Read Todo bajo el cielo Online

Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (25 page)

—¿Quiénes sois? —se interesó, y me sentí muy contenta al darme cuenta de que le había comprendido. Para sorpresa de los niños y mía, Lao Jiang le respondió con la verdad, ofreciéndole al abad toda la información sobre nosotros, incluyendo mi nombre español y el de Fernanda. Biao seguía representando su papel de traductor porque mi sobrina se empeñaba en no aprender ni una sola palabra de chino y a mí me venía bien porque todavía había muchos términos y expresiones que no conocía o de los que no identificaba correctamente el tono musical que les daba un significado u otro.

—¿Qué asunto es ése relacionado con el maestro geomántico Yue Ling del que queréis hablar conmigo? —preguntó el abad después de las presentaciones.

Lao Jiang tomó aire antes de responder.

—Desde hace doscientos sesenta años obra en poder de los abades de este gran monasterio de Wudang el fragmento de un viejo
jiance
que fue confiado a su custodia por el maestro geomántico Yue Ling, amigo íntimo del Príncipe de Gui, conocido como emperador Yongli, último Hijo del Cielo de la dinastía Ming.

—No sois los primeros en venir a Wudang reclamando el fragmento —repuso el abad tras una breve reflexión—. Pero, al igual que a los emisarios del actual emperador Hsuan Tung del Gran Qing, debo informaros de nuestra completa ignorancia sobre este asunto.

—¿Los eunucos imperiales de Puyi han estado aquí? —se inquietó Lao Jiang.

El abad se sorprendió.

—Veo que sabéis que se trataba de eunucos del palacio imperial. En efecto, el Alto Eunuco Ghang Ghien-Ho y su ayudante el Vice-Eunuco General visitaron Wudang hace sólo dos lunas.

Se hizo tal silencio en el salón que pudimos oír el tenue chasquido de las tablillas de bambú y el leve crepitar del fuego de las antorchas. La conversación había llegado a un punto muerto.

—¿Qué ocurrió cuando les dijisteis que no sabíais nada del fragmento del
jiance
?

—No creo que sea asunto vuestro, anticuario.

—Pero ¿se enfurecieron?, ¿os agredieron?

—Repito que no es asunto vuestro.

—Tenéis que saber, abad, que nos vienen persiguiendo desde Shanghai, donde miembros de la Banda Verde, la mafia más poderosa del delta del Yangtsé...

—La conozco —murmuró Xu Benshan.

—... a instancias de los eunucos y de los imperialistas japoneses, nos atacaron en los Jardines Yuyuan, lugar en el que recogimos el primer fragmento del viejo libro. También nos atacaron en Nanking, nada más recuperar el segundo fragmento, y hemos hecho el camino hasta aquí ocultándonos durante ochocientos
li
para pediros el último pedazo que nos falta y así poder completar nuestro viaje.

El abad permaneció silencioso. Algo de lo que había dicho Lao Jiang le estaba haciendo cavilar.

—¿Tenéis aquí los dos fragmentos del
jiance
de los que habéis hablado?

Los ojos de águila de Lao Jiang brillaron. Estaban entrando en su terreno; era la hora de negociar.

—¿Tenéis en Wudang el tercer fragmento?

Xu Benshan sonrió.

—Dadme vuestra mitad del
hufu
, de la insignia.

Lao Jiang se sorprendió.

—¿De qué insignia habláis?

—Sí no podéis darme la mitad del
hufu
, no puedo entregaros el tercer y último fragmento del
jiance
.

—Pero, abad, no sé a qué os estáis refiriendo —protestó el señor Jiang—. ¿Cómo os lo podría dar?

—Escuchad, anticuario —suspiró Xu Benshan—. Por mucho que estéis en posesión de los dos primeros fragmentos del
jiance
de nada os servirá conseguir el tercero si no tenéis, o tenéis sin saberlo, los objetos imprescindibles para alcanzar vuestra meta. Observad que no os he preguntado en ningún momento por el propósito final de vuestro viaje y que pongo todo mi interés en ayudaros porque he visto sinceridad en vuestras palabras y creo que en verdad tenéis los dos primeros pedazos de la antigua carta del maestro de obras. Pero lo que no debo hacer en ningún caso es quebrantar las instrucciones del Príncipe de Gui que nos fueron transmitidas por el maestro Yue Ling. El tercer fragmento es el más importante y recaen sobre él protecciones especiales.

La cara de Lao Jiang era una máscara de estupor. Casi podía escuchar el ruido de su cerebro intentando recuperar algún recuerdo sobre una insignia del Príncipe de Gui relacionada con el
jiance
. También yo cavilaba desesperadamente, evocando palabra por palabra la escena en la que el Príncipe hablaba con sus tres amigos en el texto original que encontramos en el libro miniaturizado. Pero, si la memoria no me fallaba, allí nadie mencionaba insignia alguna. Ni insignia, ni emblema, ni divisa de ningún tipo. Quizá estaba en el propio
jiance
, en la propia carta de Sai Wu a su hijo Sai Shi Gu'er, en las tablillas. Pero no porque, según yo recordaba de lo que leyó Lao Jiang en la barcaza del Gran Canal, tampoco allí se hacía referencia a un objeto semejante. En realidad, todo aquello era completamente absurdo porque la única insignia que habíamos visto y tenido en nuestras manos desde que empezó aquella loca historia de tesoros reales y tumbas imperiales se encontraba en el «cofre de las cien joyas» y, desde luego, no tenía nada que ver con el Príncipe de Gui ni con el
jiance
. Se trataba de aquella cosa..., aquel medio tigre de oro. Mi pensamiento se detuvo en seco. El medio tigre. De repente, comprendí: ¡El tigre de oro y el Tigre de Qin!

—Lao Jiang —le llamé con voz queda y con el corazón latiéndome a toda prisa—. Lao Jiang.

—¿Sí? —respondió sin volverse.

—Lao Jiang, ¿recuerda aquella figurilla de oro que vimos en el «cofre de las cien joyas» y que representaba medio tigre con el lomo lleno de ideogramas? Creo que el abad se refiere a ella.

—¿Qué dice? —masculló, enfadado.

—«El Tigre de Qin», Lao Jiang. ¿No lo recuerda? La insignia militar de Shi Huang Ti.

El anticuario abrió los ojos desmesuradamente, comprendiendo.

—¡Biao! —tronó.

—Sí, Lao Jiang —repuso el niño con voz asustada.

—Tráeme mi bolsa. Inmediatamente.

Habíamos dejado los fardos con nuestras cosas en la entrada del templo, así que Biao se lanzó a una loca carrera que el abad aprovechó para entablar conversación conmigo.

—Mme. De Poulain, ¿qué motiva a una extranjera como usted a realizar un viaje tan peligroso como éste por un país desconocido?

La pregunta me la tradujo Lao Jiang, que me hizo un gesto para indicarme que hablara con confianza. En cualquier caso, pensé, dijera lo que dijera no podía meter la pata porque el anticuario lo arreglaría al pasar mis palabras al chino.

—Problemas económicos,
monsieur l’abbé
. Soy viuda y mi marido me dejó muchas deudas que no puedo pagar.

—¿Quiere decir que está obligada por la necesidad?


Exactement
.

El abad permaneció silencioso unos segundos durante los cuales Biao regresó junto a Lao Jiang y le entregó su bolsa de viaje. El anticuario empezó a buscar en el interior y, mascullando entre dientes, completamente abstraído, dijo:

—El abad me pide que le traduzca estas frases del
Tao te king
34
de Lao Tsé: «Sólo con la moderación se puede estar preparado para afrontar los acontecimientos. Estar preparado para afrontar los acontecimientos es poseer una acrecentada reserva de virtud. Con una acrecentada reserva de virtud, nada hay que no se pueda superar, cuando todo se puede superar, nadie hay que conozca los límites de su fuerza.»

—Dígale al abad que se lo agradezco —repuse, intentando memorizar el largo pensamiento taoísta que Xu Benshan acababa de regalarme. Era realmente hermoso.

Lao Jiang extrajo de su bolsa el precioso «cofre de las cien joyas» envuelto en seda. Lo había llevado consigo durante todo nuestro viaje y yo ni siquiera me había preocupado por saber qué había sido de él, si el anticuario lo había ocultado adecuadamente antes de salir de Shanghai o si, como era el caso, lo llevaba encima. Me sentí una irresponsable, una insensata... Así me iba en la vida. Ya me lo decía mi madre: «Hija mía, estás en el mundo para que haya de todo.»

En la palma de la mano del anticuario brillaba la mitad longitudinal del pequeño tigre de oro mientras se acercaba al abad con un rostro inescrutable. Podíamos estar equivocándonos, naturalmente, así que no era el momento de echar las campanas al vuelo.

Pero Xu Benshan, abad del monasterio de Wudang, en la Montaña Misteriosa, esbozó una alegre sonrisa cuando vio lo que le llevaba el señor Jiang e, introduciendo la mano derecha en su gran manga izquierda, sacó de ella algo que ocultó en el puño cerrado hasta que el anticuario le entregó el medio tigre del «cofre de las cien joyas». Entonces, con una gran satisfacción, unió los dos pedazos de la figurilla y nos la mostró.

—Este
hufu
perteneció al Primer Emperador, Shi Huang Ti —nos explicó—. Servía para garantizar la transmisión de las órdenes a sus generales ya que ambas partes tenían que encajar a la perfección. La caligrafía del lomo pertenece a la antigua escritura zhuan, de modo que este tigre es anterior al decreto de unificación de los ideogramas y tiene, por tanto, más de dos mil años de antigüedad. En él pone: «Insignia en dos partes para los ejércitos. La parte de la derecha la tiene Meng Tian. La de la izquierda procede del Palacio Imperial.»

¿Dónde había oído yo el nombre de Meng Tian? ¿Era aquel general a quien Shi Huang Ti había encargado la construcción de la Gran Muralla?

—¿Vais a darnos ahora el tercer fragmento del
jiance
? —preguntó el anticuario con un tono duro en la voz que no me pareció muy oportuno. El buen abad sólo estaba cumpliendo las instrucciones del Príncipe de Gui y, además, parecía muy dispuesto a ayudarnos en todo cuanto pudiera. ¿A qué venía, pues, aquella actitud? Lao Jiang estaba impaciente; extraña incorrección para un comerciante.

—Aún no, anticuario. Os dije que sobre el tercer pedazo del
jiance
recaían protecciones especiales. Todavía falta una.

Hizo un gesto con la mano a los dos monjes que permanecían firmes en la puerta del Pabellón, al fondo de la sala, y ambos salieron a toda velocidad para regresar, instantes después, con paso vacilante, cargados con una gruesa percha de bambú sobre los hombros de la que colgaban, atadas con cuerdas, cuatro grandes losas cuadradas que oscilaban en el aire. Dejaron las piedras con cuidado en el suelo y las liberaron de sus amarres y, luego, las colocaron erguidas una al lado de la otra, mirando hacia nosotros. Cada una de ellas mostraba, bellamente tallado, un único ideograma chino. El abad empezó a hablar pero nuestro traductor, el joven Biao, estaba tan embobado contemplando las losas —y, sin duda, tan cansado del esfuerzo que suponía su trabajo de voluntarioso truchimán—, que se olvidó de cumplir con su papel, así que mi dulce sobrina, toda ella ternura y comprensión, le ladró algunas palabras poco amables y el pobre Biao tuvo que regresar de golpe a la dura realidad de su vida.

—El emperador Yongle ordenó tallar en nuestro hermoso Palacio Nanyan —estaba diciendo el abad—, estos cuatro caracteres fundamentales del taoísmo de Wudang. ¿Sabrían ustedes ponerlos en orden?

—Como no sepa Lao Jiang... —musité para mí, contrariada. ¿Creía el abad que los cuatro leíamos chino? ¿Acaso no se había enterado de que Fernanda y yo éramos extranjeras y de que era tinta china lo que sesgaba nuestros ojos?

—El primero de la izquierda es el ideograma
shou
, que significa «Longevidad» —empezó a explicarnos el anticuario. Era un ideograma muy complicado, con siete líneas horizontales de distinta longitud—. El siguiente es el carácter
an
, cuyo principal sentido es «Paz». —Por suerte, an era bastante más sencillo y parecía un joven bailando el foxtrot, con las rodillas dobladas y cruzadas y los brazos extendidos—. Después está
fu
, el carácter que representa «Felicidad». —Pues la felicidad tenía un ideograma de lo más peculiar: dos flechas en fila apuntando hacia la derecha en la parte superior y, debajo de ellas, dos cuadrados y una suerte de martillo con brazos colgantes—. Y, por último, el ideograma
k’ang
que, aunque les suene parecido, no significa «Cama» sino «Salud». —Rápidamente memoricé la figura de un hombre atravesado por un tridente, con un látigo extendido en la mano izquierda y cinco piernas retorcidas.

—¿Y qué se supone que tenemos que ordenar? —pregunté, desconcertada.

—Ya hablaremos de eso luego —masculló Lao Jiang con tono de rabia contenida.

—Piénsenlo —concluyó el abad poniéndose en pie—. No tengan prisa. Hay veinticuatro posibilidades pero sólo admitiré una en una única ocasión. Pueden quedarse en Wudang todo el tiempo que quieran. Aquí estarán a salvo. Además, ha comenzado la época de lluvias y, en estas condiciones, resulta peligroso abandonar el monasterio.

Fuimos amablemente alojados en una vivienda con un pequeño patio interior lleno de flores alrededor del cual se distribuían las habitaciones. Lao Jiang ocupó la principal, Fernanda y yo la mediana y Biao la más pequeña, que también servía para recibir a las visitas. El comedor y el cuarto de estudio estaban en la planta superior y daban a una estrecha galería de madera y con celosías que discurría alrededor del patio, siempre lleno de los charcos causados por el interminable aguacero. Las paredes estaban decoradas con hermosos frescos de inmortales taoístas y había por todas partes un penetrante olor al aceite perfumado que se quemaba en las lámparas, al incienso de los altarcillos y al que desprendían los antiguos y pesados cortinajes que cubrían las entradas. Pero se trataba del mejor alojamiento que habíamos tenido en cerca de dos meses y no era cuestión de ponerle pegas porque, en verdad, no las tenía. Durante los días siguientes, dos o tres niños de poca edad aparecieron en distintos momentos para traernos comida y hacer la limpieza, a pesar de la cual la casa producía la impresión de ser un lugar particularmente sucio por culpa del barro y la lluvia.

Aquella noche, después de hablar con el abad y mientras cenábamos una magnífica sopa con sabor a minestrone, Lao Jiang nos planteó de una forma más comprensible el asunto de los cuatro caracteres de piedra:

—¿Qué es lo más importante para un taoísta de Wudang? —preguntó, mirándonos de hito en hito—. ¿La longevidad o, quizá, conseguir la paz, la paz interior?

Other books

Forever Country by Brenda Kennedy
Entombed by Keene, Brian
The Last Boleyn by Karen Harper
Murderer's Thumb by Beth Montgomery
Last Man Standing by David Baldacci
Molly by Melissa Wright
Hunted by Riley Clifford