Read Todo bajo el cielo Online

Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (36 page)

Aquella tarde empezaron a llegar nuevos huéspedes al
lü kuan
. Primero fueron dos o tres hombres pero, al poco, ya no paraban de entrar familias completas con aire de fiesta. Por la noche, el establecimiento estaba abarrotado, y eso que no había suficientes mesas para todos y que prácticamente no quedaban sillas. Debía de tratarse de alguna inesperada avalancha de visitantes o de algún nutrido grupo de mercaderes que viajaban con sus mujeres y sus niños. En cuanto los criados nos trajeron los cuencos de la cena, Lao Jiang echó una mirada satisfecha al comedor y exclamó:

—Bien, aquí tenemos a nuestros protectores. Creo que no falta ninguno.

Fernanda y el maestro Rojo parecían saber de qué iba el asunto porque sonrieron y continuaron cenando pero yo no tenía ni la menor idea acerca de lo que hablaba Lao Jiang.

—Se quedó usted dormida cuando empecé a contarle nuestro plan —me dijo atacando con apetito la sopa de arroz—. Todas estas personas son campesinos de los alrededores a los que hemos invitado a cenar. ¿Ve usted aquel hombre de allí? —me preguntó señalando a un anciano alto y delgado—. Él se hará pasar por mí y aquella mujer de allá es usted, Elvira. La hija del hostelero le cortará el pelo para que parezca el suyo. Aquel hombre será el maestro Jade Rojo y el joven alto de su derecha, Biao. Aún no he decidido cuál de aquellas dos muchachas asumirá el papel de Fernanda, ¿quién se le parece más? No se fije en las caras, eso es lo de menos. Fíjese en el cuerpo, en la estatura. Todos ellos saldrán de Shang-hsien dentro de tres horas, en plena noche, en dirección a Xi'an. Se llevarán algunos de nuestros caballos.

Así que aquél era el plan. Unos dobles asumirían nuestra personalidad mientras nosotros permanecíamos a salvo en el
lü kuan
.

—No, nosotros no nos quedaremos en el
lü kuan
. Nosotros partiremos en cuanto Biao nos avise de que los espías se han ido tras el grupo o, en caso contrario, un par de horas después que ellos.

—Pero ¿y si esta gente ha hablado? ¿Y si esos supuestos vigilantes ya saben lo que planeamos hacer?

—¿Cómo iban a saberlo —replicó muy divertido— si nuestros propios dobles lo desconocen todavía?

Aquel hombre no dejaba de sorprenderme. Debí de poner cara de tonta aunque, con mi deformación, no creo que se notara la diferencia.

—Todas estas personas son muy pobres —me aclaró—. El maestro Jade Rojo y yo invitamos a los más necesitados de entre los campesinos de la zona. No podrán rechazar mi oferta en cuanto les muestre el dinero que estamos dispuestos a pagarles.

Y no la rechazaron. Mientras Fernanda y yo terminábamos de cenar y Biao regresaba de las cocinas, Lao Jiang y el maestro Rojo fueron de mesa en mesa cerrando tratos y pagando acuerdos. También dieron algo de dinero al resto de los presentes para que no se produjera un tumulto o alguien tuviera la mala idea de intentar robarnos. Nuestros imitadores nos siguieron hasta las habitaciones y, en menos de media hora, estaban vestidos con nuestras ropas acolchadas y peinados como nosotros, con nuestros gorros, nuestros abrigos de piel de cordero y nuestras botas (unas magníficas botas de piel forradas de espesa lana y con una gruesa suela de cuero para la nieve que nos habían proporcionado en Wudang). Menos mal que teníamos repuesto de casi todo. Los dobles quedaron tan logrados que ni yo misma hubiera podido notar la diferencia de no mirarles la cara. Ellos parecían muy contentos y muy dispuestos a realizar su bien remunerado trabajo: caminar sin descanso toda la noche y todo el día siguiente, sin parar ni para comer. Luego, podrían regresar a sus casas. Nosotros ya nos habríamos alejado lo suficiente como para que la Banda Verde no pudiera alcanzarnos.

Hice que Biao se abrigara antes de salir del
lü kuan
por la leñera. Tendría que pasar un par de horas escondido junto al camino que llevaba a Xi’an, en plena noche y sobre la nieve, y no quería que muriese congelado. A continuación, se marcharon nuestros dobles. La mujer que se hacía pasar por mí había protestado mucho porque, decía, yo caminaba de una manera muy rara que le costaba imitar y no porque ella tuviese «Nenúfares dorados» (era raro que las niñas pobres sufrieran la monstruosa deformación de los pies ya que, de mayores, debían trabajar en el campo como los hombres), sino porque, al andar, yo movía mucho todo el cuerpo, especialmente las caderas, y eso ella no lo había visto nunca. Jamás se me hubiera ocurrido pensar en una cosa semejante, pero la mujer, que debía de ser muy lista, estuvo ensayando en la habitación hasta que se dio por satisfecha y lo mismo hizo la jovencita que remedaba a Fernanda, cosa que aún me sorprendió más.

No había pasado ni una hora cuando Biao reapareció, muy nervioso y muerto de frío, con la noticia de que, efectivamente, un par de hombres habían salido en pos de nuestros dobles en cuanto éstos abandonaron Shang-hsien. Los tipos se movían con cuidado para no ser descubiertos aunque la oscuridad de la noche los ocultaba bastante bien.

—¡Es la hora! —exclamó el anticuario poniéndose precipitadamente el abrigo—. ¡Vámonos!

Montamos en los caballos que nos habían quedado y salimos de Shang-hsien. Los que no sabíamos montar, o sabíamos mal, tuvimos que aguantarnos el miedo, mantener el equilibrio y sostener las riendas lo mejor que pudimos. Las mulas con el resto de las cajas y los sacos nos seguían mansamente y nos servía de guía uno de los lugareños que había cenado y cobrado un dinero en el
lü kuan
. El buen hombre nos llevó por un estrecho sendero que rodeaba completamente la ciudad pasando junto al cauce del río Danjiang y ascendiendo ligeramente por la ladera de la montaña Shangshan. Al cabo de unas horas, en mitad de un espeso bosque de pinos, Lao Jiang detuvo su caballo, desmontó y estuvo hablando con él. A pesar de la hora y del frío, los niños aguantaban bien. Yo era la que estaba realmente fastidiada: el frío en el lado izquierdo de mi cara era como un cuchillo que me rebanara la carne una y otra vez en delgados filetes.

Después, el guía se marchó y Lao Jiang y el maestro Rojo estuvieron hablando un buen rato, consultando a la misérrima luz de una luna menguante algo parecido a una brújula del tamaño y la forma de un plato y, luego, reanudamos la marcha a través del bosque siguiendo un camino inexistente en una dirección desconocida. Amaneció y no nos detuvimos a desayunar. Tampoco paramos a comer; lo hicimos sin desmontar y, cuando el sol empezó a declinar y yo a creer que seguiríamos para siempre montados sobre aquellos pobres animales, el anticuario, por fin, ordenó descansar. Nada en el paisaje había cambiado durante toda la jornada. Seguíamos en mitad de la espesura con la nieve hasta los tobillos, aunque ahora, al anochecer, una bruma misteriosa se deslizaba suavemente entre los troncos. Acampamos allí aquella noche y la siguiente fue idéntica, y la siguiente también. Los días no se diferenciaban en absoluto: árboles y más árboles, matorrales saliendo a duras penas de entre la nieve en la que se hundían los cascos de los caballos con un ruidito seco y machacón; fuego nocturno para espantar a los animales salvajes —felinos y osos— y para preparar la cena y el desayuno de la mañana. Eliminábamos todos los restos de nuestro paso antes de montar y marcharnos. Algunas veces, el maestro Rojo se quedaba atrás y esperaba un rato agazapado entre los árboles para comprobar que nadie nos seguía. Los niños estaban siempre como atontados, medio dormidos por culpa del monótono vaivén de los caballos. Se espabilaban un poco mientras hacíamos taichi pero luego volvían a caer en un profundo sopor. Al cabo de los ocho días que duró el viaje habíamos cruzado cuatro o cinco ríos, algunos poco profundos pero otros tan grandes y de corrientes tan rápidas que nos vimos en la necesidad de alquilar balsas para llegar al otro lado.

La primera señal que tuvimos de que nos acercábamos a zonas más «civilizadas» fue una apocalíptica visión de aldeas arrasadas o incendiadas y las huellas indudables en la nieve del paso de tropas militares y de cuadrillas de bandidos. La cosa se complicaba. Tampoco nos quedaba ya mucha comida, apenas un poco de pan que mojábamos en el té y galletas secas. Fernanda me comunicó la alegre noticia de que mi chichón estaba disminuyendo de tamaño ostensiblemente y de que la mitad izquierda de mi cara había pasado a tener un hermoso color verde que indicaba el principio del fin del moretón. Como seguíamos huyendo de la gente y no queríamos dejarnos ver —o dejarnos ver lo menos posible—, continuábamos dando rodeos absurdos con ayuda de aquella extraña brújula llamada
Luo P'an
, fabricada con un ancho plato de madera en cuyo centro había una aguja magnética que señalaba al Sur. Era el artefacto chino más curioso de todos los que había visto hasta entonces y me propuse dibujar una copia en cuanto tuviera oportunidad porque el plato tenía, delicadamente tallados, entre quince y veinte estrechos círculos concéntricos en los cuales había trigramas, caracteres chinos y símbolos extraños, algunos pintados con tinta roja y otros con tinta negra. Era realmente bonita, original, y el maestro Rojo, su propietario, me explicó que se utilizaba para descubrir las energías de la Tierra, para calcular las fuerzas del
Feng Shui
, aunque nosotros le estábamos dando un uso mucho más vulgar: guiarnos hasta el mausoleo del Primer Emperador.

Por fin, acabando la primera semana de diciembre y habiendo dejado atrás las montañas y la nieve, llegamos a un villorrio llamado T'ieh-lu donde nos aprovisionamos de víveres en una tienducha situada dentro de una pequeña estación de ferrocarril. Cuando salimos de allí, Lao Jiang, señalando un monte que se veía a lo lejos, dijo:

—Ahí tenemos el Li Shan, el monte Li del que habla Sima Qian en su crónica sobre la tumba de Shi Huang Ti. Dentro de unas horas llegaremos al dique de contención del río Shahe.

La frase era optimista y esperanzadora. Se acercaba el final de nuestro largo viaje y, precisamente por eso, mi estómago dio un gran vuelco de miedo: sólo si habíamos conseguido engañar a la Banda Verde alcanzaríamos la presa del Shahe porque, si no era así, las próximas horas resultarían sumamente peligrosas. En cualquier caso, llegar al dique tampoco sería la panacea puesto que allí nos esperaba una muy poco deseable inmersión en aguas heladas y nada menos que las flechas de las ballestas del ejército fantasma de Shi Huang Ti. O sea, que, por donde se mirase, la tarde iba a ser terrible y mi estómago me avisaba de ello.

El maestro Rojo, que a esas alturas del camino aún no sabía hacia dónde nos dirigíamos exactamente, puso cara de interés al escuchar lo de la presa del río Shahe. Como medida de precaución (aunque yo diría más bien que como equivocado gesto de desconfianza), Lao Jiang se había obstinado en no mostrar el
jiance
a los hermanos Rojo y Negro y en no hablar con ellos acerca de las pistas que Sai Wu había dejado escritas para ayudar a su hijo a entrar en el mausoleo y para guiarle por el interior. El pobre maestro Rojo sólo sabía lo que decía Sima Qian en sus
Anales Básicos
y era, de todos nosotros, el único que desconocía lo del baño en agua helada.

Los niños, por su parte, manifestaron la mayor de las alegrías. Para ellos se acercaba el momento más emocionante y divertido de los últimos meses. Aquello era una fantástica aventura con un cuantioso tesoro como premio. ¿Qué más se podía pedir a los trece y a los diecisiete años? Mi intención había sido siempre mantenerlos a salvo, pero todo había salido mal una y otra vez. Ahora no quedaba otro remedio que llevarlos con nosotros y dejar que corrieran los riesgos y peligros que nos esperaban al resto en el interior de la tumba. Me sentí tremendamente culpable. Si algo les llegaba a ocurrir a Fernanda y a Biao... No quería ni pensarlo. Y todo por pagar unas deudas que ni siquiera eran mías; bueno, sí, eran mías por herencia pero esa ley que me había cargado con los problemas económicos de Rémy me parecía absolutamente injusta. Nada de todo aquello estaría sucediendo si él hubiera sido una persona cabal. De repente, no sé por qué, me vino a la cabeza una frase que me había dicho Lao Jiang cuando supimos en Nanking que a Paddy Tichborne le tenían que amputar una pierna: «Le voy a dar su primera lección de taoísmo,
madame
: aprenda a ver lo que hay de bueno en lo malo y lo que hay de malo en lo bueno. Ambas cosas son lo mismo, como el yin y el yang.» ¿Qué podía haber de bueno en todo aquello...? No fui capaz de verlo, de verdad, y entre estos negros pensamientos y otros de la misma índole, fuimos avanzando por grandes extensiones de campos yermos que, en épocas más pacíficas, debieron de dar buenas cosechas de cereales a sus propietarios. Ahora estaban abandonados, los campesinos habían huido y una gran soledad reinaba en la zona.

Aún no habíamos visto el río Shahe cuando el maestro Rojo llamó nuestra atención señalándonos un frondoso montículo de unos cuarenta o cincuenta metros de altura extrañamente aislado en una inmensa campiña al fondo de la cual se destacaban las cinco cumbres siamesas del monte Li.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Lao Jiang, incorporándose sobre su caballo para observar mejor desde la distancia. Todos sonreímos satisfechos. Fue un momento muy emocionante.

«Después —había escrito Sima Qian en su crónica—, sobre el mausoleo se plantaron árboles y se cultivó un prado para que ese lugar tuviera el aspecto de una montaña.» La descripción era un tanto pretenciosa ya que montaña, lo que se dice montaña, no parecía, pero impresionaba saber que la tumba del Primer Emperador de la China, perdida durante dos mil años, se encontraba allí, bajo aquel insignificante y achatado altozano. Y lo realmente increíble era que nosotros íbamos a ser los primeros en entrar en ella.

De pronto, algo pareció molestar profundamente a Lao Jiang:

—Ya deberíamos encontrarnos junto al cauce del Shahe —dijo—. Según el mapa, fluía desde el monte Li hacia el río Wei, a nuestras espaldas. Pero aquí no hay agua.

—¿No existe el río Shahe? —me sorprendí.

—En dos mil doscientos años podría haberse secado —farfulló—. ¿Quién sabe?

Cada vez más preocupados, continuamos avanzando hacia el sur con el mausoleo a nuestra derecha. En aquellos vastos espacios no se divisaba ningún río y, lo que aún era peor, ninguna presa, ningún dique de contención, ningún lago artificial... Deberíamos estar viéndolo pero no era así aunque, si existía, tenía que estar muy cerca, casi debajo de nosotros. En cambio, lo que había hasta las laderas del monte Li sólo era tierra baldía.

Other books

Castle Perilous by John Dechancie
Hunger by Michael Grant
The Lights of Tenth Street by Shaunti Feldhahn
America, You Sexy Bitch by Meghan McCain, Michael Black
Engine City by Ken Macleod
The Fulfillment by LaVyrle Spencer