Todos los cuentos de los hermanos Grimm (47 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

—Podría ser mi hija menor, que es la que más me quiere y sale siempre a recibirme cuando vuelvo a casa.

El criado, asustado, le dijo:

—No ha de ser precisamente vuestra hija la que salga a vuestro encuentro; a lo mejor será un gato o un perro.

El hombre se dejó persuadir y, cogiendo la alondra, prometió dar al león lo primero que encontrase al llegar a casa.

Y he aquí que al entrar en su morada, ¿quién había de ser la primera en salir a recibirlo, sino su querida hijita menor? Acudió corriendo a besarlo y abrazarlo y, al ver que le traía su alondra saltarina y cantarina, no cabía en sí de contento.

El padre, empero, en vez de alegrarse, rompió a llorar diciendo:

—Hijita mía, cara he pagado esta avecilla, pues por ella he debido prometer entregarte a un león salvaje que, cuando te tenga en su poder, te destrozará y devorará.

Y le contó lo que le había sucedido, pidiéndole que no fuese pasara lo que pasara.

Pero ella lo consoló y le dijo:

—Padre mío, debéis cumplir lo que prometisteis; iré, y estoy segura de que sabré amansar al león y regresaré a vuestro lado sana y salva.

A la mañana siguiente pidió que le indicasen el camino y, después de despedirse de todos, entró confiada en el bosque. Pero resultó que el león era un príncipe encantado que durante el día estaba convertido en aquel animal, así como todos sus servidores, y al llegar la noche recobraban su figura humana.

Al llegar, la muchachita fue acogida amistosamente y conducida al palacio, y cuando se hizo de noche viose ante un gallardo y hermoso joven, con el cual se casó con gran solemnidad.

Vivieron juntos muy a gusto, velando de noche y durmiendo de día.

Al volver a palacio en cierta ocasión, dijo el príncipe:

—Mañana se da una gran fiesta en casa de tu padre, porque se casa tu hermana mayor; si te apetece ir, mis leones te acompañarán.

Respondió ella afirmativamente diciendo que le agradaría mucho volver a ver a su padre, por lo que emprendió el camino acompañada de los leones.

Fue recibida con grandísimo regocijo, pues todos creían que el león la había destrozado y que estaba muerta desde hacía mucho tiempo. Pero ella les explicó cuán apuesto marido tenía y lo bien que lo pasaba, y se quedó con los suyos hasta el fin de la boda; luego se volvió al bosque.

Al casarse la hija segunda y habiendo sido también invitada la princesa, dijo ésta al león:

—Esta vez no quiero ir sola; tú debes venir conmigo.

Pero su marido le explicó que el hacerlo era en extremo peligroso para él, pues sólo con que le tocase un rayo de luz procedente de un fuego cualquiera, se transformaría en paloma y habría de permanecer siete años volando con estas aves.

—¡No temas! —exclamó ella—. Ven conmigo. Ya procuraré yo guardarte de todo rayo de luz.

Marcháronse pues los dos, llevándose a su hijo de poca edad. La princesa, al llegar a la casa, mandó que enmurallasen una sala de manera que no pudiese penetrar en ella ni un solo rayo de luz; allí permanecería su esposo mientras estuviesen encendidas las luces de la fiesta. Pero la puerta, que era de madera verde, se rajó produciéndose una pequeñísima grieta de la que nadie se dio cuenta.

Celebróse la ceremonia con toda pompa y magnificencia y, de regreso a la casa la comitiva, al pasar por delante de la sala con todos sus hachones y velas encendidos, un rayo luminoso fino como un cabello fue a dar en el príncipe quien, en el acto, quedó transformado.

Cuando su esposa entró en la estancia a buscarlo no lo vio en ninguna parte, y sí en cambio una blanca paloma.

Díjole ésta:

—Por espacio de siete años tengo que estar volando errante por el mundo; pero cada siete pasos dejaré caer una roja gota de sangre y una pluma blanca; ellas te mostrarán el camino y, si sigues las huellas, podrás redimirme.

Echó la paloma a volar saliendo por la puerta y la princesa la siguió, y cada siete pasos caían una gotita de sangre roja y una blanca plumita, que le indicaban el camino.

Siguió ella andando por el vasto mundo, sin volverse a mirar atrás ni descansar jamás, y así transcurrieron casi los siete años, con gran alegría suya, pensando que ya no faltaba mucho para su desencanto.

Un día, al disponerse a proseguir su camino, de pronto dejaron de caer las gotitas de sangre y las plumas y, cuando levantó la vista, la paloma había desaparecido. Y pensando: «Los humanos no pueden ayudarme en este trance», subió al encuentro del Sol y le dijo:

—Tú que envías tus rayos a todas las grietas y todas las cúspides, ¿no has visto una paloma blanca?

—No —respondióle el Sol—, no he visto ninguna, pero aquí te regalo una cajita; ábrela cuando te halles en gran necesidad.

Después de dar las gracias al Sol, siguió caminando hasta la noche, y cuando salió la Luna se dirigió a ella y le dijo:

—Tú que brillas durante toda la noche e iluminas campo y bosques, ¿no has visto volar una paloma blanca?

—No —replicó la Luna—, no la he visto, pero te hago obsequio de un huevo; rómpelo cuando te encuentres en gran necesidad.

Dio las gracias a la Luna y continuó su camino hasta que empezó a soplar la brisa nocturna, a la cual se dirigió también diciéndole:

—Tú que soplas sobre todos los árboles y sobre todas la hojas, ¿no has visto volar una paloma blanca?

—No —respondióle la brisa—, no he visto ninguna, pero preguntaré a los otros tres vientos, tal vez ellos la hayan visto.

Vinieron el de Levante y el de Poniente, pero ninguno había visto nada; y acudió luego el de Mediodía y dijo:

—Yo he visto la paloma blanca, que ha volado hasta el Mar Rojo donde se ha vuelto a transformar en león, pues han transcurrido los siete años; y allí el león está librando combate con un dragón, pero este dragón es una princesa encantada.

Y luego díjole la brisa nocturna:

—Voy a darte un consejo. Vete al Mar Rojo; en su orilla derecha hay unas grandes varas; cuéntalas y corta la undécima, y con ella golpeas al dragón; entonces el león lo vencerá y ambos recobrarán su forma humana. Mira después a tu alrededor y descubrirás el ave llamada grifo, que habita los parajes del Mar Rojo; tú y tu amado os montáis en ella, y el animal os conducirá a vuestra casa volando por encima del mar. Aquí os doy también una nuez. Cuando te encuentres en medio del mar suéltala; brotará en seguida y saldrá del agua un gran nogal donde el ave podrá descansar; pues, si no pudiese hacerlo, no tendría la fuerza necesaria para transportaros hasta la orilla opuesta. Si te olvidas de soltar la nuez, el grifo os echará al mar.

Partió la joven princesa y le sucedió todo tal como le dijera la brisa nocturna. Contó las varas del borde del mar, cortó la undécima y, golpeando con ella al dragón, fue éste vencido por el león, y en el acto recuperaron uno y otro sus respectivas figuras humanas.

Pero no bien la otra princesa, la que había estado encantada en forma de dragón, quedó libre del hechizo, cogió al joven del brazo, montó con él en el grifo y emprendió el vuelo, quedando la desventurada esposa abandonada nuevamente en un país remoto.

En el primer momento se sintió muy abatida y se echó a llorar; pero, al fin, cobró nuevos ánimos y dijo:

—Seguiré caminando, mientras el viento sople y el gallo cante, hasta encontrarlo.

Y recorrió largos, largos caminos y llegó, por fin, al palacio donde los dos moraban y se enteró de que se preparaban las fiestas de su boda. Díjose ella: «Dios no me abandonará» y, abriendo la cajita que le diera el Sol, vio que había dentro un vestido brillante como el propio Astro.

Se lo puso y entró en el palacio donde todos los presentes, e incluso la misma novia, se quedaron mirándola con asombro y pasmo. El vestido gustó tanto a la prometida, que pensó adquirirlo para su boda y preguntó a la forastera si lo tenía en venta:

—No por dinero —respondió ella—, sino por carne y sangre.

Preguntóle la novia qué quería significar con aquellas palabras, y ella le respondió:

—Dejadme dormir una noche en el mismo aposento en que duerme el novio.

La princesa se negó al principio, pero deseaba tan ávidamente el vestido que al fin se avino, aunque ordenó secretamente al ayuda de cámara que administrase un somnífero al príncipe.

Llegada la noche, y cuando ya el joven dormía, introdujeron en la habitación a su esposa quien, sentándose a la vera de la cama, dijo:

—Te estuve siguiendo por espacio de siete años; fui a las mansiones del Sol, de la Luna y de los cuatro vientos a preguntar por ti, y te presté ayuda contra el dragón. ¿Y vas a olvidarme ahora?

Pero el príncipe dormía tan profundamente, que sólo percibió un ligero rumor, como el del viento murmurando entre los abetos del bosque.

A la mañana, la joven fue despedida después de haber entregado el vestido. Y al ver que tampoco aquello le había servido se dirigió a un prado y, llena de tristeza y amargura, se tumbó en el suelo y prorrumpió en amargo llanto.

Pero entonces le vino a la memoria el huevo que le había dado la Luna. Lo rompió y apareció una gallina clueca con doce polluelos, todos de oro, que corrían ligeros piando y picoteando y volvían a refugiarse bajo las alas de la madre. Y era un espectáculo como no pudiera imaginarse otro más delicioso en el mundo entero.

Levantóse y los dejó correr por el prado, hasta que la novia los vio desde su ventana y, prendándose de los polluelos, bajó a preguntar si los tenía en venta.

—No por dinero —respondió la joven—, sino por carne y sangre; déjame pasar otra noche en el aposento donde duerme el novio.

—De acuerdo —asintió la prometida, pensando que la engañaría como la vez anterior.

Pero el príncipe, al ir a acostarse, preguntó a su ayuda de cámara qué rumores y murmullos eran aquellos que habían agitado su sueño la otra noche, y entonces el criado le contó todo lo ocurrido. Cómo le habían mandado darle un soporífero porque una pobre muchacha iba a pasar la noche en su aposento, y cómo debía repetir la operación.

Díjole el príncipe:

—Vierte el narcótico al lado de la cama.

Fue introducida nuevamente su esposa, y cuando se puso a darle cuenta de su triste suerte reconociéndola él por la voz se incorporó y exclamó:

—¡Ahora sí que estoy desencantado! Todo esto ha sido como un sueño, pues la princesa forastera me hechizó y me obligó a olvidarte, pero Dios viene a librarme a tiempo de mi ofuscación.

Y los dos esposos se marcharon en secreto del palacio al amparo de la oscuridad, pues temían la intervención del padre de la princesa que era brujo, y montaron en el ave grifo que los llevó a través del Mar Rojo; y, al llegar a la mitad, la esposa soltó la nuez. En seguida salió del seno de las olas un poderoso nogal en cuya copa se posó el ave a descansar, y luego los llevó a su casa donde encontraron a su hijo, crecido y hermoso, y vivieron ya felices hasta el día de su muerte.

El joven gigante

U
N campesino tenía un hijo que no abultaba más que el dedo pulgar; no había manera de hacerlo crecer y, al cabo de varios años, su talla no había aumentado ni el grueso de un cabello.

Un día en que el campesino se disponía a marcharse al campo para la labranza, díjole el pequeñuelo:

—Padre, déjame ir contigo.

—¿Tú, ir al campo? —replicó el padre—. Quédate en casa; allí no me servirías de nada y aún correría el riesgo de perderte.

Echóse el pequeño a llorar y, al fin, el campesino, para que lo dejara en paz, metióselo en el bolsillo y se lo llevó.

Al llegar al campo, lo dejó sentado en un surco recién abierto. Mientras estaba allí, acercóse un enorme gigante que venía de allende los montes.

—¿Ves aquel gigantón de allí? —dijo el padre al niño para asustarlo—. Pues vendrá y se te llevará.

En dos o tres zancadas de sus larguísimas piernas, el gigante llegó ante el surco. Levantó cuidadosamente al pequeño con dos dedos, lo contempló un momento y se alejó con él sin pronunciar una palabra.

El padre, paralizado de espanto, no pudo ni emitir un grito y consideró perdido a su hijo, sin esperanza de volverlo a ver en su vida.

El gigante se llevó al pequeñuelo a su mansión y le dio de mamar de su pecho con lo que el chiquitín creció, tanto en estatura como en fuerzas, cual es propio de los gigantes.

Transcurridos dos años, el viejo gigante lo llevó al bosque y, para probarlo, le dijo:

—Arranca una vara.

El niño era ya tan robusto, que arrancó de raíz un arbolillo como quien no hace nada. Pero el gigante pensó: «Ha de hacerse más fuerte», y volvió a llevarlo a su casa y continuó amamantándolo durante otros dos años.

Al someterlo nuevamente a prueba, la fuerza del mozo había aumentado tanto que ya fue capaz de arrancar de raíz un viejo árbol. Sin embargo, no se dio por satisfecho todavía el gigante y lo amamantó aún por espacio de otros dos años, al cabo de los cuales volvió al bosque y le ordenó:

—Arráncame ahora una vara de verdad.

Y el joven extrajo del suelo el más fornido de los robles, con una ligereza tal que no parecía sino que bromeaba.

—Ahora está bien —díjole el gigante—; has terminado el aprendizaje.

Y lo devolvió al campo en que lo encontrara.

En el estaba su padre guiando el arado, y el joven gigante fue a él y le dijo:

—¡Mirad, padre, qué hombrón se ha vuelto vuestro hijo!

El labrador, volviéndose, exclamó asustado:

—¡No, tú no eres mi hijo! ¡Nada quiero de ti! ¡Márchate!

—¡Claro que soy vuestro hijo; dejadme trabajar; sé arar tan bien como vos o mejor!

—¡No, no! Tú no eres mi hijo, ni sabes arar. ¡Anda, márchate de aquí!

Pero como aquel gigante le daba miedo, dejóle el arado y fue a sentarse al borde del campo.

Empuñó el hijo el arado con una sola mano, y lo hincó con tal fuerza que la reja se hundió profundamente en el suelo. El campesino, que no pudo contenerse, le gritó:

—No hay que apretar tan fuerte para arar; es una mal labor la que estás haciendo.

Pero el joven, desunciendo los caballos y poniéndose a tirar él mismo del arado, dijo:

—Vete a casa, padre, y di a mi madre que prepare una buena comida; yo, mientras tanto, terminaré la faena.

Fuese el campesino y encargó a su mujer que preparase la comida y, entretanto, el mozo aró todo el campo, que medía dos yugadas, sin ayuda de nadie, tras lo cual lo rastrilló por entero manejando dos rastras a la vez.

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