Todos los cuentos de los hermanos Grimm (46 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

El viejo avaro no quiso perderse tan buena oportunidad, y dijo:

—Siendo así, nada tengo en contra del matrimonio.

Celebróse la boda el día señalado, y cuando la desposada quiso salir a ver las propiedades de su marido, empezó Juan quitándose el traje dominguero y poniéndose la blusa remendada, pues dijo:

—Podría estropearme el vestido nuevo.

Y se fueron los dos a la campiña, y cada vez que en el camino se veía dibujarse una viña o parcelarse campos o prados, Juan los señalaba con el dedo, mientras con la otra mano se daba un golpe en una de las piezas, grande o pequeña, con que estaba remendada su blusa, y decía:

—Esta pieza es mía, tesoro, mírala —significando que la mujer debía mirar no al campo, sino a su vestido, que era suyo.

*   *   *

—¿Estuviste tú también en la boda?

—Sí que estuve, y vestido con todas mis galas. Mi sombrero era de nieve, pero salió el sol y lo fundió; mi traje era de telaraña, pero pasé entre unos espinos, que me lo rompieron; mis zapatos eran de cristal, pero al dar contra una piedra hicieron ¡clinc!, y se partieron en dos.

Los niños de oro

E
RANSE un hombre y una mujer muy pobres; no tenían más que una pequeña choza, y sólo comían lo que el hombre pescaba el mismo día.

Sucedió que el pescador, al sacar una vez la red del agua, encontró en ella un pez de oro, y mientras lo contemplaba admirado, púsose el animal a hablar y dijo:

—Óyeme, pescador; si me devuelves al agua, convertiré tu pobre choza en un magnífico palacio.

Respondióle el pescador:

—¿De qué me servirá un palacio, si no tengo qué comer?

Y contestó el pez:

—También remediaré esto, pues habrá en el palacio un armario que, cada vez que lo abras, aparecerá lleno de platos con los manjares más selectos y apetitosos que puedas desear.

—Si es así —respondió el hombre—, bien puedo hacerte el favor que me pides.

—Sí —dijo el pez—, pero hay una condición: no debes descubrir a nadie en el mundo, sea quien fuere, de dónde te ha venido la fortuna. Una sola palabra que digas, y todo desaparecerá.

El hombre volvió a echar al agua el pez milagroso y se fue a su casa. Pero donde antes se levantaba su choza, había ahora un gran palacio. Abriendo unos ojos como naranjas, entró y se encontró a su mujer en una espléndida sala, ataviada con hermosos vestidos.

Contentísima, le preguntó:

—Marido mío, ¿cómo ha sido esto? ¡La verdad es que me gusta!

—Sí —respondióle el hombre—, a mí también; pero vengo con gran apetito, dame algo de comer.

—No tengo nada —respondió ella— ni encuentro nada en la nueva casa.

—No hay que apurarse —dijo el hombre—; veo allí un gran armario; ábrelo.

Y al abrir el armario aparecieron pasteles, carne, fruta y vino, que daba gloria verlos. Exclamó entonces la mujer, no cabiendo en sí de gozo:

—Corazón, ¿qué puedes ambicionar aún?

Y se sentaron, y comieron y bebieron en buena paz y compañía.

Cuando hubieron terminado, preguntó la mujer:

—Pero, marido, ¿de dónde nos viene toda esta riqueza?

—No me lo preguntes —respondió él—, no me está permitido decirlo. Si lo revelara, perderíamos toda esta fortuna.

—Como quieras —dijo la mujer—. Si es que no debo saberlo, no pensaré más en ello.

Pero su idea era muy distinta, y no dejó en paz a su marido de día ni de noche, fastidiándolo y pinchándole con tanta insistencia que, perdida ya la paciencia, el hombre acabó por revelarle que todo les venía de un prodigioso pez de oro que había pescado y vuelto a poner en libertad a cambio de aquellos favores.

Apenas había terminado de hablar, desapareció el hermoso palacio con su armario, y hételos de nuevo en su mísera choza.

El hombre no tuvo más recurso que reanudar su vida de trabajo y salir a pescar; pero quiso la suerte que el mismo pez volviese a caer en sus redes.

—Óyeme —le dijo—; si otra vez me echas al agua, te devolveré el palacio con el armario lleno de guisos y asados; pero mantente firme y no descubras a nadie quién te lo ha dado, o volverás a perderlo.

—Me guardaré muy bien —respondió el pescador soltando nuevamente al pez en el agua.

Y al llegar a su casa, la encontró otra vez en gran esplendor, y a su mujer, encantada con su suerte.

Pero la curiosidad no la dejaba vivir, y a los dos días ya estaba preguntando otra vez cómo había ocurrido aquello y a qué se debía. El hombre se mantuvo firme una temporada; pero, al fin, exasperado por la importunidad de su esposa, reventó y descubrió el secreto; y en el mismo instante desapareció el palacio, y el matrimonio se encontró en su vieja cabaña.

—Estarás satisfecha —le regañó el marido—. Otra vez nos tocará pasar hambre.

—¡Ay! —replicó ella—. Prefiero no tener riquezas, si no puedo saber de dónde me vienen; la curiosidad no me deja vivir.

Volvió el hombre a la pesca y, al cabo de un tiempo —el destino lo tenía dispuesto—, capturó por vez tercera al pez de oro.

—Escúchame —dijo éste—, bien veo que habré de caer siempre en tus manos. Llévame a tu casa y córtame en seis pedazos: dos, los darás a comer a tu esposa; otros dos, a tu caballo, y los dos restantes, los entierras; de todos obtendrás bendiciones.

Hizo el hombre tal como el pez le había indicado, y sucedió que de los dos pedazos que plantara en tierra brotaron dos lirios de oro; la yegua tuvo dos potritos de oro; y la mujer dio a luz dos niños de oro también.

Crecieron los hijos, altos y hermosos, y con ellos crecieron los lirios y los caballos.

Cuando ya fueron mayores, dijeron un día:

—Padre, vamos a montar los caballos de oro y a correr mundo.

Pero él les respondió con tristeza:

—¿Qué será de mí, si os marcháis y no tengo noticias de vosotros?

Y dijeron los niños:

—Os quedan los dos lirios de oro. Por ellos sabréis como nos van las cosas; mientras se mantengan frescos y lozanos gozaremos de buena salud; si se marchitan, es que estaremos enfermos; si mueren, es que también nosotros habremos muerto

Pusiéronse en camino y llegaron a una hospedería llena de gente que, al ver a los dos niños de oro, empezó a reírse y burlarse de ellos.

Al oír uno de los dos hermanos aquellas burlas se avergonzó y, renunciando a irse por el mundo, regresó a la casa paterna, mientras el otro seguía adelante y llegaba a un gran bosque.

Al disponerse a entrar en él, le dijo la gente del lugar:

—No te aventures a atravesarlo, pues está lleno de bandidos y lo pasarás mal; y si ven que eres de oro y tu caballo también, te quitarán la vida.

Pero el mozo, sin arredrarse, exclamó:

—¡Pues pasaré!

Procuróse pieles de oso, con las cuales se cubrió a sí mismo y al caballo de modo que no se viese nada del oro, y entró en el bosque muy confiado.

Al poco tiempo oyó un rumor entre las matas, y unas voces de hombres que hablaban entre sí. Dijo una:

—¡Ahí viene un hombre!

Y respondía otra:

—Déjalo pasar, es un cazador de osos, más pobre y pelado que una rata de sacristía. ¡Qué podríamos sacar de él!

Y de este modo el niño de oro atravesó el bosque sin sufrir ningún daño.

Al llegar un día a un pueblo, vio a una muchacha tan hermosa que pensó que no podía haber otra igual. Prendado de ella fue a su encuentro y le dijo:

—Te amo con todo mi corazón, ¿quieres ser mi esposa?

A la muchacha le gustó también tanto el mozo que, aceptando su ofrecimiento, le respondió:

—Sí, quiero ser tu esposa, y te guardaré fidelidad toda la vida.

Casáronse y estando en plena alegría y regocijo, llegó a casa el padre de la novia, y al ver aquella boda, admirado preguntó:

—¿Dónde está el novio?

Le enseñaron el niño de oro, que seguía cubierto con las pieles de oso; el hombre se enfadó mucho:

—¡Jamás un cazador de osos se casará con mi hija! —exclamó tratando de matarlo.

Su hija se deshizo en súplicas y le dijo:

—Es mi marido y lo quiero de corazón.

Y al fin, logró apaciguarlo. Sin embargo, el hombre no lograba quitarse aquella preocupación de la cabeza, y a la mañana siguiente se levantó de madrugada dispuesto a saber si su yerno era un mendigo andrajoso y vulgar.

Al entrar en el dormitorio vio en la cama a un apuesto joven, todo él de oro, las pieles de oso esparcidas por el suelo. Retirándose pensó: «¡Qué suerte tuve al reprimir mi cólera; habría cometido un gran disparate!».

Mientras tanto el muchacho soñaba que estaba de cacería, persiguiendo un hermoso ciervo, y al despertarse dijo a su esposa:

—Me voy de caza.

Sintió ella angustia, y le rogó que se quedase a su lado:

—Puede ocurrirte una desgracia —le dijo.

Pero él insistió:

—Debo ir, e iré.

Se fue pues al bosque, y al poco rato descubrió a cierta distancia un altivo ciervo, igual al que viera en sueños. Apuntóle para disparar, pero el animal pegó un brinco y escapó. El mozo se lanzó en su persecución, saltando fosos y atravesando matorrales, sin detenerse en toda la jornada; pero, al anochecer, el ciervo desapareció.

Al mirar el joven a su alrededor, vio que se hallaba frente a una casita, en la que vivía una bruja.

La vieja salió a abrir al llamar él a la puerta, y le preguntó:

—¿Qué buscas tan tarde, en medio de este inmenso bosque?

Dijo él:

—¿Habéis visto un ciervo?

—Sí —respondió la mujer—, bien conozco al ciervo.

Y mientras ella hablaba, un perrillo que había salido también de la casa ladraba furiosamente al forastero.

—¡Vas a callarte, maldito perro! —gritó el cazador—. ¡Si no te callas, te pego un tiro!

A lo cual replicó la vieja colérica:

—¡Cómo!, ¿a mi perrito te atreverías a matar?

Y, en el acto, lo dejó transformado en una piedra.

Su esposa estuvo aguardándolo inútilmente, y pensando: «De seguro le ha sucedido lo que me temía; ¡me lo daba el corazón!».

En la casa paterna, el otro hermano no perdía de vista los lirios de oro, y se dio cuenta de que uno se marchitaba bruscamente. «¡Dios mío! —pensó—, a mi hermano le debe haber ocurrido alguna gran desgracia. Tengo que ir en su busca, quizá llegue a tiempo de salvarlo».

Su padre le dijo:

—Quédate aquí, pues si también a ti te pierdo, ¿qué podré hacer ya?

Pero el muchacho respondió:

—Es preciso que me marche, es mi deber.

Y, montando en su caballo de oro, púsose en camino y llegó al gran bosque donde su hermano estaba transformado en piedra.

La bruja salió de su casa y lo llamó, con intención de encantarlo también a él. Pero el mozo le gritó desde lejos:

—¡Si no devuelves la vida a mi hermano, te mato de un tiro!

La vieja, a regañadientes, tocó la piedra con el dedo e inmediatamente el hermano recobró su ser natural. Los dos muchachos sintieron una gran alegría al verse y, después de besarse y abrazarse, se alejaron juntos del bosque, dirigiéndose uno a casa de su esposa y el otro a la de su padre.

Dijo éste al verle llegar:

—Ya sabía que habías salvado a tu hermano, pues el lirio de oro se enderezó y vuelve a estar lozano.

Y, desde entonces, vivieron todos contentos y felices hasta el fin de sus días.

La zorra y los gansos

L
LEGÓ un día una zorra a un prado donde había una manada de gansos gordos y hermosos y, echándose a reír, dijo:

—Llego a punto, pues os encuentro a todos reunidos tal lindamente para merendarme uno tras otro.

Los gansos, asustadísimos, pusieron el grito en el cielo, se alborotaron y se deshicieron en lamentaciones y súplicas. Pero la zorra, cerrando los oídos a sus voces y quejas, dijo:

—¡No hay piedad, moriréis todos!

Al fin, una de las aves cobró ánimos y suplicó:

—Puesto que, infelices de nosotros, hemos de renunciar a la vida a pesar de nuestra juventud, concédenos siquiera la gracia de rezar una oración para que no muramos en pecado. Después nos colocaremos en fila para que puedas elegir a los más gordos.

—Bueno —admitió la zorra—, esto es de razón y, además, es una petición piadosa. Orad y aguardaré.

Entonces comenzó el primero a entonar una larga plegaria repitiendo «¡guac! ¡guac! ¡guac!» y, como nunca terminaba, el segundo, sin aguardar su turno, empezó a su vez: «¡guac! ¡guac! ¡guac!», y siguieron luego el tercero y el cuarto, hasta que se pusieron todos a graznar a la vez. (Y cuando hayan terminado su oración, proseguiremos el cuento, porque hasta ahora siguen rezando.)

La alondra cantarina y saltarina

E
RASE una vez un hombre que, antes de salir para un largo viaje, preguntó a sus tres hijas qué querían que les trajese. La mayor le pidió perlas; la segunda, diamantes; pero la tercera dijo:

—Padre querido, yo deseo una alondrita que cante y salte.

Respondióle el padre:

—Si puedo encontrarla, la tendrás.

Y, besando a las tres, se marchó.

Cuando fue la hora de regresar a su casa, tenía ya comprados los diamantes y las perlas para las dos hijas mayores, pero en cuanto a la alondra cantarina y saltarina que le pidiera la menor no había logrado encontrarla en ningún sitio, y le pesaba, porque aquella hija era su preferida.

He aquí que su camino pasaba por un bosque, en medio del cual levantábase un magnífico palacio, y cerca de él había un árbol. Sucedió que en lo más alto de aquel árbol descubrió nuestro hombre una alondra que estaba cantando y saltando:

—¡Vienes como llovida del cielo! —exclamó alegre.

Y, llamando a un criado suyo, mandóle que subiese a la copa del árbol para coger al pajarillo. Pero al acercarse al árbol, saltó de repente un fiero león sacudiendo la melena y rugiendo de tal modo, que todo el follaje de los árboles circundantes se puso a temblar.

—¡Devoraré a quien pretenda robarme mi alondra saltarina y cantarina!

Excusóse entonces el hombre:

—Ignoraba que el pájaro fuese tuyo; repararé mi falta y te pagaré un buen rescate en dinero; mas perdóname la vida.

Dijo el león:

—Nada puede salvarte, excepto la promesa de entregarme lo primero que salga a tu encuentro cuando llegues a tu casa. Si te avienes a esta condición, te perdonaré la vida y encima te daré el pájaro para tu hija.

Pero el hombre se negó, diciendo:

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