Todos los cuentos de los hermanos Grimm (105 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Al clarear el día púsose el soldadito en camino. Con el tambor colgado del hombro adentróse sin miedo en la selva y, viendo al cabo de buen rato de caminar por ella que no aparecía ningún gigante, pensó: «Será cosa de despertar a esos dormilones».

Puso el tambor en posición y empezó a redoblarlo tan vigorosamente, que las aves remontaron el vuelo con gran algarabía.

Poco después se levantaba un gigante, tan alto como un pino, que había estado durmiendo sobre la hierba.

—¡Renacuajo! —le gritó—, ¿cómo se te ocurre meter tanto ruido y despertarme del mejor de los sueños?

—Toco —respondió el tambor— para indicar el camino a los muchos millares que me siguen.

—¿Y qué vienen a buscar a la selva? —preguntó el gigante.

—Quieren exterminaros y limpiar el bosque de las alimañas de tu especie.

—¡Vaya! —exclamó el monstruo—. Os mataré a pisotones, como si fueseis hormigas.

—¿Crees que podrás con nosotros? —replicó el tambor—. Cuando te agaches para coger a uno, se te escapará y se ocultará; y en cuanto te eches a dormir, saldrán todos de los matorrales y se te subirán encima. Llevan en el cinto un martillo de hierro y te partirán el cráneo.

Preocupóse el gigante y pensó: «Si no procuro entenderme con esta gentecilla astuta, a lo mejor salgo perdiendo. A los osos y los lobos les aprieto el gaznate; pero ante los gusanillos de la tierra estoy indefenso».

—Oye, pequeño —prosiguió en alta voz—, retírate y te prometo que en adelante os dejaré en paz a ti y a los tuyos; además, si tienes algún deseo que satisfacer, dímelo y te ayudaré.

—Tienes largas piernas —dijo el tambor— y puedes correr más que yo. Si te comprometes a llevarme a la montaña de cristal, tocaré señal de retirada, y por esta vez los míos te dejarán en paz.

—Ven, gusano —respondió el gigante—, súbete en mi hombro y te llevaré adonde quieras.

Levantólo y, desde la altura, nuestro soldado se puso a redoblar con todas sus fuerzas. Pensó el gigante: «Debe de ser la señal de que se retiren los otros».

Al cabo de un rato salióles al encuentro un segundo gigante que, cogiendo al tamborcillo, se lo puso en el ojal. El soldado se agarró al botón, que era tan grande como un plato, y se puso a mirar alegremente en derredor.

Luego se toparon con un tercero, el cual sacó al hombrecillo del ojal y se lo colocó en el ala del sombrero; y ahí tenemos a nuestro soldado paseando por encima de los pinos.

Divisó a lo lejos una montaña azul y pensó: «Ésa debe de ser la montaña de cristal»; y, en efecto, lo era.

El gigante dio unos cuantos pasos y llegaron al pie del monte, donde se apeó el tambor. Ya en tierra, pidió al grandullón que lo llevase a la cumbre; pero el grandullón sacudió la cabeza y, refunfuñando algo entre dientes, regresó al bosque.

Y ahí tenemos al pobre tambor ante la montaña, tan alta como si hubiesen puesto tres, una encima de otra, y además lisa como un espejo. ¿Cómo arreglárselas?

Intentó la escalada, pero en vano; resbalaba cada vez. «¡Quién tuviese alas!» suspiró; pero de nada sirvió desearlo; las alas no le crecieron.

Mientras estaba perplejo sin saber qué hacer, vio a poca distancia dos hombres que disputaban acaloradamente. Acercándose a ellos, se enteró de que el motivo de la riña era una silla de montar colocada en el suelo y que cada uno quería para sí.

—¡Qué necios sois! —díjoles—. Os peleáis por una silla y ni siquiera tenéis caballo.

—Es que la silla merece la pena —respondió uno de los hombres—. Quien se sube en ella y manifiesta el deseo de trasladarse adonde sea, aunque se trate del fin del mundo, en un instante se encuentra en el lugar pedido. La silla es de los dos, y ahora me toca a mí montarla, pero éste se opone.

—Yo arreglaré la cuestión —dijo el tambor.

Se alejó a cierta distancia y clavó un palo blanco en el suelo. Luego volvió a los hombres y dijo:

—El palo es la meta; el que primero llegue a ella, ése montará antes que el otro.

Emprendieron los dos la carrera, y en cuanto se hubieron alejado un trecho, nuestro mozo se subió en la silla y, expresando el deseo de ser transportado a la cumbre de la montaña de cristal, encontróse en ella en un abrir y cerrar de ojos.

La cima era una meseta, en la cual se levantaba una vieja casa de piedra; delante de la casa se extendía un gran estanque y detrás quedaba un grande y tenebroso bosque. No vio seres humanos ni animales; reinaba allí un silencio absoluto, interrumpido solamente por el rumor del viento entre los árboles; y las nubes se deslizaban raudas, a muy poca altura, sobre su cabeza.

Se acercó a la puerta y llamó. A la tercera llamada se presentó a abrir una vieja de cara muy morena y ojos encarnados; llevaba anteojos cabalgando sobre su larga nariz y, mirándolo con expresión escrutadora, le preguntó qué deseaba.

—Entrada, comida y cama —respondió el tambor.

—Lo tendrás —replicó la vieja— si te avienes antes a hacer tres trabajos.

—¿Por qué no? —dijo él—. No me asusta ningún trabajo por duro que sea.

Franqueóle la mujer el paso, le dio de comer y, al llegar la noche, una cama.

Por la mañana, cuando ya estaba descansado, la vieja se sacó un dedal del esmirriado dedo, se lo dio y le dijo:

—Ahora, a trabajar. Con este dedal tendrás que vaciarme todo el estanque; debes terminar antes del anochecer, clasificando y disponiendo por grupos todos los peces que contiene.

—¡Vaya un trabajo raro! —dijo el tambor, y se fue al estanque para vaciarlo.

Estuvo trabajando toda la mañana; pero, ¿qué puede hacerse con un dedal ante tanta agua, aunque estuviera uno vaciando durante mil años?

A mediodía pensó: «Es inútil; lo mismo da que trabaje como que lo deje», y se sentó a la orilla.

Vino entonces de la casa una muchacha y, dejando a su lado un cestito con la comida, le dijo:

—¿Qué ocurre, pues te veo muy triste?

Alzando él la mirada, vio que la doncella era hermosísima.

—¡Ay! —le respondió—. Si no puedo hacer el primer trabajo, ¿cómo serán los otros? Vine para redimir a una princesa que debe habitar aquí; pero no la he encontrado. Continuaré mi ruta.

—Quédate —le dijo la muchacha—, yo te sacaré del apuro. Estás cansado; reclina la cabeza sobre mi regazo y duerme. Cuando despiertes, la labor estará terminada.

El tambor no se lo hizo repetir y, en cuanto se le cerraron los ojos, la doncella dio la vuelta a una sortija mágica y pronunció las siguientes palabras:

—Agua, sube. Peces, afuera.

Inmediatamente subió el agua, semejante a una blanca niebla, y se mezcló con las nubes, mientras los peces coleteaban y saltaban a la orilla colocándose unos al lado de otros, distribuidos por especies y tamaños.

Al despertarse, el tambor comprobó, asombrado, que ya estaba hecho todo el trabajo. Pero la muchacha le dijo:

—Uno de los peces no está con los suyos, sino solo. Cuando la vieja venga esta noche a comprobar si está listo el trabajo que te encargó, te preguntará: «¿Qué hace este pez aquí solo?». Tíraselo entonces a la cara, diciéndole: «¡Es para ti, vieja bruja!».

Presentóse la mujer a la hora del crepúsculo y, al hacerle la pregunta, el tambor le arrojó el pez a la cara. Simuló ella no haberlo notado y nada dijo; pero de sus ojos escapóse una mirada maligna.

A la mañana siguiente lo llamó de nuevo:

—Ayer te saliste fácilmente con la tuya; pero hoy será más difícil. Has de talarme todo el bosque, partir los troncos y disponerlos en montones; y debe quedar terminado al anochecer.

Y le dio un hacha, una maza y una cuña; pero la primera era de plomo, y las otras, de hojalata.

A los primeros golpes, las herramientas se embotaron y aplastaron, dejándolo desarmado.

Hacia mediodía, volvió la muchacha con la comida y lo consoló:

—Descansa la cabeza en mi regazo y duerme; cuando te despiertes, el trabajo estará hecho.

Dio vuelta al anillo milagroso y, en un instante, desplomóse el bosque entero con gran estruendo, partiéndose la madera por sí sola y estibándose en montones; parecía como si gigantes invisibles efectuasen la labor.

Cuando se despertó, díjole la doncella:

—¿Ves? La madera está partida y amontonada; sólo queda suelta una rama; cuando esta noche te pregunte la vieja por qué, le das un estacazo con la rama y le respondes: «¡Esto es para ti, vieja bruja!».

Vino la vieja:

—¿Ves —le dijo— qué fácil resultó el trabajo? Pero, ¿qué hace ahí esa rama?

—¡Es para ti, vieja bruja! —respondióle el mozo, dándole un golpe con ella.

La mujer hizo como si no lo sintiera y, con una risa burlona, le dijo:

—Mañana harás un montón de toda esta leña, le prenderás fuego y habrá de consumirse completamente.

Levantóse el tambor a las primeras luces del alba para acarrear la leña; pero, ¿cómo podía un hombre solo transportar todo un bosque? El trabajo no adelantaba.

Pero la muchacha no lo abandonó en su cuita; trájole a mediodía la comida y, después que la hubo tomado, sentóse con la cabeza en su regazo y se quedó dormido.

Cuando se despertó, ardía toda la pira en llamas altísimas, cuyas lenguas llegaban al cielo.

—Escúchame —le dijo la doncella—; cuando venga la bruja, te mandará mil cosas; haz, sin temor, cuanto te ordene; sólo así no podrá nada contigo; pero si tienes miedo, serás víctima del fuego. Finalmente, cuando ya lo hayas realizado todo, la agarras con ambas manos y la arrojas a la hoguera.

Marchóse la muchacha y, a poco, presentóse la vieja:

—¡Uy, qué frío tengo! —exclamó—. Pero ahí arde un fuego que me calentará mis viejos huesos. ¡Qué bien! Allí veo un tarugo que no quema; sácalo. Si lo haces, quedarás libre y podrás marcharte adonde quieras. ¡Ala, adentro sin miedo!

El tambor no se lo pensó mucho y saltó en medio de las llamas; pero éstas no lo quemaron, ni siquiera le chamuscaron el cabello.

Cogió el tarugo y lo sacó de la pira. Mas apenas la madera hubo tocado el suelo, transformóse, y nuestro mozo vio de pie ante él a la hermosa doncella que le había ayudado en los momentos difíciles. Y por los vestidos de seda y oro que llevaba, comprendió que se trataba de la princesa.

La vieja prorrumpió en una carcajada diabólica y dijo:

—Piensas que ya es tuya; pero no lo es todavía.

Y se disponía a lanzarse sobre la doncella para llevársela; pero él agarró a la bruja con ambas manos, levantóla en el aire y la arrojó entre las llamas, que en seguida se cerraron sobre ella como ávidas de devorar a la hechicera.

La princesa se quedó mirando al tambor y, al ver que era un mozo gallardo y apuesto, y pensando que se había jugado la vida para redimirla, alargándole la mano le dijo:

—Te has expuesto por mí; ahora, yo lo haré por ti. Si me prometes fidelidad, serás mi esposo. No nos faltarán riquezas; tendremos bastantes con las que la bruja ha reunido aquí.

Condújolo a la casa, donde encontraron cajas y cajones repletos de sus tesoros. Dejaron el oro y la plata, y se llevaron únicamente las piedras preciosas.

No queriendo permanecer por más tiempo en la montaña de cristal, dijo el tambor a la princesa:

—Siéntate en mi silla y bajaremos volando como aves.

—No me gusta esta vieja silla —respondió ella—. Sólo con dar vuelta a mi anillo mágico estamos en casa.

—Bien —asintió él—; entonces, pide que nos sitúe en la puerta de la ciudad.

Estuvieron en ella en un santiamén, y el tambor dijo:

—Antes quiero ir a ver a mis padres y darles la noticia. Aguárdame tú aquí en el campo; no tardaré en regresar.

—¡Ay! —exclamó la doncella—. Ve con mucho cuidado; cuando llegues a casa, no beses a tus padres en la mejilla derecha; si lo hicieses, te olvidarías de todo, y yo me quedaría sola y abandonada en el campo.

—¿Cómo es posible que te olvide? —contestó él.

Y le prometió estar muy pronto de vuelta.

Cuando llegó a la casa paterna, nadie lo conoció. ¡Tanto había cambiado! Pues resulta que los tres días que pasara en la montaña habían sido, en realidad, tres largos años.

Diose a conocer, y sus padres se le arrojaron al cuello locos de alegría; y estaba el mozo tan emocionado que, sin acordarse de la recomendación de su prometida, los besó en las dos mejillas, y en el momento en que estampó el beso en la mejilla derecha, borrósele por completo de la memoria todo lo referente a la princesa.

Vaciándose los bolsillos, puso sobre la mesa puñados de piedras preciosas, tantas que los padres no sabían qué hacer con tanta riqueza.

El padre edificó un magnífico castillo rodeado de jardines, bosques y prados, como si se destinara a la residencia de un príncipe.

Cuando estuvo terminado, dijo la madre:

—He elegido una novia para tí; dentro de tres días celebraremos la boda.

El hijo se mostró conforme con todo lo que quisieron sus padres.

La pobre princesa estuvo aguardando largo tiempo a la entrada de la ciudad la vuelta de su prometido. Al anochecer, dijo:

—Seguramente ha besado a sus padres en la mejilla derecha, y me ha olvidado.

Llenóse su corazón de tristeza y pidió volver a la solitaria casita del bosque, lejos de la Corte de su padre.

Todas las noches volvía a la ciudad y pasaba por delante de la casa del joven; él la vio muchas veces, pero no la reconoció.

Al fin, oyó que la gente decía:

—Mañana se celebra su boda.

«Intentaré recobrar su corazón», pensó ella. Y el primer día de la fiesta, dando vuelta al anillo mágico, dijo:

—Quiero un vestido reluciente como el sol.

En seguida tuvo el vestido en sus manos; y su brillo era tal, que parecía tejido de puros rayos.

Cuando todos los invitados se hallaban reunidos, entró ella en la sala. Todos los presentes se admiraron al contemplar un vestido tan magnífico; pero la más admirada fue la novia, cuyo mayor deseo era el conseguir aquellos atavíos. Se dirigió, pues, a la desconocida y le preguntó si quería venderlo.

—No por dinero —respondió ella—; pero os lo daré si me permitís pasar la noche ante la puerta de la habitación del novio.

La novia, con el afán de poseer la prenda, accedió; pero mezcló un somnífero en el vino que sirvióse al novio, por lo que éste quedó sumido en profundo sueño.

Cuando ya reinó el silencio en todo el palacio la princesa, pegándose a la puerta del aposento y entreabriéndola, dijo en voz alta:

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