Todos los cuentos de los hermanos Grimm (107 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Aterrorizado, el hombrecillo trató de emprender la fuga; pero el oso lo alcanzó antes de que pudiese meterse en su escondrijo.

Entonces se puso a suplicar angustiado:

—Querido señor oso, perdonadme la vida y os daré todo mi tesoro; fijaos, todas esas piedras preciosas que están en el suelo. No me matéis. ¿De qué os servirá una criatura tan pequeña y flacucha como yo? Ni os lo sentiréis entre los dientes. Mejor es que os comáis a esas dos malditas muchachas; ellas sí serán un buen bocado, gorditas como tiernas codornices. Coméoslas y buen provecho os hagan.

El oso, sin hacer caso de sus palabras, propinó al malvado hombrecillo un zarpazo de su poderosa pata y lo dejó muerto en el acto.

Las muchachas habían echado a correr; pero el oso las llamó:

—¡Blancanieve, Rojaflor, no temáis; esperadme, que voy con vosotras!

Ellas reconocieron entonces su voz y se detuvieron y, cuando el oso las hubo alcanzado, de pronto se desprendió su espesa piel y quedó transformado en un hermoso joven, vestido de brocado de oro.

—Soy un príncipe —manifestó—, y ese malvado enano me había encantado, robándome mis tesoros y condenándome a errar por el bosque en figura de oso salvaje hasta que me redimiera con su muerte. Ahora ha recibido el castigo que merecía.

Blancanieve se casó con él, y Rojaflor con su hermano, y se repartieron las inmensas riquezas que el enano había acumulado en su cueva.

La anciana madre vivió aún muchos años tranquila y feliz al lado de sus hijas. Llevóse consigo los dos rosales que, plantados delante de su ventana, siguieron dando todos los años sus hermosísimas rosas blancas y rojas.

La espiga de trigo

E
N aquellos tiempos en que Dios Nuestro Señor andaba aún por el mundo, la fertilidad del suelo era mucho mayor que hoy; entonces llevaban las espigas, no cincuenta o sesenta veces la semilla, sino cuatrocientas o quinientas veces. Los granos salían en el tallo desde arriba hasta el suelo; todo el tallo era espiga.

Pero así son los hombres: en la abundancia se olvidan de que aquella bendición les viene de Dios, y se vuelven indiferentes y frívolos.

Un día pasaba una mujer por un campo de trigo y su hijito, que iba con ella, se cayó en un charca y se ensució el vestidito. La madre arrancó un puñado de hermosas espigas y las usó para limpiar la ropita del niño.

Al verlo Nuestro Señor, que acertaba a pasar también por allí, dijo indignado:

—En adelante, el tallo del trigo no llevará espiga; los hombres no merecen los dones del cielo.

Los presentes, al oír aquellas palabras, se asustaron, y cayendo de rodillas suplicaron al Señor que dejase algo de grano en el tallo; si ellos no lo merecían, que lo hiciera al menos en consideración a los inocentes pollos que, de otro modo, habrían de morir de hambre.

El Señor, previendo la miseria a que los condenaba, apiadóse y accedió a su ruego. Y de este modo quedó la espiga en la parte superior, tal como la vemos hoy.

La tumba

U
N rico campesino se estaba un día en la era contemplando sus campos y huertos; el grano crecía ubérrimo, y los árboles frutales aparecían cargados de fruta. La cosecha del año anterior se hallaba todavía en el granero, tan copiosa, que a duras penas resistían las vigas su peso. Pasó luego al establo, lleno de cebados bueyes, magníficas vacas y caballos de piel lisa y reluciente. Por último, subiendo a su aposento, contempló las arcas de hierro que encerraban sus caudales.

Mientras se hallaba absorto considerando sus riquezas, oyó una fuerte llamada muy cerca de donde él estaba; mas no era en la puerta del aposento, sino en la de su corazón.

Abrió, y oyó una voz que le decía:

—¿Has ayudado a los tuyos? ¿Has pensado en los pobres? ¿Has compartido tu pan con los hambrientos? ¿Te has contentado con lo que poseías, o has codiciado más y más?

El corazón respondió sin vacilar:

—He sido duro e inexorable, y jamás hice el menor bien a los míos. Cuando se me presentó un pobre, aparté de él la mirada. No pensé en Dios, sino únicamente en aumentar mis riquezas. Si hubiese poseído todo lo que existe bajo el cielo, no habría tenido aún bastante.

Al escuchar el hombre esta respuesta, asustóse en gran manera; las rodillas empezaron a temblarle, y tuvo que sentarse.

En aquel momento volvieron a llamar; esta vez, en la puerta de la habitación.

Era su vecino, un pobre infeliz, padre de un montón de hijos a los que no podía dar de comer. «Bien sé —pensó el desgraciado— que mi vecino es tan duro de corazón como rico. No creo que me ayude; pero mis hijos necesitan pan; no perderé nada con probar».

Y dijo al rico:

—No os gusta desprenderos de lo vuestro, ya lo sé; pero me presento ante vos como un hombre que está con el agua al cuello. Mis hijos se mueren de hambre; prestadme cuatro medidas de trigo.

El rico lo miró un buen rato, y el primer rayo de sol de la misericordia derritió una gota del hielo de su codicia.

—No te prestaré cuatro medidas —respondióle—, sino que te regalaré ocho; pero con una condición.

—¿Qué debo hacer? —preguntó el pobre.

—Cuando yo me muera, habrás de velar tres noches junto a mi tumba.

No le hizo mucha gracia al labrador aquella exigencia, pero en la necesidad en que se encontraba se habría avenido a todo, por lo que dio su promesa y retiróse con el trigo.

Parecía como si el rico hubiese previsto lo que iba a ocurrir; a los tres días cayó muerto de repente. No se supo a punto fijo cómo había ocurrido la cosa; pero nadie se condolió de su muerte.

Cuando lo enterraron, el pobre se acordó de su promesa y, aunque deseaba verse libre de cumplirla, pensó: «Conmigo se mostró compasivo; con su grano pude saciar a mis hambrientos hijos; y, aunque así no fuese, ya que lo prometí, debo cumplirlo».

Al llegar la noche se encaminó al cementerio y se sentó sobre la tumba. El silencio era absoluto. La luna iluminaba la sepultura; de tarde en tarde pasaba volando una lechuza y lanzaba su grito lastimero.

Cuando salió el sol, nuestro hombre regresó a su casa sin novedad; la segunda noche discurrió tan tranquila como la primera. Pero al atardecer del día tercero, el buen hombre experimentó una angustia inexplicable; presentía que iba a ocurrirle algo.

Al llegar al cementerio vio a un desconocido apoyado en la pared. No era joven; tenía el rostro lleno de cicatrices, y su mirada era aguda y fogosa. Iba envuelto en una vieja capa, bajo la cual aparecían unas grandes botas de montar.

—¿Qué buscas aquí? —preguntóle el labrador—. ¿No te da miedo la soledad del cementerio?

—No busco nada —respondió el forastero—, pero tampoco temo a nada. Soy como aquel mozo que salió a correr mundo para aprender lo que es el miedo y no lo consiguió. Pero a aquél le tocó en suerte casarse con una princesa, que le aportó grandes riquezas, mientras que yo he sido siempre pobre. Soy soldado licenciado y pienso pasar la noche aquí, a falta de otro refugio.

—Si no tienes miedo —dijo el labriego—, quédate conmigo y ayúdame a velar sobre esta tumba.

—Esto de velar es misión de un soldado —respondió el otro—. Compartiremos lo que suceda, sea bueno o malo.

El campesino se declaró conforme, y los dos se sentaron sobre la sepultura.

Todo permaneció tranquilo hasta media noche. A esta hora, rasgó de repente el aire un agudo silbido, y los dos guardianes vieron al diablo en carne y hueso de pie ante ellos.

—¡Fuera de aquí, bribones! —les gritó—. El que está aquí enterrado es mío, y vengo a llevármelo; y si no os apartáis, os retorceré el pescuezo.

—Mi señor de la pluma roja —replicó el soldado—, vos no sois mi capitán y no tengo por qué obedeceros; y, en cuanto a tener miedo, es cosa que aún no he aprendido. Continuad vuestro camino, que nosotros no nos movemos.

Pensó el diablo: «Lo mejor será deshacerse de ellos con un poco de dinero»; y, adoptando un tono más apacible, les propuso que abandonasen el lugar a cambio de un bolso de oro.

—Eso es hablar —respondió el soldado—; pero con un bolso no nos basta. Si os avenís a darnos todo el oro que quepa en una de mis botas, os dejaremos libre el campo y nos marcharemos.

—No llevo encima el suficiente —dijo el diablo—, pero iré a buscarlo. En la ciudad contigua vive un cambista que es amigo mío y me lo prestará.

Cuando el diablo se hubo alejado, el soldado, quitándose la bota izquierda, dijo:

—Vamos a jugarle una mala pasada a este carbonero. Dejadme vuestro cuchillo, compadre.

Y cortó la suela de la bota, que colocó luego al lado de la sepultura al borde de un foso profundo disimulado por la alta hierba.

—Así está bien —dijo—. Que venga el deshollinador.

Sentáronse los dos aguardando su vuelta, que no se hizo esperar mucho. Venía el diablo con un saquito de oro en la mano.

—Echadlo dentro —dijo el soldado levantando un poco la bota—; pero no habrá bastante.

El negro vació el saco, el oro pasó a través de la bota y ésta quedó vacía.

—¡Estúpido! —exclamó el soldado—. Esto no basta. ¿No os lo he dicho? Id por más.

El diablo meneó la cabeza, se marchó y, al cabo de una hora, comparecía de nuevo con otro saco mucho mayor debajo del brazo.

—Echadlo —dijo el soldado—, pero dudo que baste para llenar la bota.

Sonó el oro al caer, pero la bota siguió vacía.

El diablo miró el interior con sus ojos de fuego, pero hubo de persuadirse de que era verdad.

—¡Vaya piernas largas que tenéis! —exclamó, torciendo el gesto.

—¿Pensabais, acaso, que tenía pie de caballo como vos? ¿Desde cuando sois tan roñoso? Ya podéis arreglaros para traer más oro; de lo contrario, no hay nada de lo dicho.

Y el diablo no tuvo más remedio que largarse otra vez.

Tardó en volver mucho más que antes; pero, al fin, compareció agobiado por el saco que traía a la espalda. Soltó el contenido en la bota, pero ésta quedaba tan vacía como antes.

Furioso, hizo un movimiento para arrancar la prenda de manos del soldado; pero en el mismo momento brilló en el cielo el primer rayo del sol levante, y el maligno espíritu escapó con un grito estridente. La pobre alma estaba salvada.

El campesino quiso repartir el oro, pero el soldado le dijo:

—Da mi parte a los pobres. Yo me alojaré en tu cabaña, y con lo que queda viviremos en paz y tranquilidad el tiempo que Dios nos conceda de vida.

El viejo Rinkrank

E
RASE una vez un rey que tenía una hija. Se hizo construir una montaña de cristal y dijo:

—El que sea capaz de correr por ella sin caerse, se casará con mi hija

He aquí que se presentó un pretendiente y preguntó al Rey si podría obtener la mano de la princesa.

—Sí —respondióle el Rey—; si eres capaz de subir corriendo a la montaña sin caerte, la princesa será tuya.

Dijo entonces la hija del Rey que subiría con él y lo sostendría si se caía.

Emprendieron el ascenso y, al llegar a media cuesta, la princesa resbaló y cayó y, abriéndose la montaña, precipitóse en sus entrañas sin que el pretendiente pudiese ver dónde había ido a parar, pues el monte se había vuelto a cerrar en seguida.

Lamentóse y lloró el mozo lo indecible, y también el Rey se puso muy triste, y dio orden de romper y excavar la montaña con la esperanza de rescatar a su hija; pero no hubo modo de encontrar el lugar por el que había caído.

Entretanto, la princesa, rodando por el abismo había ido a dar en una cueva profundísima y enorme, donde salió a su encuentro un personaje muy viejo, de luenga barba blanca, y le dijo que le salvaría la vida si se avenía a servirle de criada y a hacer cuanto le mandase; de lo contrario, la mataría. Ella cumplió todas sus órdenes.

Al llegar la mañana, el individuo se sacó una escalera del bolsillo y, apoyándola contra la montaña, subióse por ella y salió al exterior, cuidando luego de volver a recoger la escalera.

Ella hubo de cocinar su comida, hacer su cama y mil trabajos más; y así cada día; y cada vez que regresaba el hombre, traía consigo un montón de oro y plata.

Al cabo de muchos años de seguir así las cosas y haber envejecido él en extremo, dio en llamarla «Dama Mansrot», y le mandó que ella lo llamase a él «Viejo Rinkrank».

Un día en que el viejo había salido como de costumbre, hizo ella la cama y fregó los platos. Luego cerró bien todas las puertas y ventanas, dejando abierta sólo una ventana de corredera por la que entraba la luz.

Cuando volvió el viejo Rinkrank, llamó a la puerta diciendo:

—¡Dama Mansrot, ábreme!

—No —respondió ella—, no viejo Rinkrank, no te abriré.

Dijo él entonces:

«Aquí está el pobre Rinkrank

sobre sus diecisiete patas,

sobre su pie dorado.

Dama Mansrot, friega los platos.»

—Ya he fregado los platos —respondió ella.

Y prosiguió él:

«Aquí está el pobre Rinkrank

sobre sus diecisiete patas,

sobre su pie dorado.

Dama Mansrot, hazme la cama.»

—Ya hice tu cama —respondió ella.

Y él, de nuevo:

«Aquí está el pobre Rinkrank

sobre sus diecisiete patas,

sobre su pie dorado.

Dama Mansrot, ábreme la puerta.»

Dando la vuelta a la casa, vio que el pequeño tragaluz estaba abierto, y pensó: «Echaré una miradita para ver qué está haciendo, y por qué se niega a abrirme la puerta». Y, al tratar de meter la cabeza por el tragaluz, se lo impidió la barba.

Entonces empezó introduciendo la barba en la ventanilla y, cuando ya la tuvo dentro, acudió dama Mansrot, cerró el postigo y lo ató con una cinta, dejándolo bien sujeto con la barba aprisionada en él.

¡Qué alaridos daba el viejo, lamentándose y quejándose de dolor, y rogando a la mujer que lo soltase! Pero ella le replicó que no lo haría sino a cambio de la escalera con que él salia de la montaña.

Atando una larga cuerda a la ventana, colocó la escalera debidamente y trepó por ella hasta llegar a cielo abierto; entonces, tirando desde arriba, levantó la tapa del tragaluz. Marchóse luego en busca de su padre y le refirió sus aventuras.

Alegróse el Rey y le dijo que su novio aún vivía. Y saliendo todos a excavar la montaña, encontraron al fondo al viejo Rinkrank con todo su oro y plata.

Mandó el Rey ejecutar al viejo y se llevó todos sus tesoros. La princesa se casó con su novio, y vivieron felices y satisfechos.

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