Todos los cuentos de los hermanos Grimm (82 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Respondióle el príncipe:

—¿Qué haría yo con un hombre tan voluminoso?

—¡Oh! —exclamó el gordo—. Esto no es nada; si me despliego del todo, puedo ser tres mil veces más gordo.

—En este caso —dijo el príncipe—, tal vez puedas servirme. Vente conmigo.

Y el gordo se marchó con el hijo del Rey.

Al cabo de un rato encontráronse con otro sujeto que, tendido en el suelo, mantenía una oreja aplicada contra la hierba. Preguntóle el príncipe:

—¿Qué estás haciendo ahí?

—Escucho —contestó el otro.

—¿Y qué escuchas con tanta atención?

—Escucho lo que está ocurriendo en estos momentos en el mundo, pues nada escapa a mi oído; incluso oigo crecer la hierba.

Díjole el príncipe:

—Dime, ¿qué oyes en la Corte de la vieja reina, madre de aquella hermosa doncella?

—Oigo el zumbido de una espada que está cortando la cabeza de un pretendiente —le respondió él.

—Tal vez puedas servirme —exclamó el príncipe—. Vente conmigo.

Siguieron adelante, y de pronto divisaron dos pies y parte de unas piernas, pero no el resto. Al cabo de un buen trecho encontraron el tronco, y luego, la cabeza.

—¡Caramba! —exclamó el príncipe—. ¡Vaya hombre largo!

—¡Oh! —respondió el largo—. Esto no es nada. Cuando estiro del todo las piernas, soy tres mil veces más alto que la montaña más elevada de la Tierra. Os serviría gustoso si me quisierais emplear.

—Sígueme —dijo el príncipe—. Tal vez puedas servirme.

Avanzaron otro trecho y observaron que al borde del camino había sentado un hombre con los ojos vendados. El príncipe le dijo:

—¿Tienes, acaso, los ojos enfermos, y te los daña la luz?

—No —respondió el hombre—. No puedo quitarme la venda, pues todo aquello que ven mis ojos vuela en pedazos. Tal es la fuerza de mi mirada. Si en algo puedo serviros, lo haré con gusto.

—Ven conmigo —respondióle el príncipe—. Tal vez puedas servirme.

Y, siguiendo adelante, dieron con otro individuo que, a pesar de estar tumbado bajo un sol tórrido, tiritaba y tenía el cuerpo helado y todos los miembros ateridos.

—¿Cómo es posible que tengas frío —le dijo el príncipe— con este sol que está cayendo?

—¡Oh! —respondió el desconocido—. Mi naturaleza es especial. Cuanto más calor hace, más frío tengo, y el hielo penetra por todos mis huesos; y cuanto más frío hace, más calor tengo. Y, así, en medio del hielo me derrito de calor, y dentro del fuego me hielo.

—Como raro, lo eres —dijo el príncipe—; pero si quieres servirme, sígueme.

Y, un poco más lejos, vieron a otro hombre que estaba de pie y, estirando el cuello, miraba a su alrededor en dirección de las montañas.

—¿Qué miras con tanta atención? —preguntóle el hijo del Rey.

—Es tan penetrante mi mirada —dijo el hombre—, que puedo ver a través de bosques y campos, y más allá de montes y valles, hasta los confines del mundo.

Díjole el príncipe:

—Si te apetece, ven conmigo. Necesito un hombre como tú.

Y he aquí que el príncipe, acompañado de sus seis servidores, llegó a la ciudad donde vivía la vieja reina. Sin darse a conocer de ella, le dijo:

—Si queréis otorgarme la mano de vuestra hermosa hija, estoy dispuesto a realizar lo que me mandéis.

Alegre la hechicera al ver que un joven tan apuesto caía en sus redes, respondióle:

—Te señalaré tres trabajos. Si los llevas a buen término, serás señor y esposo de mi hija.

—¿Cuál es el primero? —preguntó el príncipe.

—Debes traerme el anillo que se me cayó en el Mar Rojo.

Fuese el joven a sus criados y les dijo:

—El primer trabajo no es fácil. Se trata de pescar un anillo del Mar Rojo. ¡A ver cómo os ingeniáis!

Respondió, entonces, el de mirada penetrante:

—Voy a ver si lo localizo —y, mirando al fondo del mar, dijo—. Está sobre una roca puntiaguda.

Intervino el largo, y declaró:

—Yo lo sacaría, si pudiese verlo.

—¡Si no es más que eso! —exclamó el gordo.

Y, tendiéndose en el suelo, empezó a sorber las olas, como si se precipitasen en un abismo, y se bebió todo el mar, dejándolo seco como un prado. El largo, agachándose un poco, cogió el anillo con la mano.

Contento el príncipe al verse en posesión de la joya, fue a entregársela a la Reina, la cual la recibió con asombro diciendo:

—Sí, éste es el anillo. Has resuelto el primer trabajo; pero ahora viene el segundo. En aquel prado que allí ves, delante del palacio, pacen trescientos bueyes gordos; debes comértelos con piel y pelo, huesos y cuernos. Y abajo, en la bodega, tengo trescientos barriles de vino; tendrás que bebértelos. Y ten presente que si dejas un solo pelo de los bueyes o una sola gota del vino, pagarás con la vida.

Preguntó el príncipe:

—¿No podría tener invitados? Sin compañía, no apetece comer.

La vieja respondió con una risa maligna:

—Te permito que lleves un invitado para que te acompañe, pero sólo uno.

Regresó el príncipe junto a sus servidores y dijo al gordo:

—Hoy serás mi compañero de mesa, y comerás hasta saciarte.

Y el gordo se desplegó y se comió los trescientos bueyes, sin dejar un pelo de ellos; y aún preguntó si aquello era todo lo que había como desayuno. En cuanto al vino, se lo bebió desde los mismos bocoyes, sin necesidad de vaso, y sin dejar una sola gota desde la espita para abajo.

Terminado el banquete, fue el hijo del Rey a comunicar a la vieja que quedaba efectuado el segundo trabajo.

Admiróse ella y le dijo:

—Hasta ahora, nadie había llegado tan lejos; pero te queda aún otro cometido —y pensaba: «No te escaparás. Tu cabeza caerá»—. Esta noche —prosiguió— llevaré a mi hija a tu habitación. Deberás rodearla y sujetarla con tu brazo; y guárdate muy bien de dormirte mientras estéis así juntos. Yo iré a las doce en punto, y si no la encuentro en tus brazos, estás perdido.

Pensó el príncipe: «Esto es fácil. Ya cuidaré yo de mantener los ojos abiertos». Con todo, llamó a sus criados y, después de darles cuenta de lo que le dijera la vieja, añadió:

—¡Quién sabe qué treta prepara! Conviene precaverse. Vigilad, pues, y cuidad de que la muchacha no salga de mi habitación.

Al cerrar la noche, presentóse la hechicera con su hija, a la que dejó en brazos del príncipe. Entonces el largo se estiró en círculo en torno a los dos, y el gordo púsose en la puerta, tapándola de manera que no pudiese pasar por ella un alma viviente.

La pareja permaneció sentada, sin que la muchacha pronunciase ni una sola palabra. Pero la luna, entrando por la ventana, iluminaba su maravillosa hermosura. El doncel no hacía sino contemplarla, extasiado de gozo y de amor, sin sentir el menor cansancio en los ojos. Duró la cosa hasta las once; pero entonces la bruja los hechizó a todos, de modo que se quedaron dormidos y, en el acto, fue arrebatada la princesa.

Siguieron dormidos profundamente hasta las doce menos cuarto, en que perdiendo el hechizo su fuerza, despertaron todos.

—¡Qué terrible desgracia! —exclamó el hijo del Rey—. ¡Ahora sí que estoy perdido!

Sus fieles criados prorrumpieron también en lamentaciones; pero el del fino oído dijo:

—¡Callaos, que voy a escuchar! —y, al cabo de un momento de silencio—. Está en una roca, a trescientas horas de aquí, llorando su muerte. ¡Sólo tú puedes remediarlo, largo! Si te das prisa, en dos pasos estás allí.

—Sí —respondió el larguirucho—; pero el de la mirada intensa debe acompañarme, para hacer saltar la roca.

Subió el de los ojos vendados a hombros del largo, y en un santiamén estuvieron junto a la roca encantada. El largo quitó la venda de los ojos del otro, y bastó una mirada de éste para que la roca volara en mil pedazos. Cogió entonces el largo en brazos a la princesa, y en un instante la llevó al palacio. Luego volvió a recoger a su compañero, y antes de dar las doce se hallaban todos reunidos y de excelente humor.

Al sonar las campanadas se presentó la vieja hechicera con semblante irónico, como diciendo: «¡Ya es mío!»; convencida de que su hija se encontraba a trescientas horas de allí. Pero, al verla en brazos del príncipe, exclamó con acento de terror:

—¡Éste es más poderoso que yo!

Pero ya no pudo objetar nada, y no tuvo más remedio que otorgarle a la muchacha. Sin embargo, dijo a ésta al oído:

—¡Qué vergüenza para ti, tener que obedecer a gente ordinaria, sin poder elegir un marido de tu gusto!

Aquellas palabras excitaron la ira en el orgulloso corazón de la doncella, la cual no pensó ya sino en vengarse.

Así, a la mañana siguiente mandó reunir trescientas cargas de leña, y dijo al príncipe que, si bien había efectuado los tres trabajos, no se casaría con él mientras alguien no se ofreciese a subirse a la pira y mantenerse en ella mientras ardiera. Ni por un momento imaginó que ninguno de sus criados quisiera morir abrasado por él y sí, en cambio, que él mismo por su amor subiría a la hoguera. De esta forma moriría y la dejaría libre.

Pero los criados dijeron:

—Todos hemos contribuido en algo. Sólo el friolero no ha hecho nada. Ahora le toca a él.

Y, subiéndolo a la pira, prendieron fuego a la leña. Empezó ésta a arder, y siguió ardiendo por espacio de tres días, hasta que toda la madera quedó consumida. Y al extinguirse las llamas apareció el hombre entre las cenizas, tiritando como una hoja de árbol y diciendo:

—En mi vida había pasado tanto frío. ¡Si dura un poco más, me quedo helado!

Ya no había escapatoria, y la hermosa doncella no tuvo más remedio que aceptar por marido al desconocido joven. Cuando ya se dirigían a la iglesia, exclamó la vieja:

—¡No puedo tolerar esta vergüenza!

Y envió a su ejército con orden de aniquilar cuanto se opusiera a su paso y rescatar a la princesa.

Pero el del oído fino se había enterado de los secretos discursos de la vieja.

—¿Qué hacemos? —preguntó el gordo.

Y éste encontró pronto un remedio: Escupiendo detrás del coche parte del agua del mar que se había tragado, inmediatamente se formó un gran lago, en el que quedó detenido el ejército perseguidor ahogándose en su totalidad.

Al saberlo la hechicera, despachó a la caballería, pero el oidor, percibiendo el ruido de las armaduras, quitó la venda de los ojos de su compañero el cual, con una sola mirada penetrante, hizo añicos toda la tropa como si fuese de cristal.

Ya pudieron seguir sin más estorbos y, una vez el cura hubo pronunciado su bendición sobre la pareja, los seis criados se despidieron, diciendo a su amo:

—Vuestros deseos han quedado cumplidos y, puesto que ya no nos necesitáis, seguiremos nuestro camino en busca de fortuna.

A cosa de media hora del palacio había una aldea, y en sus afueras, un porquerizo guardaba su manada. Al llegar cerca de allí, dijo el joven a su esposa:

—¿Sabes quién soy? No soy un príncipe, sino un porquero, y aquel que guarda la manada es mi padre. Debemos ir a ayudarle en su trabajo.

Luego se apeó con ella en la posada y, en secreto, dijo a los dueños que durante la noche quitasen a la princesa sus vestidos reales.

Al levantarse, a la mañana siguiente, la muchacha se encontró con que no tenía nada que ponerse, y la ventera le proporcionó una vieja falda y unas medias de lana como si le hiciese un gran obsequio, diciéndole:

—Si no es por vuestro marido, no os habría dado nada.

Persuadida la princesa de que su esposo era realmente un porquerizo, lo ayudó a guardar el ganado, pensando: «Me lo tengo bien merecido, por insolente y orgullosa».

Duró aquella situación ocho días, al cabo de los cuales la joven no podía ya resistir, pues tenía los pies completamente llagados.

Llegaron entonces unas personas, que le preguntaron si sabía quién era su marido.

—Sí —respondió ella—, es el hijo del porquero, y acaba de salir para vender una pequeña partida de cintas y galones.

Dijéronle los forasteros:

—Venid con nosotros; os acompañaremos junto a él.

Y la condujeron al palacio. Al entrar la princesa en el salón, vio a su esposo en sus vestiduras reales. Pero no lo reconoció hasta que él, abrazándola y besándola, le dijo:

—Yo he sufrido mucho por ti; por eso, también tú habías de sufrir algo por mí.

Celebróse entonces la boda, y… ¡no me hubiera gustado poco estar allí!

Juan de hierro

E
RASE una vez un rey que tenía un gran bosque junto a su palacio, poblado de caza de toda especie.

Un día envió a un montero con encargo de matar un ciervo; pero el hombre no regresó. «Tal vez le haya ocurrido algo», pensó el Rey; y, al día siguiente, mandó a otros dos monteros en su busca; pero tampoco volvieron. Al tercer día hizo llamar a todos los monteros de la Corte, y les dijo:

—Recorred todo el bosque y no cejéis hasta haber encontrado a los tres desaparecidos.

Pero tampoco regresó ninguno del grupo, ni se supo nada más de los perros de la jauría que llevaban con ellos.

A partir de entonces, nadie se atrevió ya a aventurarse en aquel bosque, que quedó silencioso y solitario; sólo de tarde en tarde veíase volar sobre él un águila o un azor.

Así pasaron muchos años, hasta que un día presentóse al Rey un cazador forastero y, pidiéndole provisiones y vituallas, ofrecióse a penetrar en el peligroso bosque.

El Rey, empero, se negó a ello diciéndole:

—Es un lugar siniestro. Me temo que no tendrás mejor suerte que los otros, y que no saldrás de él.

Pero el cazador insistió:

—Dejádmelo intentar por mi cuenta y riesgo, señor; yo no conozco el miedo.

Y el cazador se internó en el bosque, seguido de su perro.

Al poco rato, el animal venteó una pieza y se puso a perseguirla; mas apenas hubo avanzado unos pasos, encontróse ante un profundo charco, que lo obligó a detenerse. Un brazo desnudo salió del agua y, apresando al perro, sumergióse de nuevo con él.

Al verlo, el cazador retrocedió en busca de tres hombres provistos de cubos, con los cuales vaciaron el agua de la charca. Cuando quedó el fondo al descubierto, apareció un individuo de aspecto salvaje, con el cuerpo bronceado como de hierro oxidado, y una cabellera que le cubría el rostro y le llegaba hasta las rodillas. Atáronlo con cuerdas y lo condujeron al palacio, donde su aspecto produjo enorme extrañeza.

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