Todos los cuentos de los hermanos Grimm (44 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

El pájaro brujo

E
RASE una vez un brujo que, adoptando la figura de anciano, iba a mendigar de puerta en puerta y robaba a las muchachas hermosas. Nadie sabía adónde las llevaba, pues desaparecían para siempre.

Un día se presentó en la casa de un hombre rico, que tenía tres hijas muy bellas; iba, como de costumbre, en figura de achacoso mendigo con una cesta a la espalda, como para meter en ella las limosnas que le hicieran.

Pidió algo de comer, y al salir la mayor a darle un pedazo de pan, tocóla él con un dedo y la muchacha se encontró en un instante dentro de la cesta.

Alejóse entonces el brujo a largos pasos, y se llevó a la chica a su casa que estaba en medio de un tenebroso bosque.

Todo era magnífico en la casa; el viejo dio a la joven cuanto ella pudiera apetecer y le dijo:

—Tesoro mío, aquí lo pasarás muy bien; tendrás todo lo que tu corazón pueda apetecer.

Así pasaron unos días, al cabo de los cuales dijo él:

—Debo marcharme y dejarte sola por breve tiempo. Ahí tienes las llaves de la casa; puedes recorrerla toda y ver cuanto hay en ella. Sólo no entrarás en la habitación correspondiente a esta llavecita. Te lo prohíbo bajo pena de muerte —diole también un huevo diciéndole—. Guárdame este huevo cuidadosamente, y llévalo siempre contigo, pues si se perdiese ocurriría una gran desgracia.

Cogió la muchacha las llaves y el huevo, prometiendo cumplirlo todo al pie de la letra. Cuando se hubo marchado el brujo, visitó ella toda la casa, de arriba abajo, y vio que todos los aposentos relucían de oro y plata, como jamás soñara tal magnificencia.

Llegó, por fin, ante la puerta prohibida, y su primera intención fue pasar de largo; pero la curiosidad no la dejaba en paz. Miró la llave y vio que era igual a las otras; la metió en la cerradura y, casi sin hacer ninguna fuerza, la puerta se abrió.

Pero, ¿qué es lo que vieron sus ojos? En el centro de la pieza había una gran pila ensangrentada, llena de miembros humanos y, junto a ella, un tajo y un hacha reluciente.

Fue tal su espanto, que se le cayó en la pila el huevo que sostenía en la mano y, aunque se apresuró a recogerlo y secar la sangre, todo fue inútil; no hubo medio de borrar la mancha por mucho que la lavó y frotó.

A poco regresaba de su viaje el hombre, y lo primero que hizo fue pedirle las llaves y el huevo. Dioselo todo ella, pero las manos le temblaban y el brujo comprendió por la mancha roja que la muchacha había entrado en la cámara sangrienta.

—Puesto que has entrado en el aposento, contraviniendo mi voluntad —le dijo—, volverás a entrar ahora en contra de la tuya. Tu vida ha terminado.

La derribó al suelo, la arrastró por los cabellos, púsole la cabeza sobre el tajo y se la cortó de un hachazo, haciendo fluir su sangre por el suelo. Luego echó el cuerpo en la pila con los demás.

—Iré ahora por la segunda —se dijo el brujo y, adoptando nuevamente la figura de un pordiosero, volvió a llamar a la puerta de aquel hombre para pedir limosna.

Diole la segunda hermana un pedazo de pan, y el hechicero se apoderó de ella con sólo tocarla, como hiciera con la otra, y se la llevó.

La muchacha no tuvo mejor suerte que su hermana; cediendo a la curiosidad, abrió la cámara sangrienta y, al regreso de su raptor, hubo de pagar también con la cabeza.

El brujo raptó luego la tercera, que era lista y astuta. Una vez hubo recibido las llaves y el huevo, lo primero que hizo en cuanto el hombre partió fue poner el huevo a buen recaudo; luego registró toda la casa y, en último lugar, abrió el aposento vedado.

¡Dios del cielo, qué espectáculo! Sus dos hermanas queridas, lastimosamente despedazadas, yacían en la pila.

La muchacha no perdió tiempo en lamentaciones, sino que se puso en seguida a recoger sus miembros y acoplarlos debidamente; cabeza, tronco, brazos y piernas. Y cuando ya no faltó nada, todos los miembros empezaron a moverse y soldarse, y las dos doncellas abrieron los ojos y recobraron la vida. Con gran alegría, se besaron y abrazaron cariñosamente.

El hombre, a su regreso, pidió en seguida las llaves y el huevo; y al no descubrir en éste ninguna huella de sangre, dijo:

—¡Tú has pasado la prueba, tú serás mi novia!

Pero desde aquel momento había perdido todo poder sobre ella, y tenía que hacer a la fuerza lo que ella le exigía.

—Pues bien —le dijo la muchacha—, ante todo llevarás a mi padre y a mi madre un cesto lleno de oro, transportándolo sobre tu espalda; entretanto, yo prepararé la boda.

Y, corriendo a ver a sus hermanas que había ocultado en otro aposento, les dijo:

—Éste es el momento en que puedo salvaros; el malvado os llevará a casa él mismo; pero en cuanto estéis allí, enviadme socorro —metió a las dos en una gran cesta, las cubrió de oro y, llamando al brujo, le dijo—. Ahora llevarás este cesto a mi casa, y no se te ocurra detenerte en el camino a descansar, que yo te estaré mirando desde mi ventanita.

Cargóse el brujo la cesta a la espalda y emprendió su ruta; mas pesaba tanto, que pronto el sudor empezó a manarle por el rostro.

Sentóse para descansar unos minutos; pero, inmediatamente, salió del cesto una voz:

—Estoy mirando por mi ventanita y veo que te paras. ¡Andando, en seguida!

Creyó él que era la voz de su novia y púsose a caminar de nuevo. Quiso repetir la parada al cabo de un rato; pero en seguida se dejó oír la misma voz:

—Estoy mirando por mi ventanita y veo que te paras. ¡Andando, en seguida!

Y así cada vez que intentaba detenerse, hasta que finalmente llegó a la casa de las muchachas, gimiendo y jadeante, y dejó en ella el cesto que contenía las dos doncellas y el oro.

Mientras tanto, la novia disponía en casa la fiesta de la boda, a la que invitó a todos los amigos del brujo. Cogió luego una calavera que regañaba los dientes, púsole un adorno y una corona de flores y, llevándola arriba, la colocó en un tragaluz como si mirase afuera.

Cuando ya lo tuvo todo dispuesto, metióse ella en un barril de miel y luego se revolcó entre las plumas de un colchón que partió en dos, con lo que las plumas se le pegaron en todo el cuerpo y tomó el aspecto de un ave rarísima; nadie habría sido capaz de reconocerla.

Encaminóse entonces a su casa, y durante el camino se cruzó con algunos de los invitados a la boda, los cuales le preguntaron:

«—¿De dónde vienes, pájaro embrujado?

—De la casa del brujo me han soltado.

—¿Qué hace, pues, la joven prometida?

—La casa tiene ya toda barrida,

y ella, compuesta y aseada,

mirando está por el tragaluz de la entrada.»

Finalmente, encontróse con el novio, que volvía caminando pesadamente y que, como los demás, le preguntó:

«—¿De dónde vienes, pájaro embrujado?

—De la casa del brujo me han soltado.

—¿Qué hace, pues, mi joven prometida?

—La casa tiene ya toda barrida,

y ella, compuesta y aseada,

mirando está por el tragaluz de la entrada.»

Levantó el novio la vista y, viendo la compuesta calavera, creyó que era su prometida y le dirigió un amable saludo con un gesto de la cabeza. Pero en cuanto hubo entrado en la casa junto con sus invitados, presentáronse los hermanos y parientes de la novia que habían acudido a socorrerla. Cerraron todas las puertas para que nadie pudiese escapar y prendieron fuego a la casa, haciendo morir abrasado al brujo y a toda aquella chusma.

El enebro

H
ACE ya muchísimo tiempo, como unos dos mil años, vivía un hombre acaudalado que tenía una mujer tan bella como piadosa. Queríanse tiernamente, pero no tenían hijos, a pesar de lo mucho que los deseaban; la esposa los pedía al cielo día y noche; pero no venía ninguno.

Frente a su casa, en un patio, crecía un enebro, y un día de invierno en que la mujer se hallaba debajo de él mondando una manzana, cortóse en un dedo y la sangre cayó en la nieve.

—¡Ay! —exclamó con un profundo suspiro.

Y, al mirar la sangre, le entró una gran melancolía: «¡Si tuviese un hijo rojo como la sangre y blanco como la nieve!»; y, al decir estas palabras, sintió de pronto en su interior una extraña alegría; tuvo el presentimiento de que iba a ocurrir algo inesperado.

Entró en su casa, transcurrió un mes y se fundió la nieve; a los dos meses, todo estaba verde, y las flores brotaron del suelo; a los cuatro, todos los árboles eran un revoltijo de nuevas ramas verdes. Cantaban los pajarillos, y sus trinos resonaban en todo el bosque, y las flores habían caído de los árboles al terminar el quinto mes; y la mujer no se cansaba de pasarse horas y horas bajo el enebro, que tan bien olía. Saltábale de gozo el corazón, cayó de rodillas y no cabía en sí de alborozo. Y cuando ya hubo transcurrido el sexto mes, y los frutos estaban ya abultados y jugosos, sintió en su alma una gran placidez y quietud. Al llegar el séptimo mes comió muchas bayas de enebro, y enfermó y sintió una profunda tristeza. Pasó luego el octavo mes, llamó a su marido y llorando le dijo:

—Si muero, entiérrame bajo el enebro.

Y, de repente, se sintió consolada y contenta, y de este modo transcurrió el mes noveno. Dio entonces a luz un niño blanco como la nieve y colorado como la sangre y, al verlo, fue tal su alegría, que murió.

Enterróla su esposo bajo el enebro, y no cesaba de llorar; al cabo de algún tiempo, sus lágrimas empezaron a manar menos copiosamente, secáronse al fin, y el hombre tomó otra mujer.

Con su segunda esposa tuvo una hija, y ya dijimos que del primer matrimonio le había quedado un niño rojo como la sangre y blanco como la nieve. Al ver la mujer a su hija, quedó prendada de ella; pero cuando miraba al pequeño, los celos le atravesaban el corazón; parecíale que era un estorbo continuo, y no pensaba sino en procurar que toda la fortuna quedase para su hija.

El demonio le inspiró un odio profundo hacia el niño; empezó a mandarlo de un rincón a otro, tratándolo a empellones y codazos, por lo que el pobre pequeñuelo vivía en constante sobresalto. Cuando volvía de la escuela, no había un momento de reposo para él.

Un día en que la mujer se hallaba en el piso de arriba, acudió su hijita y le dijo:

—¡Mamá, dame una manzana!

—Sí, hija mía —asintió la madre, y le ofreció una muy hermosa que sacó del arca.

Pero aquel arca tenía una tapa muy grande y pesada, con una cerradura de hierro ancha y cortante.

—Mamá —prosiguió la niña—, ¿no podrías darle también una al hermanito?

La mujer hizo un gesto de mal humor, pero respondió:

—Sí, cuando vuelva de la escuela.

Y he aquí que cuando lo vio venir desde la ventana, como si en aquel mismo momento hubiese entrado en su alma el demonio, quitando a la niña la manzana que le diera le dijo:

—¡No vas a tenerla tú antes que tu hermano!

Y volviendo el fruto al arca, la cerró.

Al llegar el niño a la puerta, el maligno inspiróle que lo acogiese cariñosamente:

—Hijo mío, ¿te apetecería una manzana? —preguntó al pequeño mirándolo con ojos coléricos.

—Mamá —respondió el niño—, ¡pones una cara que me asusta! ¡Sí, quiero una manzana!

Y la voz interior del demonio le hizo decir:

—Ven conmigo —y, levantando la tapa de la caja—; cógela tú mismo.

Y al inclinarse el pequeño, volvió a tentarla el diablo. De un golpe brusco cerró el arca con tanta violencia, que cortó en redondo la cabeza del niño, la cual cayó entre las manzanas.

En el mismo instante sintió la mujer una gran angustia y pensó: «¡Ojalá no lo hubiese hecho!». Bajó a su habitación y sacó de la cómoda un paño blanco; colocó nuevamente la cabeza sobre el cuello, atóle el paño a modo de bufanda, de manera que no se notara la herida, y sentó al niño muerto en una silla delante de la puerta con una manzana en la mano.

Mas tarde, Marlenita entró en la cocina en busca de su madre. Ésta se hallaba junto al fuego y agitaba el agua hirviendo que tenía en un puchero.

—Mamá —dijo la niña—, el hermanito está sentado delante de la puerta; está todo blanco y tiene una manzana en la mano. Le he pedido que me la dé, pero no me responde. ¡Me ha dado mucho miedo!

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