Todos los cuentos de los hermanos Grimm (101 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—Lo sé todo.

La condujo dentro y puso otro leño en el hogar; pero ya no volvió a sentarse a la rueca sino que, cogiendo una escoba, se puso a barrer y fregar.

—Todo debe estar muy limpio y pulido —dijo a la chica.

—Pero, madre —respondió ésta—, ¿por qué os ponéis a trabajar a una hora tan avanzada? ¿Qué os proponéis?

—¿Sabes qué hora es? —preguntó la vieja.

—Todavía no es media noche, pero han pasado ya las once —respondió la muchacha.

—¿No sabes que hoy se cumplen tres años que llegaste aquí? —prosiguió la bruja—. Tu plazo ha terminado. No podemos seguir juntas.

La muchacha respondió, asustada:

—¡Ay, madre mía!, ¿vais a echarme? ¿Adónde iré? No tengo amigos ni patria adonde dirigirme. Hice todo lo que me mandasteis, y siempre estuvisteis contenta de mí. ¡No me echéis!

La vieja no quiso decir a la muchacha lo que le esperaba.

—Yo no puedo seguir aquí —respondió—; pero cuando me marche, debe quedar toda la casa limpia y aseada. Por tanto, no me distraigas en mi faena. En cuanto a ti, tranquilízate, encontrarás un techo para cobijarte, y quedarás satisfecha con la recompensa que te daré.

—Pero, decidme, ¿qué va a suceder? —insistió la muchacha.

—Te repito que no me estorbes en mi trabajo. No digas ni una palabra más. Vete a tu cuarto, quítate la piel de la cara, ponte el vestido de seda que llevabas cuando llegaste, y aguarda a que te llame.

Pero volvamos al Rey y a la Reina, que habían partido en compañía del conde en busca de la vieja. Ya en el bosque, el conde se había separado de ellos durante la noche y tuvo que continuar solo.

A la mañana siguiente parecióle que había encontrado el camino. Siguió por él hasta que oscureció. Entonces se subió a un árbol para pasar en él la noche, pues temía extraviarse.

Cuando la luna iluminó aquellos parajes, pudo ver el mozo una figura que descendía de la montaña y, aunque no llevaba ninguna vara en la mano, se dio cuenta de que era la pastora de ocas que había conocido en casa de la vieja.

—¡Ajá, ahí viene! —exclamó—. Si pesco a una bruja, la otra no se me escapará.

Cuál no sería su asombro al ver que aquella muchacha, al llegar a la fuente, se quitaba la piel y se lavaba, soltándosele unos cabellos de oro puro y dejando al descubierto una belleza como jamás contemplara él otra igual. Casi no se atrevía a respirar, y estiraba el cuello todo lo posible entre el follaje, mirándola arrobado.

Sea porque se inclinara demasiado, sea por cualquiera otro motivo, de pronto crujió la rama, y en el mismo momento se puso la muchacha la piel y huyó como un corzo; y como la luna se ocultó en aquel preciso instante, el conde la perdió de vista.

En cuanto hubo desaparecido, apresuróse el joven a bajar del árbol para lanzarse en su persecución.

Al poco rato descubrió en la penumbra dos figuras que avanzaban por el bosque. Eran el Rey y la Reina que, habiendo visto desde lejos la luz de la casita de la vieja, se dirigían a ella.

Contóles el conde su maravillosa visión al borde de la fuente, y los padres no dudaron ya de que se trataba de su hija perdida. Radiantes de alegría, prosiguieron su camino y no tardaron en llegar a la casa. En torno dormían las ocas, inmóviles y con la cabeza bajo el ala.

Al mirar los reyes y el conde por la ventana, vieron a la vieja sentada, hilando en silencio, balanceando la cabeza sin volverse. La habitación aparecía limpísima; habríase dicho que vivían allí aquellos etéreos gnomos que no llevan polvo en los pies. A su hija, sin embargo, no la vieron.

Llamaron suavemente a la ventana. La vieja, como si los estuviese aguardando, levantóse y exclamó muy afable:

—Pasad, pasad. Ya sé quiénes sois —y cuando estuvieron dentro, prosiguió—. Pudisteis haberos ahorrado este largo camino si, hace hoy tres años, no hubieseis expulsado de vuestro lado tan injustamente a vuestra hija, tan buena y amable. Ella nada ha perdido al tener que guardar los gansos durante este tiempo; nada malo ha aprendido, sino que ha conservado puro el corazón. Vosotros, en cambio, habéis llevado un duro castigo con la angustia que por ella habéis pasado —dicho esto, acercóse a la habitación de la doncella y gritó—. ¡Ven, hijita mía!

Abrióse la puerta y apareció la princesa con su vestido de seda. Parecía un ángel bajado del cielo, con su cabellera de oro y sus ojos, que brillaban como estrellas.

Corrió hacia sus padres y se les arrojó al cuello, llenándolos de besos; nadie podía contener las lágrimas. El joven conde permanecía a su lado, y cuando ella lo vio, ruborizóse como una rosa; ella misma no sabía por qué.

Dijo el Rey:

—Hija mía querida, he dado ya mi reino; ¿qué me queda para ti?

—No necesita nada —intervino la vieja—; yo le regalo las lágrimas que ha llorado por vuestra causa, y que son purísimas perlas, más bellas que las que puedan encontrarse en el mar, y más valiosas que todos vuestros dominios. Y, en pago de sus servicios, le hago donación de mi casita.

Y, pronunciadas estas palabras, la vieja desapareció. Crujieron levemente las paredes, y en un abrir y cerrar de ojos, la casa se convirtió en un magnífico palacio, con una mesa ricamente puesta y muchos sirvientes atareados corriendo en todas direcciones.

La historia no termina aquí. Pero mi abuela, que fue quien me la contó, tenía ya la memoria muy confusa, y no se acordaba del final. Yo creo que la hermosa princesa debió de casarse con el conde; que ambos se quedaron a vivir en el palacio, y que fueron felices hasta que Dios quiso.

Que las ocas blancas eran doncellas —no se ofenda nadie— que la vieja había transformado y destinado a vivir con ella, y que recuperando su figura humana quedaron como criadas de la joven reina, son cosas que no puedo afirmar de modo rotundo, pero sospecho que así fue.

Lo que sí es cierto es que la vieja no era una bruja, como suponía la gente, sino un hada que sólo hacía el bien. Probablemente fue ella quien, al nacer la hija del Rey, le confirió el don de llorar perlas en vez de lágrimas. Hoy esto ya no se estila; de lo contrario, pronto los pobres dejarían de serlo.

Los desiguales hijos de Eva

C
UANDO Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, hubieron de construirse una casa en una tierra estéril y ganarse el pan con el sudor de su frente. Adán cultivaba el campo, y Eva hilaba la lana. Cada año daba a luz un hijo; pero eran unas criaturas muy desiguales: hermosas unas; las otras, feas.

Transcurrido algún tiempo, Dios envió un ángel a la pareja para anunciarles que iría a visitarlos, pues deseaba ver cómo gobernaban su casa.

Eva, contenta de que el Señor les hiciese tanta merced, limpió bien la vivienda, la adornó con flores y la alfombró de juncos. Luego reunió a sus hijos, pero sólo a los hermosos; los lavó y bañó, los peinó y puso camisas limpias, y luego les advirtió cómo debían portarse en presencia de Nuestro Señor. Se inclinarían modestamente a su llegada, le darían la mano y contestarían a sus preguntas con todo respeto y sensatez.

En cuanto a los hijos feos, no quería que los viese; y, así, al primero lo escondió bajo el heno; al segundo, bajo el tejado; al tercero, en la paja; al cuarto, en el horno; al quinto, en la bodega; al sexto, debajo de una tina; al séptimo, bajo el barril de vino; al octavo, bajo una vieja piel; al noveno y décimo, bajo la tela con que les confeccionaba los vestidos, y a los dos últimos, bajo el cuero del que les cortaba los zapatos.

Apenas había terminado los preparativos cuando llamaron a la puerta y Adán, mirando por una rendija, vio que era el Señor. Abrió respetuosamente, y entró el Padre Celestial. Allí estaban en fila los hijos hermosos, los cuales se inclinaron, le alargaron las manos y se arrodillaron.

El Señor empezó a bendecirlos; imponiendo las manos sobre el primero, le dijo: «Tú serás un rey poderoso». Al segundo: «Tú, un príncipe». Al tercero: «Tú serás conde». Al cuarto: «Tú, caballero». Al quinto: «Tú, noble». Al sexto: «Tú, ciudadano». Al séptimo: «Tú, comerciante». Al octavo: «Tú serás un sabio». Y de este modo fue distribuyendo sus ricos dones.

Al ver Eva que Dios se mostraba tan indulgente y misericordioso, pensó: «Le presentaré los hijos feos; tal vez les dé también su bendición». Y corriendo al heno, la paja, la estufa y demás lugares donde los había escondido, los hizo salir a todos. Y presentóse la cuadrilla de desharrapados, zafios, sucios, tiñosos y tiznados.

El Señor echóse a reír y, después de mirarlos, dijo:

—También a ellos los bendeciré.

E imponiendo las manos sobre el mayor, le dijo: «Tú serás campesino». Al segundo: «Tú, pescador». Al tercero: «Tú, herrero». Al cuarto: «Tú, curtidor». Al quinto: «Tú, tejedor». Al sexto: «Tú, zapatero». Al séptimo: «Tú, sastre». Al octavo: «Tú, alfarero». Al noveno: «Tú, carretero». Al décimo: «Tú, marinero». Al undécimo: «Tú, mensajero». Y al duodécimo: «Tú serás criado toda tu vida».

Al oírlo Eva, dijo:

—¡Señor! ¿Cómo repartes tus gracias de un modo tan desigual? Al fin y a la postre, todos son hijos míos. Deberías repartir tus favores por igual entre ellos.

Pero Dios le respondió:

—Eva, tú no entiendes de esto. Es a mí a quien concierne poblar el mundo entero con tus hijos. Y si los hago a todos príncipes y señores, ¿quién cultivará, trillará, molerá y amasará el grano? ¿Quién herrará, tejerá, trabajará la madera, edificará, cavará, cortara y coserá? Que cada uno desempeñe su cometido propio; que cada uno sostenga al otro, y todos se ayuden mutuamente, como los miembros del cuerpo.

Respondió Eva:

—¡Ah, Señor, perdóname por haberte replicado impertinentemente! Hágase también tu divina voluntad en mis hijos.

Los regalos de los gnomos

U
N sastre y un orfebre que vagaban juntos por esos mundos oyeron un atardecer, cuando ya el sol se había ocultado tras los montes, los sones de una música lejana cada vez más distintos. Era una melodía extraña, pero tan alegre que les hizo olvidar su cansancio y apretar el paso.

La luna había salido ya cuando llegaron a una colina en la que vieron una multitud de hombres y mujeres diminutos que, cogidos de las manos, bailaban en corro y saltaban animadamente, con muestras de gran alegría y alborozo; y, mientras bailaban, cantaban dulcemente; ésta era la música que habían oído nuestros caminantes.

En el centro del círculo había un viejo, algo más alto que los demás, vestido con una casaca multicolor y de cuyo rostro colgaba una barba blanca que le cubría el pecho. Los dos amigos se detuvieron, asombrados, a contemplar la escena. El viejo, con una seña, los invitó a entrar en el círculo, y los enanillos abrieron el corro para dejarles paso.

El orfebre, que era jorobado y, como todos los jorobados, de natural decidido, entró sin titubeos, mientras el sastre, un tanto tímido, permaneció indeciso unos momentos; al fin, contagiado de la general alegría, cobró ánimos y entró también.

Volvió a cerrarse el círculo, y los enanos reanudaron el canto y el baile, brincando alocadamente. De pronto, el viejo desenvainó un gran cuchillo que llevaba pendiente del cinto y se puso a afilarlo, y cuando le pareció bastante afilado, miró a los forasteros.

Quedaron éstos helados de espanto; y, sin darles tiempo a pensar nada, el viejo agarró al orfebre y, con prodigiosa ligereza, le rapó el cabello y la barba; y lo mismo hizo luego con el sastre. Su miedo se disipó, sin embargo, cuando vieron que el viejo, terminada la operación, les daba unos golpecitos amistosos en el hombro, como felicitándolos por lo bien que se habían portado al dejarse afeitar sin protestas.

Mostróles un montón de carbón que había a un lado y les indicó, con gestos, que se llenasen los bolsillos. Ambos obedecieron, aunque no veían de qué iba a servirles el carbón; luego siguieron su camino en busca de un cobijo para la noche.

Cuando llegaron al valle, la campana de un convento cercano daba las doce. Inmediatamente cesaron los cantos, todo desapareció, y la colina quedó silenciosa y solitaria iluminada por la luna.

Los dos vagabundos encontraron un albergue y, sin desvestirse, se tumbaron a dormir en un lecho de paja. Estaban tan cansados, que ni siquiera atinaron a sacarse el carbón de los bolsillos.

Un gran peso que les oprimía los miembros, los despertó más temprano que de costumbre. Metieron mano en los bolsillos, y no podían dar crédito a sus ojos al verlos llenos no de carbón, sino de oro puro; además, sus cabellos y barbas habían vuelto a crecer, más espesos que antes.

Y helos aquí convertidos en personajes ricos, sobre todo el orfebre que, codicioso por naturaleza, se había llenado los bolsillos el doble que el sastre. Pero un avaro, cuanto más tiene, más ambiciona, y así el orfebre propuso a su compañero pasar el día allí, y al anochecer volver a la colina a pedir nuevas riquezas al viejo.

El sastre se negó, diciendo:

—Yo tengo bastante y me doy por satisfecho. Ahora me convertiré en maestro del oficio, me casaré con mi prenda (así llamaba a su novia) y seré un hombre feliz.

Con todo, para no disgustar al orfebre, decidió quedarse allí aquel día.

Al atardecer, el orfebre se colgó del hombro un par de talegas para poder llevarse una buena carga, y reemprendió la subida a la colina.

Como la víspera, encontró en la cumbre a los gnomos entregados a sus cantos y danzas. Volvió a pelarlo el viejo y le hizo seña de coger carbón. Sin el menor titubeo, llenó las talegas y los bolsillos hasta reventar, regresó al lado de su amigo y se echó a dormir sin desnudarse. «Aunque el oro pese —se dijo—, aguantaré bien»; y se durmió, con la dulce esperanza de despertarse al día siguiente millonario.

Al abrir los ojos se incorporó rápidamente para examinar sus bolsillos; pero, con enorme asombro, no extrajo de ellos más que negro carbón, por mucho que miró y remiró.

—Aún me queda el oro de la noche anterior —dijo.

Y, al sacarlo, vio con terror que también se había vuelto a transformar en carbón.

Golpeóse la frente con las ennegrecidas manos, dándose cuenta de que tenía completamente rasuradas la cabeza y la barba. Pero aún no terminaron aquí sus tribulaciones, pues bien pronto notó que a la joroba de la espalda se había sumado otra segunda, más voluminosa aún, en el pecho. Entonces reconoció que todo aquello era el castigo a su codicia, y prorrumpió en amargo llanto.

Despertóse el buen sastre al ruido de sus lamentaciones y, prodigando al infeliz palabras de consuelo, acabó diciéndole:

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