Todos los cuentos de los hermanos Grimm (84 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Se dirigió al príncipe, lo abrazó y le dijo:

—Yo soy Juan de hierro. Me habían hechizado, transformándome en aquel hombre salvaje; pero tú me has redimido. Tuyos son todos los tesoros que poseo.

Las tres princesas negras

L
A India fue sitiada por el diablo, el cual se negó a levantar el cerco mientras no se le pagasen seiscientos ducados. Diose orden de pregonar que quien aportara aquella cantidad sería elegido alcalde.

He aquí que un pobre pescador se hallaba a la orilla del mar, en compañía de su hijo. Llegó el diablo, apoderóse del hijo y, como compensación, dio los seiscientos ducados al padre.

Fue éste a entregarlos a los señores de la ciudad. Retiróse el enemigo, y el pescador fue nombrado burgomaestre. Pregonóse entonces que quien no le llamase «Señor Alcalde», sería condenado a la horca.

El hijo logró escapar de manos del diablo y llegó a un gran bosque, situado en una alta montaña. Abrióse ésta y apareció un espacioso castillo encantado, donde todo —sillas, mesas y bancos— estaba tapizado de negro.

Entraron luego tres princesas, vestidas de negro, y que sólo en la cara eran un poquitín blancas, y le dijeron que no se asustase, pues ningún daño le causarían. En cambio, él podía desencantarlas.

Contestóles que lo haría gustoso si supiera cómo. Ellas le explicaron que por espacio de un año no debía dirigirles la palabra ni mirarlas; sólo podría pedirles lo que deseara, y ellas lo harían si les estaba permitido.

Al cabo de un tiempo de permanecer el muchacho en el castillo, dijo que deseaba volver a la casa de su padre, y las princesas le respondieron que podía hacerlo. Diéronle un bolso de dinero y los vestidos que debía ponerse, y le comunicaron que tendría que estar de regreso dentro de ocho días.

Sintióse el mozo arrebatado y, en un momento, se encontró en la India. Pero no había modo de dar con su padre en su vieja choza; y, así, anduvo preguntando a la gente dónde había ido a parar el pobre pescador. Respondiéronle que no debía hablar en aquellos términos, pues de lo contrario, lo ahorcarían.

Encontró, al fin, a su padre y le dijo:

—Pescador, ¿cómo habéis llegado a esto?

—No debéis llamarme así —lo reprendió él—. Si se enteran los señores de la ciudad, te ahorcarán.

Pero el chico no le hizo caso y fue conducido a la horca.

Al llegar allí, suplicó:

—¡Oh, señores! Permitid me que vaya por última vez a la vieja choza del pescador.

Cuando estuvo en ella, vistió su antigua blusa y, compareciendo de nuevo ante los personajes, dijo:

—¿No lo veis? ¿No soy el hijo del pobre pescador? En este traje he ganado el pan de mi padre y de mi madre.

Reconociéronlo entonces y, pidiéndole perdón, lo llevaron con ellos a su casa, donde contó a todos sus aventuras. Cómo había llegado al bosque de una alta montaña; cómo se había abierto la montaña y entrado en un castillo encantado, en el que todo era negro, y cómo se le habían presentado tres princesas, negras de pies a cabeza, y sólo un poquito blancas en la cara, y las princesas lo habían tranquilizado, y dicho que él podía desencantarlas.

Respondió entonces su madre que todo aquello debía de ser cosa del diablo; tenía que llevarse una vela bendita y echarles en la cara cera derretida.

Regresó el muchacho, y muy asustado por cierto, vertióles sobre el rostro unas gotas de cera mientras dormían y vio que quedaban medio blancas.

Incorporándose entonces bruscamente las princesas, gritáronle:

—¡Perro maldito, nuestra sangre clama venganza contra ti! ¡Ahora no existe ya en todo el mundo, ni existirá jamás, un ser humano que pueda redimirnos! Tenemos tres hermanos, que están amarrados a siete cadenas; ellos te destrozarán.

Levantóse un espantoso griterío en todo el castillo; el mozo saltó por la ventana y se rompió una pierna. Hundióse el palacio en el suelo, cerróse de nuevo la montaña, y nadie supo dónde había estado.

Knoist y sus tres hijos

E
NTRE Werrel y Soest vivía un hombre que se llamaba Knoist. Tenía tres hijos, de los cuales uno era ciego; el segundo, manco, y el tercero andaba en cueros vivos.

Salieron una vez al campo y vieron una liebre. El ciego la mató de un tiro; el manco la recogió, y el desnudo se la metió en el bolsillo.

Llegaron luego a un río gigantesco en el que había tres barcos: uno corría; otro, se hundía, y el tercero no tenía fondo; ellos subieron al que no tenía fondo y navegaron hasta un gigantesco bosque, en el que se levantaba un enorme árbol.

En el árbol había una inmensa capilla, y en la capilla, un sacristán de ojaranzo y un cura de boj, los cuales distribuían el agua bendita a estacazos.

«Dichoso el que medita

el modo de huir de tal agua bendita.»

La muchacha de Brakel

U
NA muchacha de Brakel se fue un día a la capilla de Santa Ana, más abajo de Hinnenburgo; y como suspiraba por un novio, y creía que estaba sola en la capilla, se puso a entonar la siguiente canción:

«Santa Ana querida,

dame el hombre de mi vida.

Ya sabes quién es;

vive detrás del molino,

tiene el pelo de oro fino,

haz que venga por sus pies.»

Pero el sacristán, que estaba detrás del altar, oyó su plegaria y con voz chillona se puso a gritar:

—¡No lo tendrás, no lo tendrás!

La muchacha creyó que era la Virgen María, que estaba con su madre Ana, la que así gritaba. Y muy enfadada le dijo:

—No te entrometas, tontuela. Cierra el pico y deja hablar a tu madre.

Los fámulos

Y
, ¿adónde vas?

—A Walpe.

—Yo a Walpe, tú a Walpe; ya ves, ya ves, vámonos pues.

—¿Tienes marido? ¿Cómo se llama tu marido?

—Cam.

—Mi marido, Cam; tu marido, Cam; yo, a Walpe; tú, a Walpe; ya ves, ya ves, vámonos pues.

—¿Tienes un hijo? ¿Cómo se llama tu hijo?

—Tiña.

—Mi hijo, Tiña; tu hijo, Tiña; mi marido, Cam; tu marido, Cam; yo a Walpe; tú, a Walpe; ya ves, ya ves, vámonos pues.

—¿Tienes una cuna? ¿Cómo se llama tu cuna?

—Caballito.

—Mi cuna, Caballito; tu cuna, Caballito; mi hijo, Tiña; tu hijo, Tiña; mi marido, Cam; tu marido, Cam; yo, a Walpe; tú, a Walpe; ya ves, ya ves, vámonos pues.

—¿Tienes un criado? ¿Cómo se llama tu criado?

—Hazmelobien.

—Mi criado, Hazmelobien; tu criado, Hazmelobien; tu cuna, Caballito; mi cuna, Caballito; mi hijo, Tiña; tu hijo, Tiña; mi marido, Cam; tu marido, Cam; yo, a Walpe; tú, a Walpe; ya ves, ya ves, vámonos pues.

El corderillo y el pececillo

E
RANSE dos hermanitos, un niño y una niña, que se querían tiernamente. Su madre había muerto, su madrastra los odiaba y procuraba siempre causarles todo el mal posible.

Sucedió que un día estaban los dos hermanos jugando en un prado, delante de su casa, en compañía de otros niños. Y junto al prado extendíase un estanque, el cual llegaba hasta uno de los lados de la casa. Corrían los chiquillos, y jugaban a alcanzarse y cantaban:

«Patito, quiéreme un poquito,

y te daré mi pajarito.

El pajarito me buscará pajita;

la paja la daré a mi vaquita;

la vaca me dará leche rica;

la leche la daré al pastelero;

el pastelero me cocerá pasteles;

los pasteles los daré al gatito;

el gato me cazará ratoncitos;

los ratoncitos los colgaré a la espalda…

¡y te morderán!»

Y se ponían en corro, y al que le tocaba la palabra «morderán» debía echar a correr, persiguiéndole los demás hasta que lo alcanzaban.

La madrastra, al verlos desde la ventana saltar tan alegremente, se enojó y, como era bruja, encantó a los dos hermanitos, convirtiendo al niño en pez, y a la niña en cordero.

He aquí que el pez nadaba tristemente en el estanque, y el corderillo corría por el prado, triste también, sin comer ni tocar una hierbecita.

Así transcurrió algún tiempo, hasta que un día llegaron forasteros al palacio, y la malvada madrastra pensó: «Ésta es una buena ocasión». Y llamó al cocinero y le dijo:

—Ve al prado a buscar el cordero y mátalo, pues no tenemos nada para ofrecer a los huéspedes.

Bajó el cocinero, cogió al animalito, y se lo llevó a la cocina atado de patas; y todo lo sufrió con paciencia la bestezuela. Pero cuando el hombre, sacando el cuchillo, salió al umbral para afilarlo, reparó en un pececito que con muestras de gran agitación nadaba frente al vertedero y lo miraba. Era el hermanito que, al ver que el cocinero se llevaba al corderillo, había acudido desde el centro del estanque.

Baló entonces el corderillo desde arriba:

«Hermanito que moras en el estanque,

mi pobre alma, dolida está y sangrante.

Muy pronto el cocinero sin compasión,

me clavará el cuchillo en el corazón.»

Respondió el pececillo:

«¡Ay, hermanita, que me llamas desde lo alto!

Mi pobre alma, dolida está y sangrante

en las aguas profundas del estanque.»

Al oír el cocinero hablar al corderillo y dirigir al pececito aquellas palabras tan tristes, asustóse y comprendió que no debía ser un cordero natural, sino la víctima de algún hechizo de la mala bruja de la casa.

Dijo:

—Tranquilízate, que no te mataré.

Y, cogiendo otra res, la sacrificó y guisó para los invitados. Luego condujo el corderillo a una buena campesina, y le explicó cuanto había oído y presenciado.

Resultó que precisamente aquella campesina había sido la nodriza de la hermanita y, sospechando la verdad, fue con el animalito a un hada buena. Pronunció ésta una bendición sobre el corderillo y el pececillo, y ambos recobraron en el acto su figura humana propia.

Luego los llevó a una casita situada en un gran bosque, donde vivieron solos, pero felices y contentos.

Blancanieves

E
RA un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: «¡Ah, si pudiese tener una hija que fuese blanca como nieve, roja como sangre y negra como el ébano de esta ventana!».

No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.

Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura.

Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:

«Espejito en la pared, dime una cosa:

¿quién es de este país la más hermosa?»

Y el espejo le contestaba invariablemente:

«Señora Reina, vos sois la más hermosa en todo el país.»

La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad.

Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día.

Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día, y mucho más que la misma Reina.

Al preguntar ésta un día al espejo:

«Espejito en la pared, dime una cosa:

¿quién es de este país la más hermosa?»

Y respondió el espejo:

«Señora Reina, vos sois como una estrella,

pero Blancanieves es mil veces más bella.»

Espantóse la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía revolvérsele el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo de día ni de noche.

Finalmente, llamó un día a un montero y le dijo:

—Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.

Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, echóse ésta a llorar:

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