Estas líneas de puntos son ríos —le explicó Pequeño Tigre—. ¿No ve, Joven Ama, la forma que tienen? Y estas rayas son montañas. Las manchas redondas deben de ser lagos porque están sobre líneas de puntos o cerca de ellas y esta forma cuadrada de aquí quizá sea una casa o un monasterio. Lo que hay escrito dentro no sé lo que significa.

—¿Te gustaría saber leer en tu idioma, Biao? —le pregunté.

Se quedó pensativo un momento y luego negó con la cabeza y resopló:

—¡Demasiado trabajo!

Era la respuesta que hubiera dado cualquier escolar del mundo, me dije ocultando una sonrisa. Lo sentía por Biao, pero Lao Jiang no estaba dispuesto a permitir que siguiera ni un solo día más sin conocer los extraños ideogramas de su escritura milenaria, de modo que entre el castellano y el francés que le enseñaba Fernanda y el chino que le enseñaría a escribir Lao Jiang, Pequeño Tigre iba a tener un viaje muy ocupado.

—¿Sabéis qué podemos hacer mientras esperamos al señor Jiang? —pregunté a los niños con voz animada—. Podemos jugar al Wei-ch'i.

—Pero si no tenemos piedras —objetó Fernanda, quien, sin embargo, se había animado de repente. Estaba muy mustia desde el tiroteo en el túnel y me tenía preocupada.

Biao se había puesto de pie de un brinco y corría hacia la puerta del cuartucho.

—¡He visto un tablero! —exclamó, contento—. Voy a pedirlo.

Cuando regresó, traía bajo el brazo una madera cuadrada y dos tazones de sopa llenos de piedras negras y blancas.

—Los soldados me lo han dejado —explicó y, luego, despectivo, añadió—: prefieren jugar a los naipes occidentales.

Bueno, me dije, algunas opiniones del anticuario ya estaban calando en él.

Poco después de que nos trajeran la cena, apareció por fin el señor Jiang exhibiendo una complacida sonrisa que aún se hizo más afable al vernos a los tres inclinados sobre el tablero de Wei-ch'i, muy concentrados. La verdad era que yo no servía para un juego tan sumamente exquisito y difícil pero a Fernanda se le dio bien desde el principio. Biao rodeaba mis piedras con una facilidad y una rapidez asombrosa y se comía, de un golpe, grupos enteros y numerosos mientras que yo tenía la vista puesta en algún ataque ridículo que nunca conseguía rematar. Fernanda se defendía mejor y, al menos, no le permitía que la masacrara como hacía conmigo. En los nueve días siguientes, mientras navegábamos por el Yangtsé rumbo a Hankow a bordo de un sampán, ama y criado pasaron muchas horas inclinados sobre el tablero (Lao Jiang había conseguido que los soldados nos regalaran el juego), enzarzados en duras batallas que se iniciaban tras las clases matinales y que a veces duraban hasta el anochecer.

No pudimos despedirnos de Tichborne. Cuando abandonamos el cuartel, el médico todavía estaba operándole. No le quedaba mucho de la rodilla derecha, nos dijeron. Si sanaba, cojearía para siempre. Tuve la grave impresión de que difícilmente podría volver a unirse a nosotros en algún momento del viaje; la cosa parecía muy seria. En cualquier caso, y aunque desde el principio sentí por él un agudo rechazo, tuve que admitir que había actuado como un valiente durante la refriega y los niños y yo siempre tendríamos que agradecerle su gesto protector.

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