Todos los cuentos de los hermanos Grimm (49 page)

Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online

Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Convinieron luego en quedarse a vivir en el castillo y a echar suertes con objeto de que, quedándose uno en él, salieran los otros dos en busca de las princesas. Hiciéronlo así, y tocóle al mayor quedarse; por tanto, los dos menores se pusieron en camino al día siguiente.

A mediodía presentóse un hombrecillo diminuto que pidió un pedacito de pan. El cazador cortó una rebanada del que había encontrado y la ofreció al hombrecillo; pero éste la dejó caer al suelo y rogó al otro que la recogiera y se la diese; el mozo, complaciente, se inclinó, y entonces el enano, cogiendo un palo y agarrándolo por los cabellos, le propinó unos recios garrotazos.

Al día siguiente le tocó el turno de quedarse en casa al segundo, y le ocurrió lo mismo.

Cuando, al anochecer, llegaron al palacio los otros dos, dijo el mayor:

—¿Qué tal lo has pasado?

—Pues muy mal —respondió el otro.

Y se contaron mutuamente su percance; sin embargo, nada dijeron al menor, a quien no querían y lo llamaban tonto porque era un alma bendita.

Al tercer día quedóse el menor en el castillo y, presentándose también el hombrecillo, pidióle un pedazo de pan. Al alargárselo el mozo, lo dejó caer como de costumbre y le rogó se lo recogiese. Pero el muchacho le replicó:

—¡Cómo! ¿No puedes recogerlo tú mismo? Si tan poco trabajo quieres darte para ganarte la comida, no mereces que te la proporcionen.

Enojado el hombrecillo, lo conminó a obedecerle; pero el otro, ni corto ni perezoso, agarró al enano y le zurró de lo lindo.

El hombrecillo se puso a gritar:

—¡Basta, basta, suéltame! Te diré dónde están las tres princesas.

Al oír esto, el mozo interrumpió el vapuleo, y el enano le contó que era un gnomo, un espíritu de la Tierra, y como él había más de mil. Díjole que fuese con él, y le indicaría dónde se encontraban las hijas del Rey.

Llevándolo ante un profundo pozo sin agua, le dijo que sabía que sus compañeros lo querían mal y que, si deseaba redimir a las princesas, debía hacerlo él solo. Sus dos hermanos también lo pretendían, pero sin someterse a fatiga ni peligro alguno.

Para desencantarlas era preciso que se proveyese de una gran cesta, su cuchillo de monte y una campanilla y, así pertrechado, se hiciese bajar al fondo del pozo. Allí encontraría tres habitaciones, en cada una de las cuales vivía una princesa ocupada en rascar las cabezas de un dragón que tenía muchas. Él debería cortarle las cabezas. Cuando el hombrecillo le hubo revelado todo esto, desapareció.

Al anochecer regresaron los dos hermanos y le preguntaron cómo había pasado el día.

—¡Muy bien! —respondió él—. No he visto un alma, excepto a mediodía, en que se me presentó un hombrecillo y me pidió un pedazo de pan. Al dárselo, él lo dejó caer y me pidió que se lo recogiese. Yo me negué; él me amenazó; yo, no consintiéndoselo, le sacudí de lo lindo. Entonces, el enano me reveló dónde se encontraban las princesas.

Al oír el relato, los hermanos se pusieron furiosos, pálidos y verdes de cólera.

A la mañana siguiente fueron los tres al pozo y echaron suertes sobre quién se metería el primero en la cesta. Tocóle al mayor el cual, cogiendo la campanilla, dijo:

—Cuando la haga sonar, subidme rápidamente.

Apenas había descendido unas pocas brazas oyóse arriba el son de la campanilla, por lo que los dos se apresuraron a remontar al mayor. Con el segundo ocurrió lo mismo y, tocándole luego la vez al tercero, se hizo bajar hasta el fondo.

Saliendo entonces de la cesta y empuñando su cuchillo de monte, acercóse a la primera puerta y aplicó el oído a ella, oyendo cómo el dragón roncaba ruidosamente. Abrió con cautela la puerta y vio a una de las princesas ocupada en acariciar las nueve cabezas de un dragón, apoyadas en su regazo.

Blandiendo el cuchillo, las cortó todas de una sola cuchillada, y la princesa, poniéndose de pie de un salto, se arrojó a su cuello y lo besó con todo su corazón; luego, quitándose un dije de oro viejo que llevaba sobre el pecho, lo colgó del cuello de su libertador.

Pasó entonces el doncel al recinto de la segunda princesa y la desencantó también, después de matar a un dragón de siete cabezas y, finalmente, redimió a la tercera princesa, condenada a acariciar un dragón de cuatro cabezas. Y ahí tenéis a las tres hijas del Rey preguntándose mil cosas, abrazándose y besándose mil y mil veces.

Mientras tanto, el mozo suena la campanilla hasta que, por fin, lo oyeron los de arriba. Hizo subir entonces a las tres princesas, una tras otra; pero cuando le tocó el turno a él, le vinieron a las mientes las palabras del gnomo, o sea, que sus hermanos querían jugarle una mala treta.

Cogió una gruesa piedra y la cargó en la cesta; y, en efecto, al llegar ésta a la mitad del pozo, cortaron los hermanos la cuerda y cesta y piedra cayeron al fondo.

Creyendo los malvados que ya el menor estaba muerto, se marcharon con las tres hijas del Rey, obligándolas antes a jurar que dirían a su padre que los dos hermanos mayores las habían salvado. Y así, presentándose ante el Soberano, pidió cada uno de ellos la mano de una princesa.

Entretanto, el más joven de los hermanos cazadores vagaba tristemente por los tres aposentos, temiendo que habría de morir allí.

Vio una flauta que colgaba de una pared y se preguntó:

—¿Por qué estará aquí? ¿Quién puede sentirse alegre en estos lugares?

Y, mirando las cabezas de los dragones, dijo:

—Tampoco vosotras podéis servirme para nada.

Y, así, siguió paseando de arriba abajo, tantísimas veces, que el pavimento quedó completamente liso.

Cambiando al fin de ideas, descolgó la flauta de la pared y se puso a tocar una melodía, y he aquí que de repente se le presentaron un número incontable de gnomos; y a cada nueva tonada llegaban más. Y así siguió tocando, hasta que la habitación estuvo atestada de ellos.

Preguntáronle qué deseaba, y él respondió que su deseo era volver a la superficie, a la luz del día. Entonces, cogiéndole cada uno por un cabello, remontaron el vuelo y lo subieron a la tierra.

Ya en ella, corrió el mozo al palacio, donde se estaban preparando las fiestas de la boda de una princesa, y entró en la sala en que el Rey se hallaba reunido con sus hijas.

Al verlo las doncellas cayeron sin sentido y el Rey, furioso, mandó que se le encerrase en una prisión, creyendo que había causado algún daño a sus hijas.

Pero, al volver éstas en sí, rogaron a su padre que lo pusiera en libertad; al preguntarles el Rey el motivo de su petición, ellas respondieron que les estaba vedado revelarlo. Díjoles entonces el padre que lo contasen a la chimenea; él salió de la cámara aplicó, el oído a la puerta y de este modo se enteró de lo sucedido.

Hizo ahorcar a los dos perversos hermanos y concedió al menor la mano de una de las princesas. Y yo me puse un par de zapatos de cristal, di contra una piedra, oí «¡clinc!» y se partieron en dos.

Los tres pajarillos

H
ARÁ cosa de mil años, o tal vez más, que en estas tierras había muchos reyezuelos. Uno de ellos vivía en Teuteberg y era aficionado a la caza.

Un día en que como muchos salió del castillo con sus cazadores, tres muchachas guardaban sus vacas al pie del monte y, al ver al Rey con tantos cortesanos, exclamó la mayor señalándole y dirigiéndose a sus hermanas:

—¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!

Respondióle la segunda, que estaba del otro lado de la montaña, señalando al que iba a la derecha del Rey:

—¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!

Y la tercera, señalando al que se hallaba a la izquierda:

—¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!

Los dos últimos eran los dos ministros.

Oyólo todo el Rey y, de vuelta a palacio, mandó llamar a las tres hermanas y preguntóles qué habían dicho la víspera en la montaña. Las doncellas se negaron a repetirlo, y entonces el Rey preguntó a la mayor si lo quería por marido. Ella respondió afirmativamente, y los ministros preguntaron lo mismo a las otras dos, pues las tres eran hermosas y de lindo rostro, sobre todo la Reina, que tenía cabellos como de lino.

Las dos hermanas menores no tuvieron hijos, y un día en que el Rey hubo de ausentarse, mandólas que se quedasen a hacer compañía a la Reina para animarla, pues esperaba ser pronto madre.

Dio a luz un niño, que vino al mundo con una estrella completamente roja, y entonces las dos hermanas se concertaron para arrojar al agua a la linda criatura.

Cuando ya hubieron cometido el crimen —creo que lo echaron al río Weser— un pajarillo se remontó a las alturas cantando:

«La muerte ha venido

porque Dios lo quiere.

Mas florece un lirio;

buen niño, ¿tú lo eres?»

Al oírlo, las dos hermanas asustáronse en extremo y se alejaron a toda prisa.

Al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había dado a luz un perro. Respondió el Rey:

—Lo que hace Dios, bien hecho está.

Pero a orillas del río vivía un pescador, que sacó del agua al niño vivo todavía, y como su mujer no tenía hijos, lo adoptaron.

Al cabo de un año, el Rey se hallaba nuevamente de viaje, y la Reina tuvo otro hijo que, como la vez anterior, fue arrojado al río por las malvadas hermanas.

Volvió a remontarse la avecilla, cantando nuevamente:

«La muerte ha venido

porque Dios lo quiere.

Mas florece un lirio;

buen niño, ¿tú lo eres?»

Y al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había traído al mundo otro perro, a lo que él respondió como la primera vez:

—Lo que hace Dios, bien hecho está.

Pero también el pescador salvó al segundo niño y se lo llevó a su casa.

Volvió a marcharse el Rey, y la Reina tuvo una niña, que también fue arrojada al río por las perversas hermanas.

Y otra vez voló el pajarillo, cantando:

«La muerte ha venido

porque Dios lo quiere.

Mas florece un lirio;

buen niño, ¿tú lo eres?»

Al Rey le dijeron, a su vuelta a palacio, que la Reina había tenido un gato, y el monarca encolerizado mandó encerrar a su esposa en una cárcel, donde se pasó largos años.

Mientras tanto, los niños habían crecido, y un día el mayor salió de pesca con otros muchachos de la localidad. Éstos no lo querían, sin embargo, y para librarse de él le dijeron:

—¡Anda, cunero, sigue tu camino!

El niño, afligido, fue a preguntar al viejo pescador si era verdad aquello, y entonces su padre adoptivo le explicó que un día, hallándose de pesca, lo había sacado del agua.

Respondióle el mocito que quería marcharse en busca de su padre, y aunque el pescador le rogó que se quedase, fue tal la insistencia del muchacho que, al fin, hubo de ceder.

Púsose el chico en camino y estuvo andando muchos días seguidos; al fin, llegó a un río muy grande y caudaloso, en cuya orilla pescaba una mujer muy vieja.

—Buenos días, abuelita —dijo el muchacho.

—Gracias —respondióle la vieja.

—Tendrás que estar pescando muchas horas, antes de coger un pez —le dijo él.

—Y tú tendrás que buscar mucho tiempo, antes de encontrar a tu padre —replicóle la anciana—. ¿Cómo pasarás el río?

—¡Ay, sólo Dios lo sabe! —exclamó el mozo.

Entonces la vieja se lo cargó en hombros y lo trasladó a la otra orilla; y él siguió buscando durante largo tiempo sin obtener noticias de su padre.

Transcurrido un año, su hermano salió en su busca. Llegó al borde del río, y le sucedió lo que al otro.

Y ya sólo quedaba en casa la niña, la cual echaba tanto de menos a sus hermanos que, al fin, se decidió a rogar al pescador la permitiese salir también a buscarlos.

Al llegar al río, dijo a la vieja:

—¡Buenos días, madrecita!

—Muchas gracias —respondióle la mujer.

—¡Qué Dios os ayude en vuestra pesca! —prosiguió la niña.

Al oír estas palabras, la anciana, cariñosa, la pasó a la orilla opuesta y, dándole una vara, le dijo:

—Sigue siempre por este camino, hija mía, y cuando veas un gran perro negro, pasa por delante de él sin chistar y sin manifestar temor, pero sin reírte ni mirarlo. Llegarás luego a un vasto palacio abierto; en el dintel dejas caer la vara, atraviesas el edificio de punta a punta y sales por el lado opuesto. Hay allí un antiguo manantial, en el que ha crecido un alto árbol; de una de sus ramas cuelga una jaula con un pájaro; llévatela. Llenas entonces un vaso de agua de la fuente, y emprendes el camino de regreso con las dos cosas. Al atravesar el dintel recoges la vara que dejaste caer y, cuando vuelvas a pasar junto al perro, golpéale en la cara asegurándote de que lo aciertas; luego te vienes de nuevo a encontrarme.

Todo sucedió como predijera la vieja y, ya de vuelta, se encontró con sus hermanos que habían explorado medio mundo.

Siguieron los tres juntos hasta el lugar en que estaba el perro negro, y la niña lo golpeó en la cara. Inmediatamente quedó transformado en un hermoso príncipe que se sumó a ellos y, así, llegaron al río.

Alegróse la vieja al verlos a todos y los llevó a la orilla opuesta, desapareciendo después ya que también ella había quedado desencantada.

Los demás se encaminaron a la morada del viejo pescador, todos contentísimos de estar nuevamente reunidos. La jaula con el pájaro la colgaron de la pared.

Pero el segundo hijo no permaneció en casa; armándose de un arco, se marchó a la caza. Cuando se sintió cansado, saco su flauta y se puso a entonar una melodía.

El Rey, que se hallaba también cazando, se le acercó al oírla:

—¿Quién te ha autorizado para cazar aquí? —preguntóle.

—Nadie —respondió el joven.

—¿De quién eres? —siguió preguntando el Rey.

Y replicó el muchacho:

—Soy hijo del pescador.

—¡Pero si el pescador no tiene hijos! —respondió el Rey.

—Si no quieres creerlo, ven conmigo.

Hízolo así el Rey y fue a interrogar al pescador, el cual le contó toda la historia; y, en cuanto hubo terminado, el pájaro enjaulado prorrumpió a cantar:

«Solita está la madre

en la negra prisión.

¡Oh, rey! Ahí están tus hijos,

sangre de tu corazón.

Las hermanas impías

causaron tu dolor.

Al agua los echaron,

los salvó el pescador.»

Other books

The Matchmaker of Kenmare by Frank Delaney
Los días oscuros by Manel Loureiro
Shallow Waters by Rebecca Bradley
La cantante calva by Eugène Ionesco
Smittened by Jamie Farrell
The Silver Cup by Constance Leeds
Silver Moon by Rebecca A. Rogers