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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (11 page)

Sonó el claxon del coche. El peruano sabía que tenía que llegar a tiempo a Santa Ana. Pero yo estaba perplejo por lo que había oído.

—Y el sueño… —Pensé cuidadosamente cómo construir la pregunta—. ¿Y consigues que sueñen? ¿Logras que desconecten?

Cogió mis manos con su mano izquierda. Noté la textura de su palma; hacía años que le conocía, pero nunca le había tocado de forma tan personal. Con la mano derecha cerró mis ojos.

—Hoy has soñado… Con ciervos y águilas… ¿Me equivoco?

Mi corazón dio un vuelco y el esófago se giró. Fue tan certero que no podía creerlo.

—¿Cómo…? —pregunté sorprendido.

Él no contestó, al igual que yo no respondería si alguien me hiciera la misma pregunta sobre mi don. Se levantó, fue a una estantería y bajó unos lienzos envueltos. Me los dio.

—Pensaba que ya no tenías —dije.

—Siempre queda algo del anterior negocio en el nuevo. —Sonrió—. Aparte del dueño.

—¿Y mis cuadros, los tienes todavía? —pregunté.

Él negó con la cabeza. Me dolió saberlo. Él se quedó mis dos primeros cuadros de la trilogía: el de la infancia y el de la muerte. Cuando se los mostré se enamoró de ellos, así que se los regalé, porque pensé que jamás se desprendería de ellos y me gustaba mucho cómo se los miraba. Necesitas padres adoptivos perfectos que amen a tus cuadros, para poder desprenderte de ellos.

—Se los di a tu madre —dijo—. Los deseaba tanto que no pude negarme.

No podía creerlo. Jamás me lo dijo; sabía que le gustaba mi pintura pero pensaba que no deseaba poseerla. Me aconsejaba, me daba cariño cuando le gustaba lo que conseguía y los miraba con interés, pero creía que no quería verlos día tras día. Además, jamás tuvo una residencia fija donde colocarlos.

Saqué la billetera, pero él puso su mano sobre ella y me impidió que la abriese; nuevamente sentí su piel.

—Es un regalo, Marcos —susurró—. Hazme caso, no dejes de dormir.

Esta vez le di yo el abrazo. Él lo aceptó agradecido. Me fui.

Cuando estuve en el coche me sentí más completo. Sabía que necesitaba tener esos lienzos conmigo, no sabía si podría o no pintar el último cuadro, pero como decía el viejo canadiense las ideas necesitan material.

Pusimos rumbo a Santa Ana. En tres minutos, el público volvería a su realidad. El peruano aceleró.

Llegamos al Teatro Español dos minutos antes de la hora.

Todas las puertas del teatro estaban abiertas de par en par, deseosas de acoger a su público. Pensé que si tocaba la madera la notaría impaciente.

Bajé del coche y el peruano aparcó en una esquina al lado de una terraza. Me coloqué al lado de la puerta central.

Un poco más alejado de mí había un chico con gafas de sol que rondaría la treintena; no sé por qué me dio la sensación de que me espiaba. Supongo que son los efectos de conocer el mismo día a un extraño y a un jefe de seguridad pederasta.

El chico de gafas de sol también observaba la puerta. Diría que él estaba todavía más impaciente que yo.

Se escuchaba el leve susurro de las palabras depositadas por los actores sobre la platea. Mi madre siempre me contaba que el sonido final de un espectáculo teatral se construye desde el primer segundo.

Es como la construcción de una pirámide. Nunca llegarás a colocar la última piedra de manera magistral si la base no es estable.

Ella siempre me hablaba de los grosores del silencio, que eran evidentes en los teatros.

Me los mostró muchas veces en directo desde la última butaca de numerosos teatros.

Había silencios de dos centímetros que equivalían a atención sin pasión.

Otros más gruesos; silencios que rondaban los cuarenta centímetros, que son los que perforan al intérprete y hacen que sienta la magia del teatro en toda su plenitud.

Y finalmente los de noventa y nueve centímetros. Ésos son tan esplendorosos como una triple risa al unísono de todos los espectadores. Resuena, se escucha, se vive y se siente. Es la pérdida de conciencia total del espectador, justo cuando olvida cualquier problema personal y su cerebro deja de emitir el sonido de la preocupación; eso es lo que hace que el silencio sea supremo. Dejar de pensar lo silencia todo.

Aquella noche, yo sentí un silencio de treinta y cuatro centímetros. Costumbres de mi madre que yo todavía practicaba.

La espera se me estaba haciendo larga, así que decidí adentrarme en el teatro, para saber si dentro el grosor del silencio era mayor. Y también para verla…

No había nadie vigilando. Hay lugares que están preparados para impedirte que accedas al inicio y justo quince minutos antes de que finalice; su pasión es la contraria y se esmeran en proporcionarte todas las facilidades para que te marches rápidamente pero ninguna para evitar que entres.

Crucé la puerta central y me adentré en el vestíbulo del teatro. No había un alma. Me dirigí hacia la puerta que comunicaba el vestíbulo con la platea.

Curiosamente, el pomo de esa puerta era idéntico al de la sala donde estaba retenido el extraño. Aunque yo sabía que al girarlo me encontraría algo radicalmente diferente, sentía el mismo nerviosismo.

Nunca se sabe qué encontrará uno tras una puerta. Quizá en eso consiste la vida: en girar pomos.

Lo giré. El silencio, que ahí tenía un grosor de cuarenta y dos centímetros, me penetró al instante.

El mejor amigo del viajante estaba recitando su monólogo final en el entierro.

Nadie puede culparle. Vosotros no lo entendéis. Willy era un viajante, y para un viajante la vida no tiene fondo. Es un hombre que no pone tuercas en los tornillos, que no te informa sobre las leyes ni te receta medicinas. Es un hombre que va solo por la vida, sin más recursos que una sonrisa y unos zapatos bien limpios.

Seguía siendo tan buena como la recordaba. Conocía bien esa obra, mi madre había realizado una versión en danza. En la creación visual de mi madre, Charley recitaba el monólogo mientras hacía unos pequeños pasos encima del ataúd. Leves movimientos al ritmo de su rabia contenida.

La obra continuaba desgranando monólogos y yo busqué con la mirada a la chica.

Recorrí todas las nucas del teatro concienzudamente. No sé por qué, pero imaginaba que reconocería la suya; era tan sólo una sensación.

No la encontré, pensé que quizá ella se había marchado abrumada porque su cita la había dejado colgada.

Una cosa es el impulso de entrar en el teatro y otra muy diferente decidir quedarte. O quizá la obra no la había llenado; hay gente que no conecta con
Muerte de un viajante
, la consideran antigua. No les comprendo, habla del gran tema: los padres y los hijos.

Pero enseguida se disiparon mis dudas. Estaba seguro de que no era una de esas chicas que abandona un teatro.

Mi madre decía que abandonar un teatro es uno de los pecados capitales que no debería tener perdón. La tristeza que produce en el actor o en el bailarín es dramática. Suelen tardar cinco minutos en recuperar la concentración. Y el público necesita el doble de tiempo.

De repente, el sonido de mi móvil, que eran unos leves ladridos (no tengo perro pero siempre he deseado tener uno, así que mi teléfono ladra con cariño las llamadas entrantes como un agradable chucho), se mezcló con el monólogo de la mujer del viajante.

Todo el público se giró simultáneamente. Había cometido el segundo pecado capital que odiaba mi madre, sólo perdonable por enfermedad de un pariente o nacimiento del primer hijo. El segundo ya no cuenta como atenuante.

Las nucas del público se convirtieron en rostros en penumbra. Casi no se veían los ojos.

Y fue cuando la vi, en la sexta fila, en el extremo izquierdo. Ella no me reconoció. Lo sé, no me conocía. Pero deseaba que me hubiera reconocido.

Cuando logré apagar la llamada del jefe todos los ojos sin brillo habían vuelto a centrarse en el escenario. Excepto los suyos; los suyos tardaron dos segundos más en regresar al monólogo de la viuda.

Cuando me miró noté que aún llevaba conectado el don. Lo desenchufé, pero una imagen se coló.

Ella y un perro. Ella y muchos perros. Sentía amor por ellos; eran sus animales predilectos. Se fiaba de ellos más que de cualquier persona. La vi con seis años acariciando a su perro, creo que se llamaba Walter. Ella era feliz, plenamente feliz en ese recuerdo. No sé dónde estaba colocada esa emoción en la escala pero me encantó.

Aunque no me gustó robarle ese sentimiento.

Fui lentamente hacia su fila, vi que la butaca contigua a la suya estaba vacía. La idea de la plantada cogía fuerza.

Me senté a su lado, ella estaba tan centrada en la obra que creo que no se percató de mi presencia.

Yo la observaba con el rabillo del ojo. Me di cuenta de que no tan sólo me entusiasmaba su rostro mientras esperaba en una plaza, sino también el que ponía cuando escuchaba con atención.

Me estaba enamorando de cada una de sus facciones, de cada una de sus miradas en pausa.

Me centré en la obra; recordaba esos últimos tres minutos a la perfección. Había visto más de cincuenta veces la versión que hizo mi madre de
Muerte de un viajante
, aunque casi siempre me deleitaba con el final. Siempre entraba al teatro justo cuando estaba a punto de acabar. Es genial esa concluyente frase final: «Somos libres… somos libres…».

Noté cómo mientras llegábamos al final la respiración de la chica se iba acompasando con la mía.

La emoción al respirar, el sonido de sus inspiraciones y espiraciones, el aire que decidía coger y soltar era idéntico al mío.

Éramos dos personas que vibrábamos de tal manera con la obra que hasta estábamos respirando juntos. Nos estábamos acompasando sin mirarnos, tan sólo con las palabras de un final épico.

Sentí como si comenzara una relación. Como si por ser las dos únicas personas del teatro que respirábamos a la vez estuviéramos dándonos el primer beso, la primera caricia, el primer momento sensual y como si llegásemos a practicar sexo. Y no lo digo por decir, ya que, según iba sintiendo, mi respiración aumentaba y la suya se superponía a la mía.

Antes de poder consumar nada la obra finalizó y los aplausos lo inundaron todo.

Hubo hasta cinco minutos de aplausos ininterrumpidos. Nuevamente nuestras palmadas iban al unísono. Mi corazón y mi esófago también iban acompasados con los suyos. Aunque quizá todo era mental y todo me lo estaba imaginando.

El último aplauso acabó súbitamente. El público se levantó al momento. Ella permaneció sentada; yo también.

Todos los que ocupaban nuestra fila fueron saliendo por el lado más alejado al que les correspondería, ya que veían nuestra poca predisposición a movernos.

Cada vez quedaba menos gente en la sala; ella continuaba como extasiada por lo que había visto en el escenario y yo fingía sentir lo mismo.

Sabía que en pocos segundos se levantaría o nos echarían los acomodadores. Deseaba encontrar la frase ideal para iniciar la conversación pero no se me ocurría nada.

No deseaba recurrir a nada relacionado con los perros; no me parecía ético.

De repente, descubrí que su mirada cabizbaja se debía al mensaje de texto que estaba mirando y no a la obra que había vivido. Ese mensaje la tenía paralizada; lo leía una y otra vez.

Mi madre opinaba que los mensajes de texto de móvil contenían mucha verdad en pocos caracteres. La gente se esmeraba en contar sus sentimientos sin que el coste fuera excesivo. La concisión de los sentimientos.

Ella guardaba muchos de los que recibía. Jamás los transcribía, jamás los pasaba a otros formatos. Creía que entonces perdían su magia.

Guardaba mensajes de más de diez años de antigüedad. Me decía que en ellos había dolor extremo, pasión sincera y puro sexo.

Los sms, según ella, eran el acrónimo de «sexo más sexo». Me contaba que todo el mundo tenía guardado en su móvil algún mensaje sexual.

Y que a veces sólo la persona que lo había recibido sabía que lo era; cualquier otro que lo leyese no lo descubriría. Ya que para ello debías conocer la hora a la que lo había recibido, el hecho que se había producido anteriormente y su intensidad.

Ella decía que los mensajes fantásticos eran el epílogo perfecto a una gran quedada. Cuántas veces sabes que tras una buena cita o quedada, al marcharte, a los pocos minutos de separarte de la otra persona recibirás un sms confirmando tu percepción de esos momentos compartidos.

A veces es más importante el mensaje que la propia quedada.

Yo también guardaba un mensaje en mi móvil desde hace tiempo, uno muy sexual, de esos que, como decía mi madre, nadie se lo imaginaría. Tan sólo decía: «¿Vienes?».

Me lo envió una chica cuando yo estaba inmerso en una relación. Cuando lo recibí, lo leí y me excité. Durante semanas lo releía y continuaba excitándome.

No fui jamás a donde ella quería, por eso quizá aún guardaba ese sms y aún me ponía.

También guardaba uno de mi madre; me lo envió la primera vez que viajé solo por el mundo sin ella. Decía: «No te pierdas, Marcos, el mundo tiene sus límites donde tú decidas».

Pero la verdad era que mis límites cada vez eran más pequeños: el Teatro Español, la plaza Santa Ana y sus pocas calles colindantes.

De repente, la chica del Español me miró y me habló.

—¿Puedes hacerme un favor?

Aquello era increíble. A veces la vida soluciona tus problemas sin pedirte nada a cambio.

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